top of page

Escuché de una conversación:

    ─El hombre más feliz no es más que un tonto que se tiene por inteligente, solo que no debe perder esta creencia gracias a la fortuna o a pesar del infortunio de su destino. De esta manera él y solo él, además de toda la felicidad de la inteligencia, tiene la de la estupidez.

    ─Eso es cierto ─dijo el otro─. El que solo es inteligente no lo es por mucho tiempo.

El primero hizo un gesto enojado, porque se preguntaba cuán inteligente se creía el otro para desacreditar la inteligencia de la forma en que lo estaba haciendo.

─¿Sabes? ─dijo─. Una vez escuché una bonita historia de alguien que se entregó al diablo para que lo convirtiese en la persona más inteligente del mundo. Pero el diablo conocía su negocio. Cuando el ambicioso se despertó a la mañana siguiente, la casa entera, de la que la inteligente servidumbre solía ocuparse con apacible naturalidad, se puso en el acto patas arriba. Su hijo vino llorando del colegio, no había entendido nada y se había equivocado en todo, por lo cual el profesor lo había regañado mucho, pues lo suyo no era más que vagancia ya que ninguna persona que hasta ayer hacía las cosas ordenadamente, se volvía tonto de un día para otro. A la noche, mientras le contaba acerca del progreso de su trabajo a su esposa, con la cual compartía toda su vida espiritual, sintió que la lengua se le acalambraba, luego un cansancio, un agotamiento doloroso y extenuante; por cierto que la mujer no le comprendía, a pesar de que él sabía muy bien que no estaba diciendo nada mucho más complejo que lo que habían hablado miles de veces entre ellos. Sin embargo, ahora un abismo se había abierto entre sus almas, y temía que también otros valores de la comunión entre ambos, como el espiritual, acabaran siendo sepultados. Pues la unión más profunda entre las almas de dos personas bien puede crecer más allá de la comprensión de la inteligencia, pero la comunión del espíritu engendra la del corazón, al punto que no se la puede arrancar del conjunto sin que este se desangre. De ahí en adelante el hombre fue dejando de entenderse con sus amigos más lejanos, al igual que con los más próximos. Él, que siempre se había jactado de congeniar tanto con las personas superiores como inferiores en inteligencia, ya no podía tender un puente hacia ninguna de ellas. Unas desconfiaban de él, otras le tenían una confianza tan ciega que no sabía cómo librarse de llas. Y con todo experimentaba el inquietante sentimiento de que él mismo no había cambiado nada: ¡no hallaba ningún consuelo en esa sabiduría más profunda, ni felicidad alguna en la más amplia comprensión espiritual de las cosas! Un día le quedó claro cómo el diablo había cumplido su palabra: lo había convertido en la persona más inteligente, ¡pero no haciéndolo más inteligente a él, sino haciendo más tontos a los demás!

─Muy bien ─dijo el otro muy serio─. Ahora entiendo la hostilidad de ciertos partidos hacia la educación popular y la ilustración de las masas. A estos señores no les interesa en absoluto que los demás sean todos estúpidos, ¡Dios no lo permita! Solo ellos quieren ser inteligentes, lo cual es un deseo totalmente legítimo, pues resulta que la inteligencia y la estupidez son relativas, como me ha enseñado tu pequeña historia. Es absolutamente lo mismo sobrestimar que denigrar a los otros. De modo que es una vil calumnia llamarlos abogados de la estupidez; por el contrario, su proceder entero no es sino un homenaje al principio de la inteligencia...


*Edición sobre la base de: Imágenes momentáneas sub specie aeternitatis (2007). Traducción de Ricardo Ibarlucía. Barcelona: Gedisa editorial, pp. 54-55.

 
 
 

Actualizado: 7 may 2019

Jacobo Cobo


Se pasaban las horas evocando personajes

y situaciones increíbles. Uslar Pietri


Acepté un desafío. Consistía en escribir una opinión sobre una universidad supersónica. Estas líneas versan, por lo tanto, sobre lo sonoro. Del disparate de aceptar, picado, la provocación, no pudo surgir otra cosa que esta sucesión de desarticulados bloques de texto.


I

En un taller de lutería instalado en lo que antaño había sido un enorme teatro, en medio de un arrume infinito de instrumentos musicales que alcanzaba la extensión de un estadio de fútbol, ocurría la siguiente conversación:

—Vengo a reclamar un piano. —Muestre el recibo. —No lo tengo a la mano. —¿Cómo es el piano? —Es colosal y desafinado.

II


Figúrese el lector la siguiente escena, de sabroso y carnavalesco delirio:

aquello no parecía entonces una casa presidencial, sino un mercado donde había que abrirse paso por entre ordenanzas descalzos que descargaban burros de hortalizas y huacales de gallinas en los corredores, saltando por encima de comadres con ahijados famélicos que dormían apelotonadas en las escaleras para esperar el milagro de la caridad oficial, había que eludir las corrientes de agua sucia de las concubinas deslenguadas que cambiaban por flores nuevas las flores nocturnas de los floreros y trapeaban los pisos y cantaban canciones de amores ilusorios al compás de las ramas secas con que venteaban las alfombras en los balcones, y todo aquello entre el escándalo de los funcionarios vitalicios que encontraban gallinas poniendo en las gavetas de los escritorios, y tráficos de putas y soldados en los retretes, y alborotos de pájaros, y peleas de perros callejeros en medio de las audiencias, porque nadie sabía quién era quién ni de parte de quién en aquel palacio de puertas abiertas dentro de cuyo desorden descomunal era imposible establecer dónde estaba el gobierno.

Sabemos que había un patriarca, pero debemos olvidarlo momentáneamente (igual, estaba moribundo) y pensar que, por cosas del destino, lo mismo pudo ser un patriarca querido y bonachón que un sátrapa. ¿En una casa presidencial?, ¿en un palacio? Lo que importa, más allá de los casos, es la noción de espacio hierático. Ahora suponga, lector estimado, que el escenario en el que se llevan a cabo los hechos que acaba de leer es Colombia.


III


A partir de la figuración y de la suposición, le invito a que me acompañe en la construcción de este equívoco. ¿Cómo es esa Colombia-casa presidencial? Es un Estado que parece tener dos velocidades: muy lenta una, vertiginosa la otra. La muy lenta se manifiesta en la incapacidad legendaria para alcanzar la modernidad. Colombia ha parecido, desde siempre, la combinación de las conclusiones posibles de una novela escrita durante la Regeneración (mediante inverosímil contrato entre Carpentier y Caro o, como quien dice, entre Dios y el diablo). La velocidad vertiginosa, en contraste, síntoma burlesco de la otra, es palpable en un desmadre permanente en todos los ámbitos de la vida de los colombianos.


Es en la calle y, en general, en el ámbito público, donde más ostensible se hace el despelote. No es una cuestión meramente metafórica para hablar en sentido figurado del manejo de la cosa pública, sino que es también, su fachada y su interior, su materialización cotidiana: oficinas cerradas o que no funcionan, filas interminables, voceadores y tramitadores que acosan a los ciudadanos, escribanías de andén, burócratas desdeñosos e ineptos detrás de los escritorios… Esta es la cara que el Estado le ofrece al ciudadano: una con una mueca obtusa y ridícula.


Pero, además, en la calle, ese ciudadano en proyecto que es el colombiano se ve confrontado con sus pares, los otros ciudadanos en proyecto. ¿Cómo es eso? Es una historia similar. La historia de un abandono, de un espacio que es tierra de todos y de nadie. Voceadores, vendedores, mendigos, avispados, vivos y ganapanes se toman el espacio público. Eso es en la acera. En el asfalto, ese, el que se usa para ir en carro —ya que no se puede caminar—, hay una arrogancia y una agresividad multiplicadas. Los motociclistas son un recordatorio de que no hay autoridad ni Estado, pues zumban sus fastidiosos aparatos rápidamente y muy de cerca, en pose desafiante. Los que van en carro no son mejores, pues usan a los primeros para justificar su indolencia y su arribismo. En una ciudad como Medellín la cosa se lleva a otro nivel con la parlantería y los altavoces por todas partes. Se anuncian frutas, helados, detergentes o planes de televisión e internet en carros con megáfonos. Las bocinas de buses y camiones agregan sus notas para enriquecer la disonante obertura permanente.


IV


Ahora metámonos, lector amigo, en una porción de esa Colombia-casa presidencial. Se trata de la universidad-casa presidencial. Como lo que le estoy proponiendo es la construcción de un equívoco, quiero decirle un despropósito: La Universidad se parece al Estado. Se le parece en el sentido de que reproduce jerarquías, clientelas y otros vicios. De ahí que se escuche en las conversaciones con tinto en sus pasillos, cómo tal o cual fulano permanece en su cargo porque es ficha de tal o de pascual; cómo el Consejo está controlado por gente que no es de la academia; cómo hay instituciones dentro de ella que han sido controladas durante centurias por personajes añejos y matusaleños y, por supuesto, si la Universidad reproduce esa misma estructura estatal, cómo eso se tiene que reflejar necesariamente en lo exterior y en lo más visible.


¿Y qué? Pues nada. Parlantes, conciertos, chirimías, fiestas de integración, clases de baile, rumbas de pasillo, tambores, pitos, papas, tarimas, animadores con micrófono, tertulias encañonadas en pasillos que actúan como caja de resonancia. ¿Estudiar? No. No es de eso de lo que se trata. O bueno, sí. ¡Pero con alegría, sin acartonamiento! ¡Con felicidad y actitud positiva! ¡Estudiar, como se pueda, en medio del fragor! Lo demás es godarria y ataque al librepensamiento y a la diversidad. La Universidad tiene que ser un bafle enorme que amplifica el jolgorio en un lugar que no fue hecho para estudiar. ¿Estudiar? Eso era lo que decía el mito popular. Y en eso consistía su gran atractivo. Pero era, al fin y al cabo, un mito.


Una de las cosas en las que la Universidad más se parece al resto del país es el despelote. Despelote, desmadre, desorden, ruido, confusión, caos, bulla, algarabía, alboroto, barahúnda, batahola, tumulto, estrépito. La Universidad genera la impresión de una plaza de mercado en perpetuo domingo, de un estadio de fútbol en medio de una final pendenciera, de un parque de barrio alquilado por lavaperros para fiesta electrónica de burdel. Uno, que vive en el barrio, es decir, en un barrio popular, puede entender la vida en medio del barullo y del bochinche (aunque, tal vez, por obligación). Y entonces no puede evitar preguntarse: ¿tiene que ser igual en la Universidad? La respuesta, tal vez lógica, podría ser “no”. No, la Universidad no tiene porqué ser igual a lo que existe fuera de ella. Tristemente, es una respuesta hipotética y gaseosa a una cuestión que hoy pocos parecen plantearse. A la misma pregunta, responde presto el cínico, con la columna de parlantes y megáfonos: “¡Sí!, ¡sí, hijueputa! ¡Así es la Universidad! ¿Y qué?”.


V


Decía un alemán ilustre que “con truenos y con celestes fuegos artificiales” había que hablarle “a los sentidos flojos y dormidos”. ¿Qué quiso decir ese incomprendido? ¿Eran esos truenos palabras francas y luminosas que buscaban despejar la nube del desconocimiento? ¿Eran esos truenos palabras duras y directas que buscarían develar engaños? ¿O acaso quiso decir en nihilístico decreto: “¡Vuélvanse sordos todos! ¡Eviten el escucharse! ¡Aturdan el entendimiento!”? A lo mejor fue eso.


—¿Y entonces…? —dice el parlante con cínico desgano, torcida la jeta y encogidos los hombros.


¡Qué vivan los truenos y las centellas en los bloques de la Universidad! ¡Somos unos pocos los de malas que necesitamos del silencio para lograr la concentración necesaria! ¡La Universidad es un espacio ordinario! ¡No hay nada hierático en ella! ¡No se merece un trato distinto! ¡Qué importa si no se siente ninguna diferencia entre ella y el resto de lo que hay! ¡Sigamos como los caracoles, con nuestra casa a cuestas! ¡Literalmente! ¡Sigamos reconstruyendo en todas partes ese folclórico exotismo que nos hace tan propios! ¡Lo único que le falta a la Universidad son los tendederos con los calzones secándose al sol!

 
 
 

Supongamos que soy un aspirante a estudiar filología y sé que la única opción a este pregrado en Antioquia es precisamente la universidad homónima. Busco en los pregrados y no encuentro el pénsum, no está en ciencias sociales y humanas (aunque haya pensado que el componente humanístico hace a la filología) y creyendo que podría ser escritor, no lo encuentro tampoco en bellas artes. Está —tal vez por el momento— “sin definir”. Por fin encuentro el pénsum.


Cinco semestres de formación bastante bien organizados. Hasta los estudios literarios parecen estudios históricos y voy de la literatura griega (first starts with the greeks) hasta el Siglo de Oro español; de las culturas antiguas hasta Colombia y, si no se estudia la historia de España directamente, Historia de la lengua deja las bases que al filólogo le son pertinentes. Hay tres materias que en la formación bailan fuera de la pista como ellas quieren. Si no hay Semiótica (en el ciclo de formación) es porque hay Semántica, si no hay Filosofía del lenguaje es porque hay Estadística y Lingüística computacional, si no hay Introducción a los estudios filológicos es porque hay Introducción a la lingüística, si no hay Filosofía, es porque el filólogo o es lingüista o es literato, pero nunca un lingüista enamorado del misterio del lenguaje.


Para este momento, yo, el aspirante de filología, habré visto en cada semestre cinco materias y en el quinto semestre de este ciclo de formación me habré formado como ciudadano con una sexta materia. Pero también habré visto cinco niveles de inglés: seis materias por semestre; y, finalmente, a partir del segundo semestre, muy juiciosamente (rayando con la precocidad), estaré aprendiendo el alemán de Gutiérrez Girardot para entrar en un grupo de investigación, para un total de siete asignaturas a partir del segundo semestre y, como son ocho en el quinto, digamos que para un total de siete asignaturas por nivel.


Restan ahora tres semestres de profesionalización, pero al frente se ven dos, pues el tercero parece demasiado lejano. Las prácticas, el cambio curricular más significativo junto con la reducción de diez semestres a ocho, solo se pueden realizar en el muy lejano octavo y último semestre. En el sexto nivel veo seis materias y ya comienzo a pensar en la tesis; necesito terminar el último nivel de Multilingüa. Lo hago —como estudiante sobresaliente que soy— y así termina el semestre y me doy cuenta que ya estoy en la tesis, lejos, muy lejos, del ciclo de formación.


Durante ese ciclo de formación he aprendido que la filología es sinónimo de rigor. Toda esta formación investigativa, con uno que otro Seminario de gestión cultural, se resume en una materia que tiene el doble de créditos que las demás: trabajo de grado... Es decir que no son cinco materias en el séptimo nivel, sino seis, que es a lo que estamos acostumbrados. El trabajo de grado se debe de acompañar, entonces, de otras cuatro materias, pero este trabajo de grado debe satisfacer el nivel que un pregrado como filología exige en la investigación. En el séptimo semestre, el nuevo estudiante de filología será equivalente al viejo estudiante de filología en el décimo semestre. Quiero decir: habrá entregado un trabajo de grado del nivel apropiado a la filología, o, lo que es lo mismo, el nuevo estudiante es igual al viejo filólogo, pero más ansioso.


Pero hay más, será incluso mejor, pues restan para el octavo y último semestre cinco materias y una que vale por dos, es decir, las mismas seis materias de costumbre. Ese lejano semestre de las prácticas se materializa. Las prácticas no se podían realizar sino ahora, pues el estudiante de filología quizá enamorándose del trabajo nunca se graduaría.


Imaginemos ahora que me he graduado. Por mí ha pasado una reforma curricular bastante importante, el filólogo de antes ya no se parece al nuevo filólogo: de cinco años pasamos a cuatros años. Si se cambió el currículo algo más tuvo que cambiar junto con él. Puesto que se combinan la investigación y la práctica —y esto disminuyendo el tiempo de estudio o, mejor, lo cualitativo es indiferente de lo cuantitativo—, pero se sigue persiguiendo el fin de hacer buenos filólogos, esto puede significar: o que los nuevos estudiantes vienen mejor capacitados, o ahora se capacita mejor y por ello el nuevo estudiante de filología necesita menos tiempo; o, por el contrario, el filólogo de antaño hacía mejores tesis, o, acaso, el viejo filólogo era demasiado investigativo y necesitaba mucho más tiempo que el que ahora se necesita. Tal vez todo este camino significó que apenas unos cuantos profesores y unos cuantos estudiantes eran los que hacían la diferencia. El nuevo filólogo aprende que la formación es esencialmente autodidacta. Supone el nuevo estudiante de filología, entonces, que las garantías para graduarse en ocho semestres están ahí, garantías de calidad y factibilidad. Supongamos que las garantías están —naturalmente— implícitas.

 
 
 

Suscríbete

y recibirás cada publicación por correo

© 2018 Red de Estudiantes de Filología

  • Icono social Instagram
  • Fb
bottom of page