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Actualizado: 19 mar 2020

Ante el grito que el niño lanzaba por un golpe de su hermana, la madre le reveló: “¡péguele pa’ que aprenda, berriondo!”. Y el niño ni roncó. Más habría tardado un colibrí en levantar vuelo. Esta escena no es infrecuente entre nosotros, pero quizás por esto mismo tampoco se suele reparar en un pequeño detalle. Sí, escrito con b: berriondo, preciada moneda de las montañas antioqueñas que todavía hoy guarda cierto valor de cuando fue acuñada.


     A ese cuando pertenecen unas palabras también centenarias: “cada vez me convenzo más de que estudiar es orar”. La íntima confesión del entonces estudiante de ingeniería Efe Gómez, apuntada con discreción en una libreta, yo mismo la he repetido con extrañamiento. Estudiar es orar. Efe, se dice, nunca se graduó de la Escuela de Minas, entonces parte de la Universidad de Antioquia: habría rechazado la formalidad de la titulación en protesta por la injusta expulsión de un caro amigo. Pero hasta morir, estuvo convencido de que la formación universitaria termina por enfermarnos la cabeza con ideas imposibles en sociedades compuestas, en esencia, por “almas rudas”. Lo habría sido la sociedad suya. Lo sería la nuestra. Acaso lo sean todas. Estudiar es orar. Tomás Carrasquilla, poco después, entre risas y chascarrillos sentenció con solemnidad: “la fe es en todo superior a la razón”. Carrasquilla nunca se graduó de jurisprudencia en el Colegio de Antioquia, al que conoció recién vuelto universidad. Pero falleció sin ceder en el elogio al rector y artífice de la reforma: el “Caballero de Cristo”, epíteto con que consagró a Pedro Justo Berrío y su “cruzada” para librar a “Antioquia” del peligro de liberales, socialistas, protestantes y masones. Como todas, la cruzada, además de bélica, fue en lo primordial de ideas: el “Caballero de Cristo” afirmó el triunfo de su cruzada con un ambicioso programa educativo por el que fueron fundadas no pocas escuelas, todas articuladas alrededor del Alma máter antioqueña.


      El empuje de la cruzada hallaba simpatías más allá de las montañas regionales. Por ejemplo, un sabio conductor de los destinos de este país, curiosamente también apellidado Gómez, mediando el siglo xx solía repetir: “los moderados son los peores”. A la par arengaba en contra de toda idea y valor que él no compartiera. Y amplia fue la lista, engrosando sin palabra ni duda la amenaza informe, pero siempre roja. Todo era reductible a esta cuestión. El doctor Laureano quiso ser nuestro Juan Donoso Cortés, quiso ser nuestro general Francisco Franco: apostó por el gesto hostil que defendiera el valor primordial del sacrosanto espíritu nacional, acuñado en lo hispánico y lo católico, y, como tantos más a su lado, en su contra o en su supuesta contra, instigó una larga Guerra Civil, otra cruenta e innecesaria cruzada. Sin que esta todavía acabe, y ante la reciente máxima de “si lo veo le doy en la cara, marica”, cortesía de Uribe Vélez, en la acaso ingenua oración del joven estudiante Efe se condensa la formación en la intolerancia civil, política y religiosa, que tantas lágrimas aún hoy nos cuestan.

José A. Silva. Detalle del billete de 5000 COP (9XI2016)

      Cabrían muchísimos más nombres. No hace falta ahora mismo: todos ellos se han obstinado en sus creencias. En su creencia. Ante ella, José Asunción Silva no ofrece más que una lección nacional de moral: suicidio por sincero arrepentimiento tras jugar, y perder, la sublime fe de sus mayores. Y así nos lo venden, con su mirada de frágil infante, admirado de quien sí comprende las palabras del que murió en la cruz y sobreviviente en el renovado y contradictorio santoral de los billetes nacionales… Pues estudiar es orar encarna no solo persecuciones, exilios y castigos callados en Silva —y Baldomero Sanín Cano—, sino también en Débora Arango, Virginia Gutiérrez de Pineda, Luis Vidales y Gabriel García Márquez. Aun así, entre innúmeros otros, ellos también demuestran que estudiar no es orar.


     Estudiar no es orar, no por fatal incompatibilidad con la vida religiosa, que ilustres casos están a la mano el teólogo Lessing y su Nathán el Sabio (1779), el pietista Kant, el claretiano Gordo Álvarez, el mosén Jaramillo Arango, sino porque aquellos padres de la patria se han empeñado a todo costo en la lógica del amigo o el enemigo. Sin términos medios. Y cuando por accidente o audacia lo hubo, sin ambigüedad deshicieron la inadmisible contradicción: suicidio intelectual, rehusaron las exigencias del mundo moderno asegurándose de que su cruzada se perpetuara con la fundación de más escuelas, institutos y universidades en donde, en suma, no se estudiara ni criticara, sino que se repitiera sus precisas palabras. Estudiar es orar: acto de fe, palabras sin pronunciar, sin respuesta imprevista ni argumento admisible. Se nivelaron ellos como la inteligencia de la sociedad. Equipararon Universidad y confesionario. Cuántos sin saberlo, y cuántos con saberlo, no los secundan todavía.


       Pero estudiar, atrevámonos ya, es exigente dialogar: escuchar divergencias, conciliar contrarios, construir base común y también sobre ella. El lenguaje, el diálogo, la crítica o el estudio no se desvive en lambonerías y encomios, pero tampoco hostiliza ni vitupera; no levanta muros, sino que tiende puentes: afirma la empatía necesaria para acercarse a lo extraño. De ahí que desborde la estricta unidad burocrática de cualquier dependencia académica. Es el sentido mismo de la Universidad.


      Hoy es titánica la deuda no solo de la Universidad, sino también de la sociedad fundada sobre esas ideas, sobre esos valores. Pero también hoy, con la aparente distancia que nos ofrecen los años, sabemos que el mundo no se ha acabado, que harto que sigue andando, que amenaza no es quien piense diferente, no quien levanta la voz, sino quien levanta la mano, quien apuesta a la gloria de la espada y el fusil. Nuestra tarea no es la repetición por la repetición, por culto a la tradición, tenga la forma que se le quiera dar. Todo lo contrario. La crítica, la búsqueda racional y el esfuerzo incesante por la coherencia es nuestro norte. Nosotros, recordémoslo, amamos aún. Soñamos aún. No es oportuno todavía descansar.


Niquía, 10II2020

 


Un país que siembra cuerpos (22XII2019). Fotografía de Ysai Muñoz Bueno

Adenda: el jueves 20 de febrero de 2020 es un hito. Marca la continuación de un surco de autoritarismo estatal, uno con precisión definido en las intervenciones artísticas de las protestas de fines de 2019: “Un país que siembra cuerpos, ¿qué cosecha?”. Cabe añadir: ¿qué cosecha si no solo usa términos vaciados de sentido —paz, autonomía universitaria, apenas para no alargarnos ad infinitum—, o sea que vive sin sentido alguno, sino que también se golpea y, aturdido, celebra el golpe recibido? No otra cosa ha vuelto a ocurrir con la Universidad, sustancia de toda vida nacional moderna. Y de nuevo de la mano de apellidos sin pretensión de abolengo, en lo cual dicha fecha también marca una continuación. Solo que este tipo de apellidos ha optado en no pocos casos por la resignación permisiva o la colaboración entusiasta ante aquel otro tipo que sí tiene tal pretensión, que sí la consigue justificar o forzar y que, ante la masificación universitaria estatal y la consiguiente multiplicación de universidades privadas, únicamente concibe la escalada de la represión y de la vulneración de derechos como medio para perpetuar el irresponsable estado de cosas, para perpetuar tal pretensión. Este hito es otro contrahíto de nuestra historia social. Pero la renuncia a un derecho y a la razón por el abuso que de ellos se haga nunca ha conseguido plantar ningún árbol, hacer que eche raíces, que medre y fructifique. Este esfuerzo es estudiar, que no orar, y por ningún golpe ni amenaza se aprende. No es oportuno todavía descansar.


Medellín, 21II2020

 
 
 

     No se me olvidará la vez en que vi a uno de mis profesores de filología traduciendo un texto de Schlegel sobre Lucinda, una de las grandes novelas románticas. Me preguntó: «¿te suena mejor “beso contra beso” o “beso a beso”?» Conque eso era traducir: estar inseguro de lo que se dice. Pues sí, así lo definiría. La labor de un traductor consiste en cuestionarse cuál es el límite: ¿se puede o no se puede decir? ¿Suena mejor si lo traduzco literalmente o debo darle otro giro más libre? Todo el tiempo dudamos, pero debemos proponer una solución. Si lo piensan detenidamente, es una actividad tortuosa, ya que, a veces, ni siquiera el mismo traductor tiene la certeza de lo que aparece en el original. ¿Podríamos denominarlo una suerte de traición? Tal vez. Pero es una traición necesaria, ya que ni siquiera el traductor se las sabe todas, ni es un diccionario andante, la mayoría de las veces ni siquiera tiene contacto directo con el autor para saber con precisión lo que implica cada palabrita. Es, ante todo, alguien que interpreta unos símbolos, unos significados y unos significantes cargados de dobles sentidos, llenos de juegos de palabras y de desajustes. Traducir es pensar en el qué dirán y en el cómo te leerán. En esta labor tan incómoda siempre saldrá alguien a decir: «Yo tengo una mejor versión». Entonces el trabajo de uno se va al garete, ya que siempre la desconfianza reina y nadie —o pocos— creen en uno.


     Si el lector reflexionara por un momento sobre lo que significa traducir un mero libro, se quedaría consternado. ¿Cuántas horas se habrá pasado el traductor vertiendo La metamorfosis de Kafka al castellano? Es un libro de escasas 80 páginas, dependiendo de la editorial. Si somos optimistas, cada paginita le llevaría una hora; es decir, 80 horas de la vida de un ser humano delante de un texto descifrando cuál es la palabra más conveniente, sorteando los sonidos, las cadencias, el ritmo interno, la prosa y, en fin, todos los elementos que deben considerarse cuando queremos inmortalizar a un autor en una lengua de destino. En otras palabras, siempre será comprometedor. Pero la vida es demasiado corta como para aprender a profundidad alemán, francés, japonés o sánscrito en el caso de que deseáramos leer en el original a nuestros escritores preferidos. Si ya de por sí es complicado leer a un escritor de gran alcance en nuestra lengua materna, imagínense leerlo en su lengua original. Aquí lanzo mi humilde opinión: para leer en una lengua extranjera o, más exactamente, en una lengua que no fue adquirida como materna, siempre se requerirá una traducción. Pese a que llevo más de 12 años aprendiendo alemán, siento que difícilmente llegaré al nivel de un hablante nativo. Esto no significa que sea imposible, sino que siempre surgirán restricciones. Traducir es, a decir verdad, poseer un espíritu investigativo, inquisitivo, desconfiado y osado. Nunca se puede aseverar que lo dominamos. Es un ejercicio que exige siempre autoevaluación, autocrítica.


     ¿Realmente entendemos todo lo que traducimos? No, no siempre entendemos todo, debemos recurrir a blogs, diccionarios, enciclopedias, manuales y a colegas para tener una garantía. Esta es una vocación desbordante, ya que las palabras nos engañan y muestran ser lo que no son. Aparte de esto, el tiempo no juega a nuestro favor. Una página nos puede llevar dos horas o un poco más, dependiendo de si se trata de un texto complejo, especializado, repleto de tecnicismos, o de frases mal formuladas, ambiguas y sin cohesión alguna, pues todas estas dificultades forman parte de los gajes del oficio, a los que nos vemos abocados tarde que temprano. Cerramos el libro, y creemosque captamos el mensaje. Pero al final llegamos a la penosa conclusión de que se nos escapó algo, que tal equivalencia no era la acertada, que podría haber otras posibilidades, otros matices dignos de ser revisados.


     Pienso que en Filología Hispánica deberíamos tener una mayor cercanía con la traducción, ya que es uno de los fenómenos lingüísticos que más han servido y aportado a la humanidad y que siempre trae consigo tantas críticas y debates. Casi todos los libros que hemos leído provienen de otras lenguas. La Biblia, las obras de Shakespeare, los poetas malditos franceses, El Principito, los manuales de yoga, Harry Potter y, en fin, una larga serie de libros y escritos los hemos disfrutado gracias a esa labor ingente de la traducción. Otra persona se tomó el trabajo de entregarnos una obra decodificada, dispuesta para ser consumida en nuestra lengua materna, como si hubiera estado disponible en esta misma desde su génesis.


     Justo ahora estaba buscando el significado de una palabra para un texto que va a servir de introducción en la Staatliche Bauhaus y que ustedes podrán apreciar en este número de la gacetilla Filología: Unbildlichkeit. Ningún diccionario oficial de la lengua alemana la registra. “un-” es una partícula adversativa para componer palabras, es decir, sería lo contrario de “bildlichkeit”, la cual se entiende como “iconicidad”, “imaginería”, “plasticidad”, “graficidad”. Como se habrán dado cuenta, es bastante compleja la elección. ¿Ahora qué diablos significa que sea “un-”? “iniconicidad” o “falta de iconicidad”, “carencia de iconicidad”? Se me han ido por lo menos 20 minutos de la vida buscando qué pueda ser esto. ¿Cómo resolver el problema? Esto es traducir, amigos míos. Sería una especie de goce, es decir, algo que produce placer y a la vez molestia, cansancio, inquietud. Esa es la vida de un traductor común y corriente: dar sentido a las palabras, pensar en el otro, sufrir por el sentido. ¿“¿Qué quieres decir?”, “Dame más contexto”, “Sé más claro”, “Por favor, dame otra pistica… Esas son las plegarias del traductor. ¿Qué tenemos un cuadro psicológico especial? Yo creo que sí. Pues partimos de lo incierto, lo extraño, lo singular, lo contingente. Queremos hacer las veces del autor original, pero siempre debemos sacrificar algo.


     Ustedes que me leen en español están tratando de traducir en su mente este breve comentario. Tal vez pasamos por alto que todos somos “traductores” cada vez que, ante una determinada situación, exclamamos alguna de estas expresiones: “¿Qué me habrá querido decir?”, “¿Me quiere o no me quiere?”, “No te entendí”, “Explicámelo con plastilina”. Me atrevería a afirmar con cierto patetismo: la vida se nos va pensando en lo que el otro quiso decir, esto es, traduciendo sus palabras y sus silencios. Cada generación requerirá de otra versión, y requerirá intérpretes, hermeneutas, expertos en semiología, semiótica, etc., para poder entender lo que se quiso decir. ¿Un lector del siglo XXI entiende al Quijote con facilidad? ¿Un costeño o bogotano podría leer sin dificultades a Tomás Carrasquilla? Nuestra vida está mediada por esta necesidad.

 
 
 

Por: Un supuesto estudiante de filología


   El legado es una de las bases más sólidas de la academia. Una buena institución y un buen programa se justifican en la transmisión continuada de unas enseñanzas, que bien pueden haber sido inauguradas por un solo individuo, el maestro, o un grupo de investigación; aunque más frecuentemente lo están por lo segundo que por lo primero, si bien esto muchas veces se presenta por la ausencia forzosa de lo primero. Sin un legado el paso por las instituciones educativas es un proceso de continua repetición que termina por crear en la mente del estudiante un pastiche de simple información acumulada, que en el caso venturoso de que esta haya sido recibida de manera crítica, aquel se ahorrará la confusión que es el dogma; sin embargo, su vida académica sería —paradójicamente— un sinuoso recorrido de “desaprendizaje”.

   Entiendo aquí el legado en el mejor de sus sentidos: como escuela académica. Esto no implica que la vocación de la escuela sea estática: repetir los mismos contenidos hasta que un grupo más o menos amplio de académicos terminen por decir lo mismo; por lo contrario, el aprendizaje que se imparte desde las “escuelas” debe ser dinámico, de modo que los estudiantes —tengan o no tengan el ánimo de pertenecer a dicha escuela— absorban de manera continua diferentes conocimientos que les posibiliten no ya el dogma, sino el conocimiento y juicio suficientes para discernir sobre los contenidos y así alimentar el espíritu crítico. Por esto las escuelas son uno de los caminos para llegar a los puntos más altos del conocimiento: con base en el estudio de temas comunes, y desde un enfoque compartido y sostenido, el examen de los contenidos es mucho más satisfactorio que sobre la base de un enfoque más esporádico y menos concienzudo. En otras palabras, de esta manera se puede superar la enseñanza tipo manual para adentrarse en los problemas del contenido de los temas.

   Sin embargo, pese a que aquí sostengo que la escuelas son uno de los mayores bienes de la academia, en ocasiones su actividad termina siendo un arma de doble filo. Veamos. En primer lugar, la multiplicación de estas puede crear fuertes divisiones que rayan con el sectarismo hasta convertirse en un problema de competencia insana, esto es, el falso dilema de que se es A o B, se apoya esto, ergo no se apoya esto otro que yo apoyo, y somos enemigos. En segundo lugar, pese a que pertenecer a una escuela no siempre habla de la calidad de sus integrantes, las posibilidades que aquellos tienen para triunfar son más altas frente a otros que no pertenecen a ninguna. En tercer lugar, muchos estudiantes que desde sus inicios en la vida universitaria han sido miembros de una escuela, son incapaces de contemplar puntos de vista diferentes, pues han adoptado una única mirada y no les es posible sobrepasar el influjo de la escuela que los ha moldeado. Y, por último, las escuelas producen muchos estudiantes de este tipo, y el verdadero problema comienza cuando eventualmente estos se convierten en profesores ya que su conocimiento es bastante reducido —y a lo mejor poco original— como consecuencia de la imposibilidad de trascender los contenidos que han aprendido. De esta manera, en pregrados de poca oferta esto se vuelve  un verdadero problema, pues muchas personas terminan siendo medianamente capacitadas para transmitir unos contenidos y como son varios los candidatos, y es imposible dictar la misma cátedra, esto se soluciona otorgando unas “super facultades” a los profesores bajo la falsa égida de la libertad de cátedra, de modo que los curso terminan por ajustarse al limitado conocimiento del nuevo profesor y no el profesor a las propuestas del curso, como debería ser. Por este camino el legado se pierde y termina por ser uno de los más grandes males de la academia, pues estas personas, supuestos continuadores del legado, sin nada más que hacer que repetir lo aprendido, propenden con mayor facilidad a dogmatizar que ha enseñar.

   Ahora bien, también hay que tener en cuenta que hay diferentes ofertas que se ajustan en mayor o menor medida a los contenidos que maneja una escuela, por ejemplo: un abogado penalista en un mundo ideal no tendría por qué estar dando bienes, pese a que algo de esto conoce, sin embargo, probablemente podrá dictar, a su vez, un curso de procesal penal. Por su parte, un estudioso de Rafael Gutiérrez Girardot tendría mayores posibilidades de maleabilidad en distintas ofertas de literatura pues podrá pasar de la literatura española, a la latinoamericana fácilmente y, algunos cuantos, a la alemana. O pensemos en medievalistas que además de un curso de literatura medieval podrían dictar cátedras sobre historia para literatos o tal vez hasta historia de la lengua. Naturalmente, hay escuelas que profundizan sobre distintas áreas del conocimiento con mayor amplitud que otras. Pensemos que, por su parte, los editores críticos se pueden desempeñar muy bien —soslayando su habitual curso de crítica textual— en una cátedra de edición de textos, pero rara vez, en un curso como historia de las culturas antiguas; lo mismo que un medievalista enseñando morfología o un estudioso de la obra de Rafael Gutiérrez Girardot impartiendo cursos sobre teatro griego. Son escasas las personas capaces de hablar de variados temas de manera profunda —o como ya había dicho— que sobrepasen la enseñanza de manual, pues la universidad debe ir más allá.

   Con todo, estas personas no son ni pueden ser la única fuente de las academias, no pretendo afirmar que las aulas de clase solo pueden tener frente al tablero a alguno de estos maestros: no tiene nada de malo ser un experto en cierta materia y transmitir estos conocimientos sin inmiscuirse en terrenos por los que no se ha transitado a fondo, e incluso formar así grupos de investigación para fortalecer estos conocimientos. Sin embargo, es frecuente que algunos profesores pasen los más variados cursos con una habilidad sorprendente, de manera que ostentan ser una de estas excepciones cuando es bastante claro que no lo son.

   Pero ignorando todos los problemas inherentes a las escuelas, nos podemos alegrar —y esta es una de las virtudes de la academia— de que la excepción brilla con bastante fuerza, de suerte que suele ser bastante fácil apreciar que se está delante de alguien de este tipo. Y nos podemos regocijar todavía más, pues el ser excepcional que motiva este texto es reconocido por todos por haber sido una persona ética; y, a la postre, profesó, como muestra de amor a su alma mater, una fidelidad intachable a sus cursos. La permanencia fiel a sus cátedras por más de treinta años fue una de las formas en las que Carlos Gaviria Díaz creó un legado; y ahora, lejos de ambiciones, la nueva cátedra que lleva su nombre se perfila de la mejor manera: siguiendo las huellas del maestro y evitando a toda costa el peligro del dogma, porque continuar el espíritu crítico de estos maestros es parte —claro está— de su legado.

   Carlos Gaviria Díaz tenía todas las facultades del sabio lector, y comprendía que, al ser un apasionado por el conocimiento, su labor no era otra que transmitir esta pasión por el conocimiento, y que, para llevarlo a buen término, era necesario guiar al estudiante lo más lejos que se pudiese en el mar del saber, nutriendo de su vastedad —como profesor excepcional— sus cursos teóricos.

   Ahora, puesto que entendemos que Carlos Gaviria es un maestro que ha construido un legado, y después de hacer una larga digresión sobre las consecuencias positivas de estos y la creación de escuelas que, aunque su labor es la de continuar el legado, muchas veces no lo hacen de manera acertada, volvamos al breve pero importantísimo motivo de este escrito:

   Con gran alegría me he enterado de que la Facultad de derecho y ciencias políticas ha dado vida a una cátedra en honor al maestro Carlos Gaviria Díaz, quien ahora no solo honra el nombre de nuestra biblioteca, sino directamente el aula de clase: su espacio más natural. Carlos Gaviria no necesita ninguna carta de presentación, y sus alumnos, es decir, los profesores que impartirán esta cátedra, por extensión tampoco la necesitan, pues el amor al maestro se ha de traducir, necesariamente, en un curso de la mejor calidad, en la acertada continuación de su legado.

   Para terminar, debo de recordar que los filólogos —y en general toda el área de humanidades— tenemos un motivo más para continuar sus enseñanzas: recientemente se han trasladado a la universidad las dos bibliotecas del maestro junto con sus documentos y archivos personales como noble gesto de sus herederos, pues su lugar más natural es, sin duda, la biblioteca que lleva su nombre.

 
 
 

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