Ante el grito que el niño lanzaba por un golpe de su hermana, la madre le reveló: “¡péguele pa’ que aprenda, berriondo!”. Y el niño ni roncó. Más habría tardado un colibrí en levantar vuelo. Esta escena no es infrecuente entre nosotros, pero quizás por esto mismo tampoco se suele reparar en un pequeño detalle. Sí, escrito con b: berriondo, preciada moneda de las montañas antioqueñas que todavía hoy guarda cierto valor de cuando fue acuñada.
A ese cuando pertenecen unas palabras también centenarias: “cada vez me convenzo más de que estudiar es orar”. La íntima confesión del entonces estudiante de ingeniería Efe Gómez, apuntada con discreción en una libreta, yo mismo la he repetido con extrañamiento. Estudiar es orar. Efe, se dice, nunca se graduó de la Escuela de Minas, entonces parte de la Universidad de Antioquia: habría rechazado la formalidad de la titulación en protesta por la injusta expulsión de un caro amigo. Pero hasta morir, estuvo convencido de que la formación universitaria termina por enfermarnos la cabeza con ideas imposibles en sociedades compuestas, en esencia, por “almas rudas”. Lo habría sido la sociedad suya. Lo sería la nuestra. Acaso lo sean todas. Estudiar es orar. Tomás Carrasquilla, poco después, entre risas y chascarrillos sentenció con solemnidad: “la fe es en todo superior a la razón”. Carrasquilla nunca se graduó de jurisprudencia en el Colegio de Antioquia, al que conoció recién vuelto universidad. Pero falleció sin ceder en el elogio al rector y artífice de la reforma: el “Caballero de Cristo”, epíteto con que consagró a Pedro Justo Berrío y su “cruzada” para librar a “Antioquia” del peligro de liberales, socialistas, protestantes y masones. Como todas, la cruzada, además de bélica, fue en lo primordial de ideas: el “Caballero de Cristo” afirmó el triunfo de su cruzada con un ambicioso programa educativo por el que fueron fundadas no pocas escuelas, todas articuladas alrededor del Alma máter antioqueña.
El empuje de la cruzada hallaba simpatías más allá de las montañas regionales. Por ejemplo, un sabio conductor de los destinos de este país, curiosamente también apellidado Gómez, mediando el siglo xx solía repetir: “los moderados son los peores”. A la par arengaba en contra de toda idea y valor que él no compartiera. Y amplia fue la lista, engrosando sin palabra ni duda la amenaza informe, pero siempre roja. Todo era reductible a esta cuestión. El doctor Laureano quiso ser nuestro Juan Donoso Cortés, quiso ser nuestro general Francisco Franco: apostó por el gesto hostil que defendiera el valor primordial del sacrosanto espíritu nacional, acuñado en lo hispánico y lo católico, y, como tantos más a su lado, en su contra o en su supuesta contra, instigó una larga Guerra Civil, otra cruenta e innecesaria cruzada. Sin que esta todavía acabe, y ante la reciente máxima de “si lo veo le doy en la cara, marica”, cortesía de Uribe Vélez, en la acaso ingenua oración del joven estudiante Efe se condensa la formación en la intolerancia civil, política y religiosa, que tantas lágrimas aún hoy nos cuestan.
Cabrían muchísimos más nombres. No hace falta ahora mismo: todos ellos se han obstinado en sus creencias. En su creencia. Ante ella, José Asunción Silva no ofrece más que una lección nacional de moral: suicidio por sincero arrepentimiento tras jugar, y perder, la sublime fe de sus mayores. Y así nos lo venden, con su mirada de frágil infante, admirado de quien sí comprende las palabras del que murió en la cruz y sobreviviente en el renovado y contradictorio santoral de los billetes nacionales… Pues estudiar es orar encarna no solo persecuciones, exilios y castigos callados en Silva —y Baldomero Sanín Cano—, sino también en Débora Arango, Virginia Gutiérrez de Pineda, Luis Vidales y Gabriel García Márquez. Aun así, entre innúmeros otros, ellos también demuestran que estudiar no es orar.
Estudiar no es orar, no por fatal incompatibilidad con la vida religiosa, que ilustres casos están a la mano —el teólogo Lessing y su Nathán el Sabio (1779), el pietista Kant, el claretiano Gordo Álvarez, el mosén Jaramillo Arango—, sino porque aquellos padres de la patria se han empeñado a todo costo en la lógica del amigo o el enemigo. Sin términos medios. Y cuando por accidente o audacia lo hubo, sin ambigüedad deshicieron la inadmisible contradicción: suicidio intelectual, rehusaron las exigencias del mundo moderno asegurándose de que su cruzada se perpetuara con la fundación de más escuelas, institutos y universidades en donde, en suma, no se estudiara ni criticara, sino que se repitiera sus precisas palabras. Estudiar es orar: acto de fe, palabras sin pronunciar, sin respuesta imprevista ni argumento admisible. Se nivelaron ellos como la inteligencia de la sociedad. Equipararon Universidad y confesionario. Cuántos sin saberlo, y cuántos con saberlo, no los secundan todavía.
Pero estudiar, atrevámonos ya, es exigente dialogar: escuchar divergencias, conciliar contrarios, construir base común y también sobre ella. El lenguaje, el diálogo, la crítica o el estudio no se desvive en lambonerías y encomios, pero tampoco hostiliza ni vitupera; no levanta muros, sino que tiende puentes: afirma la empatía necesaria para acercarse a lo extraño. De ahí que desborde la estricta unidad burocrática de cualquier dependencia académica. Es el sentido mismo de la Universidad.
Hoy es titánica la deuda no solo de la Universidad, sino también de la sociedad fundada sobre esas ideas, sobre esos valores. Pero también hoy, con la aparente distancia que nos ofrecen los años, sabemos que el mundo no se ha acabado, que harto que sigue andando, que amenaza no es quien piense diferente, no quien levanta la voz, sino quien levanta la mano, quien apuesta a la gloria de la espada y el fusil. Nuestra tarea no es la repetición por la repetición, por culto a la tradición, tenga la forma que se le quiera dar. Todo lo contrario. La crítica, la búsqueda racional y el esfuerzo incesante por la coherencia es nuestro norte. Nosotros, recordémoslo, amamos aún. Soñamos aún. No es oportuno todavía descansar.
Niquía, 10II2020
Adenda: el jueves 20 de febrero de 2020 es un hito. Marca la continuación de un surco de autoritarismo estatal, uno con precisión definido en las intervenciones artísticas de las protestas de fines de 2019: “Un país que siembra cuerpos, ¿qué cosecha?”. Cabe añadir: ¿qué cosecha si no solo usa términos vaciados de sentido —paz, autonomía universitaria, apenas para no alargarnos ad infinitum—, o sea que vive sin sentido alguno, sino que también se golpea y, aturdido, celebra el golpe recibido? No otra cosa ha vuelto a ocurrir con la Universidad, sustancia de toda vida nacional moderna. Y de nuevo de la mano de apellidos sin pretensión de abolengo, en lo cual dicha fecha también marca una continuación. Solo que este tipo de apellidos ha optado en no pocos casos por la resignación permisiva o la colaboración entusiasta ante aquel otro tipo que sí tiene tal pretensión, que sí la consigue justificar o forzar y que, ante la masificación universitaria estatal y la consiguiente multiplicación de universidades privadas, únicamente concibe la escalada de la represión y de la vulneración de derechos como medio para perpetuar el irresponsable estado de cosas, para perpetuar tal pretensión. Este hito es otro contrahíto de nuestra historia social. Pero la renuncia a un derecho y a la razón por el abuso que de ellos se haga nunca ha conseguido plantar ningún árbol, hacer que eche raíces, que medre y fructifique. Este esfuerzo es estudiar, que no orar, y por ningún golpe ni amenaza se aprende. No es oportuno todavía descansar.
Medellín, 21II2020