Si existiera una poesía de las maravillas y de las emociones del intelecto (en la cual he pensado toda mi vida), no habría para ella tema más deliciosamente excitante que la pintura de un espíritu solicitado por alguna de esas notables formaciones naturales que se observan aquí y allá (o más bien, que se hacen observar), entre tantas cosas de figura indiferente y accidental que nos rodean.
Como un sonido puro o un sistema melódico de sonidos puros en medio de los ruidos, así un cristal, una flor, un caracol, se destacan en el desorden ordinario del conjunto de las cosas sensibles. Son para nosotros objetos privilegiados, más inteligibles para la vista, aunque más misteriosos para la reflexión, que todos los otros que vemos indistintamente. Nos proponen, extrañamente unidades, las ideas de orden y de fantasía, de invención y de necesidad, de ley y de excepción; y encontramos a la vez en su aspecto, la apariencia de una intención y de una acción que los hubiera modelado aproximadamente como los hombres saben hacerlo, y sin embargo la evidencia de procedimientos que nos están vedados y son impenetrables. Podemos imitar esas formas singulares, y nuestras manos tallar un prisma, armar una flor ficticia, tornear o modelar un caracol; y aun sabemos expresar con una fórmula sus caracteres de simetría o representación con bastante exactitud mediante una construcción geométrica. Hasta ahora podemos pasar a la “Naturaleza”, atribuirle planes, una matemática, un gusto, una imaginación que no son infinitamente diferentes de los nuestros; más he aquí que habiéndole concedido todo lo humano necesario para hacerse comprender por los hombres, ella nos manifiesta, por otra parte, todo lo inhumano necesario para desconectarnos… Concebimos la construcción de esos objetos, y por ello nos interesan y nos retienen; no concebimos su formación, y por ello nos dejan perplejos. Aunque nosotros mismos hayamos sido hechos o formados por vía de crecimiento insensible, no sabemos crear nada por esta vía.
Este caracol que tengo y hago girar entre mis dedos, y que me ofrece un desarrollo combinado de los temas simples de la hélice y la espiral, me sume, por otra parte, en un asombro y una atención que producen lo que pueden: observaciones y precisiones exteriores, preguntas ingenuas, comparaciones “poéticas”, imprudentes “teorías” en estado naciente… Y siento que mi espíritu vagamente presiente todo el tesoro infuso de las respuestas que se esboza en mí ante una cosa que me detiene y me interroga…
Me ejercito primero en describirme esa cosa. Ella me sugiere el movimiento que hacemos cuando fabricamos en un cucurucho de papel. Engendramos así un cono en el cual un borde del papel marca una rampa que sube hacia la punta donde termina después de algunas vueltas. Pero el cucurucho mineral está constituido por un tubo y no por una hoja simple. Con un tubo cerrado en uno de sus extremos y supuestamente flexible, puedo no solo reproducir bastante bien lo esencial de las formas de un caracol, sino también figurar muchos otros, algunos de los cuales estarían inscritos en un cono, como el que examino, mientras los demás, obtenidos reduciendo el paso de la hélice cónica, terminarán por adujarse y disponerse como el resorte de un reloj.
Así la idea de tubo por una parte, la de torsión por otra, bastan para una especie de primera aproximación a la forma considerada.
Pero esta simplicidad lo es tan solo de principio. Si visito toda una galería de caracoles, observo una maravillosa variedad. El cono se alarga o se achata, se estrecha o se dilata; las espirales se acusan o se funden; la superficie se eriza de saliencias o puntas, a veces muy largas, irradiantes; se hinchan en ocasiones, se infla en bulbos sucesivos seperados por estrangulamientos o gargantas cóncavas sobre las cuales los trazos de las curvas se aproximan. Grabados en la materia dura, surcos, arrugas o estrías se persiguen y se subrayan, mientras alienadas sobre las generatrices, las saliencias, las espinas, las prominencias se despliegan, se corresponden de vuelta en vuelta, dividiendo las rampas con intervalos regulares. La alternancia de esos “adornos” ilustra, más que interrumpe, la continuidad de la versión general de la forma. Enriquece, sin alterarlo, el motivo fundamental de la hélice espiriforme.
Sin alterarla, sin cesar de obedecerse y de confirmarse en su ley única, esta idea de progresión periódica explota toda su fecundidad abstracta y expone toda su capacidad de seducción sensible. Requiere la mirada y la arrastra a no sé qué ordenado vértigo. Un geómetra sin duda, leería fácilmente ese sistema de líneas y de superficies “torpes” y lo resumiría en pocos signos, con una relación de algunas magnitudes, pues el propio de la inteligencia es terminar con el infinito y exterminar la repetición. Pero el lenguaje ordinario se presta mal a describir las formas, y desespero de expresar la gracia remolinante de estas. Por lo demás el geómetra se turba a su vez cuando el tubo, al final, se dilata bruscamente, se desgarra, se recoge y desborda en labios desiguales, a menudo ribeteados, ondulados o estriados, que se separan como hechos de carne, descubriendo en el repliegue del nácar más suave, la partida, en rampa lisa, de una tuerca que se hurta y gana la sombra.
Hélice, espirales, desarrollos de conexión angulares en el espacio, el observador que los mira y se esfuerza por traducirlos a sus modos de expresión y de comprensión, no deja de advertir un carácter esencial de las formas de este tipo. Como una mano, como una oreja, un caracol no puede confundirse con un caracol simétrico. Si se dibujan dos espirales una de las cuales sea imagen de la otra en un espejo, ningún desplazamiento de esas curvas mellizas en su plan las llevará a superponerse. Lo mismo ocurre con dos escaleras semejantes pero de sentido inverso. Todos los caracoles cuya forma deriva del enroscamiento de un tubo, manifiestan necesariamente esta disimetría a la cual Pasteur atribuía tan profunda importancia y de la sacó la idea rectora de las investigaciones que lo condujeron del estudio de ciertos cristales al de las fermentaciones y sus agentes vivos.
Pero si cada caracol es disimétrico, cabría esperar que sobre un millar de ejemplares el número de los que desarrollan sus espirales “en el sentido de las agujas de un reloj”, fuera aproximadamente igual al número de los que giran en sentido opuesto. Nada de eso. Así como hay pocos “zurdos” entre los hombres, hay pocos caracoles que, vistos desde la cúspide, muestren una espiral que se aparte de este punto procediendo de derecha a izquierda. Hay ahí otra especie de disimetría estadística bastante notable. Decir que esta desigualdad en las preferencias es accidental, no es sino repetir que existe…
El geómetra a quien invocaba ya hace un instante ha podido, pues, hacer tres observaciones fáciles en su examen de los caracoles.
Ha notado primero que podía describir su figura general con ayuda de nociones muy simples sacadas de su arsenal de definiciones y de operaciones. Ha visto luego que se producían cambios bastante bruscos y como imprevistos en la marcha de las formas examinadas; que las curvas y las superficies que le servían para representar la construcción de sus formas, se interrumpían o degeneraban de improviso; que mientras el cono, la hélice, la espiral, siguen al “infinito”, sin ninguna perturbación, el caracol de pronto se cansa de seguirlos. ¿Pero por qué no una vuelta más?
Comprueba por fin que las estadísticas de los diestros y los zurdos acusa una fuerte preferencia por los primeros.
Habiendo hecho de algún caracol esta especie de descripción exterior y tan general como es posible, un espíritu que tuviera tiempo y dejara producir u oír lo que le piden sus impresiones inmediatas, podría plantearse una pregunta de las más ingenuas, de las que nacen de nosotros antes de acordarnos de que no somos nuevos y que sabemos ya algo. Es preciso primero excusarse y recordar que nuestro saber consiste en gran parte en “creer que sabemos” y en creer que otros saben.
Nos negamos a cada instante a escuchar al ingenuo que llevamos dentro. Reprimimos el niño que queda en nosotros y que siempre quiere ver por primera vez. Si pregunta, desairamos su curiosidad motejándola de pueril porque es ilimitada, con el pretexto de que hemos ido a la escuela, donde hemos ido a la escuela, donde hemos aprendido que existe una ciencia de toda cosa, que podríamos consultarla; pero que sería perder el tiempo pensar por nosotros mismos y solos en un objeto que nos detiene de improviso y nos solicita una respuesta. Demasiado sabemos, quizá, que existe un capital inmenso de hechos y de teorías; y que se encuentran, hojeando las enciclopedias, centenares de nombres y de palabras que representan esta riqueza virtual; y estamos demasiado seguros de que siempre hallaríamos a alguien, en algún lugar, en condiciones de ilustrarnos, si no de deslumbrarnos, sobre cualquier tema que sea. Por eso retiramos rápidamente la atención de la mayoría de las cosas que comenzaban a excitarla, pensando en los sabios que debieron de ahondar o disipar el incidente que acaba de despertarnos la inteligencia. Pero esta prudencia es a veces pereza; y por lo demás nada prueba que todo sea verdaderamente examinado y bajo todos los aspectos.
Planteo, pues, mi pregunta con toda ingenuidad. Imagino fácilmente que no sé de los caracoles sino lo que veo cuando recojo alguno; y nada sobre su origen, sobre su función, sobre sus relaciones con lo que no observo en el momento mismo. Me autoriza a ello aquél que hizo, un día, tabla rasa.
Miro por primera vez esta cosa encontrada; observo lo que he dicho con respecto a su forma, me perturba. Entonces me pregunto: ¿Quién ha hecho esto?
¿Quién ha hecho esto?, me dice el instante ingenuo.
El primer movimiento de mi mente ha sido pensar en el Hacer.
La idea de Hacer es la primera y la más humana. “Explicar” nunca es sino describir una manera de Hacer; no es sino rehacer por el pensamiento. El Por qué y el Cómo, que sólo son expresiones de lo que exige esta idea, se insertan a cada instante, exigen satisfacción a toda costa. La metafísica y la ciencia no hacen sino desarrollar sin límites esta exigencia. Ésta puede llevarnos a fingir ignorar lo que se sabe, cuando lo que se sabe no se reduce claramente a algún saber hacer… Eso es retomar el conocimiento en su fuente.
Voy a introducir aquí, pues, el artificio de una duda; y contemplando ese caracol en cuya figura creo discernir una cierta “construcción” y algo como la obra de cierta mano que no opera “al azar”, me pregunto: ¿Quién lo ha hecho?
Pero pronto mi pregunta se transforma. Avanza un poco más en el camino de mi ingenuidad, y he aquí que me tomo la molestia de buscar en qué reconocemos si un objeto dado está o no hecho por un hombre.
Quizá se encuentre bastante ridícula la pretensión de dudar de si una rueda, un vaso, una tela, una mesa, son debidas a la industria de alguien, puesto que sabemos que lo son. Pero me digo que no lo sabemos por el solo examen de estas cosas. ¿No provenidos, por qué rasgos, por qué signos podríamos saberlo? ¿Qué es lo que nos denuncia la operación humana, y qué es lo que tan pronto la recusa? ¿No ocurre a veces que una chispa de silex hace vacilar a la prehistoria entre el hombre y el azar?
El problema, después de todo, no es ni más vano ni más ingenuo que el de discutir quién ha hecho una bella obra de música o de poesía; y si nos nació de la Musa, o nos vino de la Fortuna, o si fué el fruto de una larga faena. Decir que alguien la ha compuesto, que se llamaba o Mozart o Virgilio, no es decir gran cosa; eso no viene en el espíritu, pues lo que crea en nosotros no tiene nombre; no es sino eliminar de nuestro asunto a todos los hombres menos uno, en cuyo misterio íntimo el enigma intacto se encierra…
Miro por el contrario el objeto solo: nada más concertado y que se dirija con más encanto a nuestro sentimiento de las figuras en el espacio y a nuestro instinto de modelar con las fuerzas de nuestros dedos lo que nos deleitaría palpar, que esa joya mineral que acaricio y cuyo origen y destino quiero que me sean por algún tiempo desconocidos.
Así como se dice: un “Soneto”, una “Oda”, una “Sonata”, o una “Fuga”, para designar formas bien definidas, así se dice: una “Concha”, un “Casco”, un “Peñasco”, una “Oreja”, una “Porcelana”, que son nombres de caracoles; y unas y otras palabras hacen pensar en una acción que apunta a la gracia y que termina afortunadamente.
¿Qué puede impedirme, pues, concluir en alguien que, para alguien, ha hecho esta concha curiosamente concebida, torneada, ornada, que me atormenta?
He recogido ésta de la arena. Se me ofrecía por no ser una cosa informe sino una cosa cuyas partes todas y cuyos aspectos me mostraban una dependencia, y como un encadenamiento notable entre sí, un acuerdo tal que yo podía, después de una sola mirada, concebir y prever la sucesión de esas apariencias. Esas partes, esos aspectos están unidos por otro vínculo que la cohesión y la solidez de la materia. Si comparo esta cosa con un guijarro, encuentro que es muy reconocible y que lo es muy poco. Si rompo uno y otro, los fragmentos del caracol no son caracoles; pero los fragmentos del guijarro son otros tantos guijarros, como él mismo lo era, sin duda, de algún otro más grande. Pero además, ciertos fragmentos del caracol me sugieren la forma de los que yuxtaponían; encaminan, en cierta manera, mi imaginación e inician un desarrollo progresivo; piden un todo…
Todas estas observaciones concurren a hacerme pensar que la fabricación de un caracol es posible; y que no se distinguiría de la de los objetos que sé producir con el trabajo de mis manos cuando persigo con sus actos, en alguna materia apropiada, un plan que llevo entero en el espíritu, cumpliéndolo, punto por punto, posteriormente. La unidad, la integridad de la forma de un caracol me imponen la idea rectora de la ejecución; idea preexistente, bien separada de la obra misma y que se conserva, vela y domina mientras se ejecuta por otra parte, mediante mis fuerzas sucesivamente aplicadas. Me divido para crear.
Alguien, pues, ha hecho este objeto. ¿Pero con qué? ¿Y por qué?
Pero si intento ahora ponerme a la tarea, modelar o cincelar un objeto análogo, me veo primero obligado a buscar alguna manera conveniente de modelarlo o perfilarlo; y sucede que no sé qué elegir. Puedo pensar en el bronce, en la arcilla, en la piedra: el resultado final de mi operaciòn será, en cuanto a la forma, independiente de la sustancia elegida. Sólo requiero de esta sustancia condiciones “suficientes” pero no estrictamente “necesarias”. Según la materia empleada, mis actos, sin duda, serán diferentes; pero al fin obtendrán de ella, por diferentes que sean y cualquiera que ésta sea, la misma figura deseada; tengo varios caminos para ir, por la materia, de mi idea a su efigie.
Por lo demás, no sé imaginar o definir una materia con tal precisión que pueda, en general, verme enteramente determinado en mi elección por la consideración de la forma.
Aún más: así como puedo vacilar sobre la materia, puedo vacilar sobre la materia, puedo también vacilar sobre las dimensiones que daré a mi obra. No veo dependencia que se imponga entre la forma y el tamaño; no concibo una forma que pueda concebir más grande o más pequeña, como si la idea de cierta figura exigiera de mi espíritu no sé qué potencia de figuras semejantes.
He podido, pues, separar la forma de la materia, y una y otra de la magnitud; y me ha bastado pensar más de cerca en mi acción proyectada para ver cómo se descompone. La menor reflexión, el menor examen sobre cómo me las ingeniaría para modelar un caracol, me enseña de inmediato que debería intervenir diversamente, de varias maneras diferentes y como a varios títulos, pues no sé disponer a la vez, en mi operación, la multiplicidad de modificaciones que deben concurrir a formar el objeto que quiero. Los reúno como por una intervención extraña; y aun mediante un juicio exterior a mi aplicación sabré que mi obra está “concluida”, y que el objeto está “hecho” puesto que este objeto no es en sí sino un estado, entre otros, de una serie de transformaciones que podría proseguir más allá del objetivo, indefinidamente.
En verdad, yo no hago este objeto; lo que hago es sustituir ciertos atributos por otros, y cierta diversidad de poderes y de propiedades que no puedo considerar y utilizar sino uno a uno, por cierta conexión que me interesa.
Siento en fin que si he podido proponerme realizar tal forma, es que hubiera podido proponerme crear otras distintas. Esta es una condición absoluta: si no se puede hacer más que una cosa y de una sola manera, se hace como por sí misma; y en consecuencia esta acción no es verdaderamente humana (pues el pensamiento no es necesario para ella), y no lo comprendemos. Lo que así hacemos nos hace a nosotros mismos más de lo que nosotros lo hacemos. ¿Qué somos sino un equilibrio instantáneo de una multitud de acciones ocultas, y que no son específicamente humanas? Nuestra vida está tejida por esos actos locales donde la elección no interviene y que se hacen incomprensiblemente por sí mismos. El hombre camina, respira, recuerda; pero en todo esto no se distingue de los animales. No sabe ni cómo se mueve ni cómo recuerda; y no tiene ninguna necesidad de saberlo para hacerlo, ni de comenzar por saberlo antes de hacerlo. Pero ya se construya una casa o un barco, ya se forje un utensilio o un arma, es preciso entonces que un propósito actúe primero sobre él mismo y lo convierta en un instrumento especializado; es preciso que una “idea” coordine lo que quiere, lo que puede, lo que sabe, lo que ve, lo que toca y ataca, y lo organice expresamente para una acción particular y exclusiva a partir de un estado en el cual se hallaba disponible y libre de toda intención. Solicitado a actuar, esta libertad disminuye, renuncia; y el hombre se compromete por un tiempo a una coacción al precio del cual puede imprimir a alguna “realidad” el sello del deseo figurado que tiene en el espíritu.
En resumen, toda producción positivamente humana y reservada al hombre, se opera por gestos sucesivos, bien separados, limitados, enumerables. Pero ciertos animales, constructores de colmenas o de nidos, se nos parecen bastante hasta aquí. La obra propia del hombre se distingue cuando esos actos diferentes e independientes exigen su presencia pensante expresa, para producir y ordenar al fin su diversidad. El hombre alimenta en sí la duración del modelo y del querer. Demasiado sabemos que esta presencia es precaria y costosa, que esta duración es rápidamente decreciente, que nuestra atención se descompone bastante rápido y que lo que excita, reúne, corrige y reanima los esfuerzos de nuestras distintas funciones, es de una naturaleza completamente diferente; por eso nuestros propósitos reflexivos y nuestras construcciones o fabricaciones voluntarias parecen muy extraños a nuestra actividad orgánica profunda.
Puedo, pues, hacer un caracol muy semejante a éste, tal como el examen inmediato me lo propone; y no puedo hacerlo sino mediante una acción compuesta y sostenida, como acabo de describirla. Puedo elegir la materia y el momento; puedo tomarme mi tiempo, interrumpir la obra y volver a ella; nada me apremia, pues mi vida no está interesada en el resultado; la acomete de una manera revocable y como lateral; y si puede gastarse en un objeto tan alejado de sus exigencias, es que puede no hacerlo. Ella es indispensable a mi trabajo; éste no lo es a mi vida.
En suma, dentro de los límites que he dicho, he comprendido este objeto. Me lo he explicado por un sistema de actos míos, y así he agotado mi problema; toda tentativa de seguir adelante lo modificaría esencialmente y me llevaría a deslizarme de la explicación del caracol a la explicación de mí mismo.
En consecuencia, puedo hasta ahora seguir considerando que este caracol es una obra del hombre.
Sin embargo, me falta un elemento de las obras humanas. No veo la utilidad de esta cosa; no me hace pensar en ninguna necesidad que satisfaga. Me ha dejado perplejo; divierte mis ojos y mis dedos; me demoro mirándola como escucharía un aire musical; la consagro inconscientemente al olvido, pues negamos distraídamente el futuro a lo que no nos sirve de nada… Y no hallo más que una respuesta a la pregunta que me acude al espíritu: ¿Por qué fue hecho este objeto? ¿Pero para qué sirve, me digo, lo que producen los artistas? Lo que ellos hacen es de una especie singular: nada lo exige, nada vital lo prescribe. Esto no procede de una necesidad que lo determinaría, por lo demás, enteramente, y aún menos cabe atribuirlo al “azar”.
He querido hasta aquí ignorar la verdadera generación de los caracoles; y he razonado o desvariado, intentando mantenerme lo más cerca posible de esta ignorancia ficticia.
Esto era imitar al filósofo y esforzarse por saber tan poco sobre el origen bien conocido de una cosa bien definida, como sabemos sobre el origen del “mundo” y sobre el nacimiento de la “vida”.
¿La filosofía no consiste, después de todo, en fingir ignorar lo que se sabe y saber lo que se ignora? Duda de la existencia, pero habla seriamente del “Universo”...
Si me he detenido bastante en el acto del hombre que se aplicara a hacer un caracol, es porque a mi entender nunca debe perderse una oportunidad de comparar con alguna precisión nuestro modo de fabricar con trabajo lo que se llama Naturaleza. Naturaleza, es decir: La que produce, o La productora. A ella damos a producir todo lo que no sabemos hacer y que sin embargo nos parece hecho. No obstante, hay ciertos casos particulares en que podemos competir con ella, y alcanzar por nuestros propios caminos lo que ella obtiene a su manera. Sabemos hacer volar o navegar cuerpos pesados y construir algunas moléculas “orgánicas”...
Todo el resto, todo lo que no podemos asignar ni al hombre pensante ni a esa Potencia generadora, lo ofrecemos al “azar”, lo cual es una excelente invención de palabra. Es muy cómodo disponer de un nombre que permite expresar que una cosa notable (por sí misma o por sus efectos inmediatos) es producida como otra que no lo es. Pero decir que una cosa es notable, es introducir un hombre, una persona que sea particularmente sensible a ella, y ésta es la que brinda todo lo notable del asunto. ¿Qué me importa, si no tengo billete de lotería, que tal o cual número salga de la urna? No estoy “sensibilizado” para este acaecimiento. No hay azar para mí en el sorteo, no hay contraste entre el modo uniforme de extracción de esos números y la desigualdad de las consecuencias. Quítese, pues, el hombre y su espera; todo llega indistintamente, caracol o guijarro; pero el azar no hace nada en el mundo, salvo hacerse notar…
Ahora es tiempo de que cese de fingir y vuelva a la certidumbre, es decir, a la superficie de experiencia común.
Un caracol emana de un molusco. Emanar me parece el único término bastante próximo a la verdad, puesto que significa propiamente: rezumar. Una gruta emana sus estalactitas; un molusco emana su concha. Sobre el procedimiento elemental de esta emanación los hombres de ciencia nos repiten cantidad de cosas que han visto en el microscopio. Añaden muchas otras cosas que no creo que hayan visto: unas son inconcebibles, aunque se pueda muy bien discurrir sobre ellas; otras exigirían una observación de algunos cientos de millones de años, pues no se necesita menos para cambiar lo que se quiere en lo que se quiere. Otras piden aquí y allá algún accidente muy favorable…
Esto es, según la ciencia, lo que reclama el molusco para retorcer tan sabiamente el objeto encantador que me retiene.
Se dice que, desde el germen, ese molusco, su formador, ha sufrido una extraña restricción de desarrollo: toda una mitad de su organismo se ha atrofiado. En la mayoría la parte derecha (y en el resto, la izquierda) ha sido sacrificada; en tanto que la masa visceral izquierda (y en el resto la derecha) se ha plegado en el semicírculo, y luego torcido; y el sistema nervioso, cuya primera intención era formarse en dos filetes paralelos, se cruza curiosamente e invierte sus ganglios centrales. En el exterior, la concha se exuda y se solidifica…
Se ha elaborado más de una hipótesis acerca de lo que incita a tales moluscos (y no a otros que se les parece mucho) a desarrollar esta extraña predilección por un lado de su organismo; y ―como es inevitable en materia de suposiciones― lo que se supone es deducido de lo que se necesita suponer: la pregunta es humana; la respuesta demasiado humana. Ahí está todo el resorte de nuestro famoso Principio de Causalidad. Nos conduce a imaginar, es decir, a sustituir nuestras lagunas por nuestras combinaciones. Pero los más grandes y más preciosos descubrimientos son en general inesperados; las más de las veces arruinan, en cambio de confirmar, las creaciones de nuestras preferencias; son hechos todavía inhumanos que ninguna imaginación hubiera podido prever.
En cuanto a mí, admito fácilmente que ignoro lo que ignoro, y que todo saber verdadero se reduce a ver y poder. Si la hipótesis es seductora o si la teoría es bella, gozo de ellas sin pensar en lo verdadero…
Descuidadas pues nuestras invenciones intelectuales, a veces ingenuas y con frecuencia completamente verbales, nos vemos obligados a reconocer que nuestro conocimiento de las cosas de la vida es insignificante comparado con el que tenemos del mundo inorgánico. Es decir que nuestros poderes sobre éste son incomparables con los que poseemos sobre el otro, pues no veo otra medida del conocimiento que el poder real que confiere. No sé sino lo que sé hacer. Es por lo demás extraño y digno de alguna atención que, a despecho de tantos trabajos y medios de una maravilla sutileza, tengamos hasta ahora tan poco dominio sobre esta naturaleza viviente que es la nuestra. Mirando esto un poco más de cerca, se encontraría sin duda que nuestro espíritu es desafiado por todo lo que nace, se reproduce y muere en el planeta, porque se encuentra rigurosamente limitado, en su representación de las cosas, por la conciencia que tiene de sus medios de acción exterior, y del modo con que esta acción proceda de él, sin que le sea necesario conocer su mecanismo.
El tipo de esta acción es, a mi entender, el único modelo que poseemos para resolver un fenómeno en operaciones imaginarias y voluntarias que nos permiten por fin o reproducir a nuestro gusto o prever, con una buena aproximación, algún resultado. Todo lo que se aleja demasiado de este tipo se rehúsa a nuestro intelecto (lo cual se ve bien en la física muy reciente). Si intentamos forzar la barrera, las contradicciones, las ilusiones del lenguaje, las falsificaciones sentimentales se multiplican de inmediato; y ocurre que esas producciones místicas ocupan y aun encantan largo tiempo a los espíritus.
El pequeño problema del caracol basta para ilustrar bastante bien todo esto y para iluminar nuestros límites. Puesto que el hombre no es el autor de este objeto y el azar no es responsable de él, es preciso inventar algo que hemos llamado Naturaleza viviente. No podemos definirla sino por la diferencia de su trabajo con el nuestro; y por eso he debido precisar un poco éste. He dicho que comenzábamos nuestras obras a partir de diversas libertades: libertad de materia, materia más o menos extensa, libertad de figura, libertad de duración, todas cosas que parecen vedadas al molusco, ser que sólo sabe su lección, con la cual su existencia misma se confunde. Su obra sin arrepentimientos, sin reservas, sin retoques por fantasiosa que nos parezca (al punto que tomamos de ella algunos motivos de nuestros ornamentos), es una fantasía que se repite indefinidamente; no concebimos siquiera que entre los gasterópodos, algunos originales, tomen a la izquierda cuando los otros toman a la derecha. Comprendemos todavía menos a qué responden esas complicaciones bicornes en algunos; o esas espinas, esas manchas de color a las cuales atribuimos vagamente alguna utilidad que se nos escapa, sin pensar que nuestra idea de lo útil no tiene, fuera del hombre y de su pequeña esfera intelectual, ningún sentido. Esas extravagancias aumentan nuestra confusión, pues una máquina no comete tales extravíos; un espíritu los hubiera buscado con alguna intención; el azar hubiera igualado las posibilidades. Ni máquina, ni intención, ni azar… Todos nuestros medios son suplantados. Máquina y azar, son los dos métodos de nuestra física; en cuanto a la intención, no puede intervenir sin que el hombre mismo esté en juego, explícitamente o de una menor disimulada.
Pero la fabricación del caracol es cosa vivida y no hecha; nada más opuesto a nuestro acto articulado, precedido de un fin y operando como causa.
Intentemos, no obstante, representarnos esta formación misteriosa. Hojeemos obras sabias sin pretender ahondarlas y sin privarnos en lo más mínimo de las ventajas de la ignorancia y de los caprichos del error.
Observo en primer término que la “naturaleza viviente” no sabe modelar directamente los cuerpos sólidos. En este estado, ni la piedra ni el metal le sirven de nada. Ya se trate de realizar una pieza resistente, de figura invariable, un apoyo, una palanca, una biela, una armadura; ya produzca un tronco de árbol, un fémur, un diente o un colmillo, un cráneo o un caracol, su rodeo es idéntico: usa del estado líquido o fluido con el que toda sustancia viviente está constituida, y separa lentamente los elementos sólidos de su construcción. Todo lo que vive o ha vivido resulta de las propiedades y modificaciones de algunos licores. Por lo demás, todo sólido actual ha pasado por la fase líquida, fusión o solución. Pero la “naturaleza viviente” no se acomoda a las altas temperaturas que nos permiten trabajar “cuerpos puros” y dar al vidrio, al bronce, al hierro en estado líquido o plástico, las formas que deseamos y que el enfriamiento fijará. La vida, para modelar los órganos sólidos, no puede disponer sino de soluciones, de suspensiones o de emulsiones.
He leído que nuestro animal toma de su medio un alimento donde existen sales de calcio, que ese calcio absorbido es tratado por su hígado, y de allí pasa a su sangre. La materia prima de la parte mineral del caracol ha sido adquirida: va a alimentar la actividad de un órgano singular especializado en el oficio de segregar y poner en su sitio los elementos del sólido por construir.
Este órgano, masa muscular que encierra las vísceras del animal y que se prolonga en el pie sobre el cual se posa y con el cual se desplaza, se llama manto y cumple una doble función. El margen de ese manto emite por su epitelio el revestimiento externo de la concha que recubre una capa de primas calcáreos muy curiosa y sabiamente dispuestos.
Así se constituye el exterior del caracol. Pero por otra parte, aumenta de espesor y este aumento comporta una materia, una estructura e instrumentos muy diferentes. Al abrigo de la defensa sólida que construye el borde del manto, el resto de este admirable órgano elabora las delicadezas de la pared interna, el suave revestimiento de la morada del animal. Para los sueños de una vida a menudo interior, nada es demasiado suave ni demasiado precioso: capas sucesivas de mucus van a tapizar con láminas tan finas como una pompa de jabón, la cavidad profunda y torcida donde se retrae y concentra el solitario. Pero él ignorará siempre toda la belleza de su obra y de su retiro. Después de su muerte, la sustancia exquisita que ha formado depositando alternativamente sobre la pared el producto orgánico de sus células de mucus y la calcita de sus células de nácar, verá el día, separará la luz en sus longitudes de ondas, y nos encantará los ojos con la tierna riqueza de sus playas irisadas.
He aquí, aprendemos, cómo se constituye el habitáculo y el móvil refugio de este extraño animal vestido con un músculo al que reviste de una concha. Pero confieso que mi curiosidad no está satisfecha. El análisis microscópico es una cosa bellísima; sin embargo, mientras examino células, mientras trabo conocimiento con blastómeros y cromosomas, pierdo a mi molusco de vista. Y si me intereso en ese detalle con la esperanza de que me aclare al fin la formación del orden del conjunto, experimento cierta decepción… Pero quizá se encuentra aquí una dificultad esencial, quiero decir, que reside en la naturaleza de nuestros sentidos y de nuestro espíritu.
Observemos que para representarnos esa formación, tendríamos que apartar ante todo un primer obstáculo, y ello será renunciar de inmediato a la conformidad profunda de nuestra representación. No podemos, en efecto, imaginar una progresión lo bastante lenta para conducir al resultado sensible de una modificación insensible, nosotros que no percibimos siquiera nuestro propio crecimiento. No podemos imaginar el proceso viviente sino comunicándole un ritmo que nos pertenece y que es enteramente independiente de lo que ocurre en el ser observado…
Mas al contrario, es bastante probable que en el progreso del crecimiento del molusco y de su concha, según el tema ineluctable de la hélice espiralada, se combinen indistintamente e invisiblemente todos los constituyentes que la forma no menos ineluctable del acto humano nos ha enseñado a considerar y a definir distintamente: las fuerzas, el tiempo, la materia, las conexiones y los diferentes “órdenes de magnitud” entre los cuales nuestros sentidos nos obligan a distinguir. La vida pasa y vuelve a pasar de la molécula a la micela, y de ésta a las masas sensibles, sin reparar en los compartimentos de nuestras ciencias, es decir, de nuestros medios de acción.
La vida, sin ningún esfuerzo, se forja una relatividad muy suficientemente “generalizada”.
No se separa su geometría de su física y confía a cada especie los necesarios axiomas e “invariantes” más o menos “diferentes” para mantener un acuerdo satisfactorio, en cada individuo, entre lo que es y lo que tiene…
Está claro que el personaje bastante secreto, entregado a la asimetría y a la torsión, que se forma una concha, ha renunciado hace largo tiempo a los ídolos postulatorios de Euclides. Euclides creía que una vara conserva su longitud en toda circunstancia; que era posible lanzarla hasta la luna o hacerle describir un molinete sin que el alejamiento, el movimiento o cambio de orientación alterasen su tranquila conciencia de unidad de medida irreprochable. Euclides trabajaba sobre un papiro donde podía trazar figuras que le parecían parecidas; y no veía al otro obstáculo, crecimiento de esos triángulos, que la extensión de su hoja. Estaba muy lejos ―a veinte siglos luz― de imaginar que llegaría el día en que un tal señor Einstein amaestraría un pulpo para que capturase y devorase toda geometría; y no sólo ésta, sino el tiempo, la materia y la pesantez, y muchas otras cosas más, insospechadas por los griegos, que, trituradas y digeridas juntas, hacen las delicias del todopoderoso Molusco de Referencia. Basta a ese monstruoso Cefalópodo contar sus tentáculos y en cada uno sus ventosas succionadoras para sentirse “amo de sí como del Universo”.
Pero muchos millones de años antes de Euclides y del ilustre Einstein, nuestro héroe no es sino un simple gasterópodo, y que no tiene tentáculos, ha debido resolver, también, algunos problemas bastante arduos. Tiene su concha que hacer y su existencia que sostener. Son dos actividades muy diferentes. Spinoza hacía anteojos. Más de un poeta fue excelente burócrata. Y es posible que una independencia suficiente se observe entre estos oficios ejercidos por el mismo. Después de todo, ¿qué es el el mismo? Pero se trata de un molusco y no sabemos nada de su íntima unidad.
¿Qué comprobamos? El trabajo interior de construcción es misteriosamente ordenado. Las células secretoras del manto y de su margen hacen su obra compasada: las vueltas de espira progresan; el sólido se edifica; el nácar se deposita en él. Pero el microscopio no muestra aquello que armoniza los diversos puntos y los diversos momentos de este avance periférico simultáneo. La disposición de las curvas que, surcos o cintas de color, siguen la forma, y la de las líneas que los cortan, hacen pensar en “geodésicas”, y sugieren la existencia de no sé qué “campo de fuerzas” que no sabemos descubrir, y cuya acción imprimiría al crecimiento del caracol la irresistible torsión y el progreso rítmico que observamos en el producto. Nada, en la conciencia de nuestros actos, nos permite imaginar eso que modula tan graciosamente las superficies, elemento por elemento, fila por fila, sin medios exteriores y extraños a la cosa modelada, eso que empalma milagrosamente esas curvas, las ajusta y concluye la obra con una audacia, una soltura, una decisión cuya felicidad sólo de lejos conocen las creaciones más flexibles del alfarero o del fundidor de bronce. Nuestros artistas no sacan de su substancia la materia de sus obras, y la forma que persiguen les viene de una aplicación particular del espíritu, separable del todo de su ser. Quizá lo que llamamos la perfección del arte (y que no todos buscan, y más de uno desdeña), no es sino el sentimiento de desear o hallar, en una obra humana, esa certeza en la ejecución, esa necesidad de origen interior y ese enlace indisoluble y recíproco de la figura con la materia que el menor caracol me hace ver.
Pero nuestro molusco no se limita a destilar acompasadamente su maravillosa cubierta. Es preciso alimentar con energía y mineral siempre renovados el manto que construye lo que dura, tomar de los recursos exteriores lo que en el futuro será quizá una parcela de los cimientos de un continente. Es preciso, pues, que abandone a veces su secreta y sutil emanación, y que se deslice y arriesgue por el espacio extraño, llevando, como una tiara o un turbante prodigioso, su morada, su antro, su fortaleza, su obra maestra. Helo de inmediato comprometido en un sistema completamente distinto de circunstancias. Aquí estamos tentados de suponerle un genio de primer orden, pues según que se cierre consigo mismo y se consagre, en una laboriosa ausencia concentrada, a la coordinación del trabajo de su manto, o bien se aventure por el vasto mundo y lo explore, los ojos palpando, los palpos interrogando, el pie fundamental soportando, balanceando sobre su ancha suela viscosa, el asilo y los destinos del viajero majestuoso, dos grupos de comprobaciones muy diferentes se le imponen. ¿Cómo unir en un solo cuadro de principios y de leyes, las dos conciencias, las dos formas de espacios, los dos tiempos, las dos geometrías y las dos mecánicas que esos dos modos de existencia y de experiencia le hacen a su vez concebir? Cuando es interior puede tomar su arco de espiral por su “línea recta”, con tanta naturalidad como nosotros tomamos por nuestra un pequeño arco de meridiano o algún “rayo luminoso“, de cuya trayectoria ignoramos que es relativa. Y quizá mide su “tiempo” particular por la sensación de eliminar y de poner en su sitio un pequeño prisma de calcita. Pero sabe Dios, partiendo de su casa y emprendiendo su vida exterior, ¡qué hipótesis y qué convenciones “cómodas” son las suyas!... La movilidad de los palpos, el tacto, la vista y el movimiento asociados a la elasticidad exquisita de los tallos infinitamente sensibles que los orientan, la retractilidad total del cuerpo, al cual va anexar toda la parte sólida, la estricta obligación de no saltar nada y de seguir rigurosamente su camino, todo esto exige ciertamente de un molusco bien dotado, cuando se retira y atornilla en su estuche de nácar, meditaciones profundas y abstracciones de conciliación muy hondas. No puede prescindir de lo que Laplace pomposamente llamaba “los recursos del análisis más sublime” para ajustar la experiencia de su vida mundana a la de su vida privada y descubrir por profundos razonamientos “la unidad de la Naturaleza”, bajo las dos especies tan diferentes que su organización le obliga a conocer y a sufrir sucesivamente.
Pero nosotros mismos, ¿no nos hemos ocupado ya del “mundo de los cuerpos”, ya del de los espíritus”? Y toda nuestra filosofía, ¿no va eternamente en busca de la fórmula que absorbería su diferencia y que compondría dos diversidades, dos “tiempos”, dos modos de transformación, dos géneros de “fuerzas”, dos tablas de permanencias, que se muestran hasta ahora tanto más distintas, aunque tanto más intrincadas, cuanto mayor sea el cuidado con que se las observa?
En un orden de hechos más inmediato, y sin la menor metafísica, ¿no comprobamos que vivimos familiarmente en medio de las variedades incomparables de nuestros sentidos; que nos acomodamos por ejemplo, en un mundo de la vista y un mundo del oído, los cuales no se asemejan en nada, y nos ofrecerían, si lo pensáramos, la impresión continua de una perfecta incoherencia? Decimos que está borrada y como fundida por el uso y la costumbre, y que todo concuerda en una sola “realidad”... Pero no es decir gran cosa.
Voy a tirar mi hallazgo como se tira un cigarrillo consumido. Este caracol me ha servido, excitando sucesivamente lo que soy, lo que sé, lo que ignoro… Así como Hamlet recogiendo un cráneo de la tierra fértil, y acercándolo a su cara viviente, se mira atrozmente en cierta manera, así como cae en una meditación sin salida que un círculo de estupor limita por todas partes, así, bajo la mirada humana, ese pequeño cuerpo calcáreo hueco y espiral concita a su alrededor numerosos pensamientos, ninguno de los cuales concluye… [FIN]