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En este número publicamos dos textos de Hernando Téllez que son de difícil consecución y vital importancia para la literatura colombiana. El primero, “Literatura y testimonio”, fue publicado en 1954 en el periódico El Tiempo y es considerado por varios estudiosos como el texto en que Téllez se refiere por primera vez a la Literatura de la época de la Violencia, con lo cual se inaugura, de cierta manera, la recepción crítica de esta literatura asociada con el magnicidio de Gaitán y el Bogotazo, tragedia nacional que cumple 70 años. El segundo texto, “Literatura y violencia”, publicado en El Tiempo en 1959, aporta al mismo problema, pero a manera de polémica contra un texto de Gabriel García Márquez llamado “Dos o tres cosas sobre ‘La novela de la Violencia’”, texto a la inmediata distancia de su buscador web de preferencia, dada la popularidad del Nobel.

Así pues, aparte de su importancia para la historia de la literatura, publicamos estos textos con la idea de que la exhibición de polémicas de un pasado tan cercano que aún nos golpea, promueva la polémica del presente, curiosamente escasa en época de la masificación, diversificación y democratización de los medios de interacción.


Literatura y violencia:


“Es Explicable que los Colombianos Estemos Deseosos de que Alguien Escriba, por Fin, la

Gran Novela de la Violencia”.

Por Hernando Téllez

(para LECTURAS DOMINICALES)

De acuerdo con lo anotado recientemente por Gabriel García Márquez en un excelente

artículo, es probablemente una patriótica tontería pedir a los escritores colombianos que

escriban novelas sobre el tema de la violencia. Como lo sería también la exigencia de que

las escribieran sobre la paz política o el amor material. O sobre cualquiera otro tema de

interés público o de interés privado. Toda petición en esta materia resulta cándida y pueril.

Y, en realidad, no la hacen sino los países literariamente subdesarrollados. ¿Cuándo

aparecerá nuestro Shakespeare o nuestro Balzac o, más modestamente, nuestra Francoise

Sagan? Este es el tipo de pregunta que una sociedad literariamente pobre se hace

frecuentemente por medio de sus heraldos.

Los escritores no tienen nada qué responder ni nada qué explicar al respecto, porque ni

ellos ni nadie lo saben. La aparición de un gran novelista, de un gran dramaturgo o de un

gran poeta, es imprevisible como la historia. Una sociedad puede durar siglos enteros sín

que en ella se produzca la presencia de un genio del arte, o de la ciencia, o de la filosofía,

Ni su progreso, ni su decadencia, condicionan forzosamente la eclosión de una primavera

artística, ni determinan la imposibilidad de que ella brote. En un pueblo de pastores de

cabras y de guerreros puede surgir una literatura incorruptible. En una sociedad burguesa,

no industrializada todavía, puede nacer, con esplendor inusitado, el género novelístico. En

una sociedad industrializada y colectivizada, puede morir. Nada es seguro, previsible,

automático, rigurosamente causal en el fenómeno del arte.

La más simple, lo más fácil y también lo más cándido, es suponer que en Colombia, con

ocasión y motivo de la violencia política, y del drama personal y colectivo que compartan

la crueldad y la estupidez de una dictadura, la literatura tomara para sí esa atroz experiencia

y de ella se sirviera para crear obras de arte. Es una suposición lógica, e ingenua, a la vez.

Lógica, porque el razonamiento común condiciona en una relación instantánea de causa a


efecto, el motivo y los resultados, el tema y su elaboración. Ingenua, en cuanto que la obra

de arte no es siempre el producto inevitable e inmediato de una cierta clase de hechos.

Mejor dicho, puede serlo y puede no serlo. En esa zona de ambigüedad en que siempre se

sitúa la creación artística, la demanda social que pide una interpretación artística de un

fenómeno cualquiera, resulta, pues, improcedente.

Es explicable, sí, que los colombianos estemos deseosos de que alguien, por fin, escríba

la gran novela sobre la violencia. Es un deseo intachable. Pero no es de ninguna manera

reprobable que esa novela no aparezca, puesto que su creación no nos está garantizada por

ninguna fatalidad hístórica que determinara de modo cierto y preciso que entre los escasos

buenos resultados de una gran tragedia estuviera siempre el de la aparición de un gran

artista. Eso ha ocurrido a veces. Pero también ha dejado de ocurrir innumerables veces.

García Márquez cree que una de las causas que han impedido la creación de la novela de

la violencia radica en el hecho de que quienes fueron testigos de ella, o partícipes de ella, y

sobre ella escribieron, no eran escritores profesionales y, por lo tanto, sus testimonios,

literariamente considerados, no son síno eso, simples testimonios, simple materia prima,

todavía en bruto y sin elaborar. Tiene razón básicamente, y, en síntesis, su punto de vista

recoge la totalidad del problema, pero sin explicarlo. La literatura es, como afirmaria el más

simple de los mortales, literatura. Es decir, un arte. El hecho bruto no constituye un valor

estético. La impericia que García Márquez anota para las novelas de la violencia hasta

ahora publicadas en Colombia, significa que el escritor de ellas no existe, o no ha hecho su

aparición. Y que, por consiguiente, ninguna experiencia histórica sirve para asegurar nada

en cuanto a los resultados que en el arte pueda tener esa misma experiencia.

Todo depende, al fin de cuentas, de la existencia del escritor, capaz de crear la obra,

dentro de un determinado contexto histórico por él mismo vivido. Desde luego, el contexto

histórico es también una noción relativa. El comentario de Polibio sobre la segunda guerra

púnica se convierte en obra de arte, literariamente válida, en la “Salambó” de Flaubert. La

interpretación, la reviviscencia de ese contexto, a muchos siglos de distancia, fue una tarea

del genio del escritor. Y si Cartago no era como lo volvió a crear Flaubert, “tanto peor para

Cartago”, según dijo Leconte de Lisle, expresando de esta manera la validez artística del


universo creado por el novelista, evidentemente contemporáneo de la Francia burguesa y no

del mundo bárbaro y espléndido de los mercenarios comendados por Almílcar.

Los colombianos podemos esperar tranquilamente que algún día aparezca la gran novela

sobre la violencia. No hay prisa. Y, sobre todo, no hay ningún procedimiento para lograr

que ese hecho se produzca ahora mismo o más tarde. Ninguna tarea de convicción, ninguna

campaña de estímulos, ninguna cruzada en favor del arte, produce al artista. El artista, el

escritor, es una probabilidad insegura, incierta, irreductible a la profecía, al cálculo de

seguridades, a la ley de las previsiones sobre el desarrollo social. Es un sér increíble y, sín

embargo, verdadero. Una realidad y una ausencia.

El texto, transcrito sin actualización ortográfica, fue publicado en el periódico El

Tiempo el 15 de noviembre de 1959.


falta literatura y testimonio https://drive.google.com/file/d/1YdR1eZI_hiuZUy8-_5Mn3HFfmddZ7rvz/view

 
 
 

Diana María Barrios González


la [literatura] en sí no es tan irreal y subjetiva

como se piensa, y la historia en sí tampoco es tan fáctica

y objetiva como se desearía; una y otra contienen elementos

imaginados y verdaderos en mayor o menor grado y dimensión

cuando operan en conjunción como genero único y autónomo

al margen de los dos géneros canónicamente establecidos

desde la poética aristotélica

Augusto Escobar, 2003

La violencia de mediados del siglo XX en Colombia si bien constituía ya una

problemática agresiva, lo fue mucho más después de la muerte de Jorge Eliecer Gaitán y

de los hechos conocidos como el Bogotazo. En ese momento, varias revistas culturales

del país participaron en la discusión acerca de la existencia de una literatura nacional

que tenía como baluarte el tema de la violencia y que se conoció y se conoce en la

actualidad como Literatura de La Violencia. Entre los autores que hicieron parte de

estas disertaciones se cuentan Gonzalo Arango, Álvaro Cepeda Samudio, Álvaro Mutis,

los directores de la revista Mito (Hernando Valencia Goelkel y Jorge Gaitán Durán) y

quienes dieron una de las discusiones más interesantes al respecto: Hernando Téllez y

Gabriel García Márquez.

Ejemplo de ello es el texto publicado por García Márquez en la revista La calle

de Bogotá, en el número 103 de 1959, titulado “Dos o tres cosas sobre ‘la novela de la

Violencia’, donde sustenta la idea de que en Colombia no se ha hecho aún la novela

insignia de la literatura de la época de La Violencia y pinta un panorama poco positivo

sobre el asunto. Además, considera que un autor solo puede realizar su creación literaria

a partir de las experiencias vividas. Al respecto dice: “Acaso sea más valioso contar

honestamente lo que uno se cree capaz de contar por haberlo vivido, que contar con la

misma honestidad lo que nuestra posición política nos indica que debe ser contado,

aunque tengamos que inventarlo” (p. 12). García Márquez sostiene que la literatura ha

comenzado a ser vista como un arma poderosa que no debe permanecer neutral en la

contienda política y que, en consecuencia, esto ha llevado a que los escritores lleguen a

considerar el testimonio como obra de arte literaria. Así mismo, hace varias

consideraciones acerca del por qué no se ha escrito una obra de la época de La

Violencia con calidad literaria. Las razones que expone García Márquez son las

siguientes: una se fundamenta en la falta de experiencia de los autores que escribieron

las obras; la otra, en que quienes se creyeron escritores dejaron que su retórica

sucumbiera; y, la última, en que se acomodaron testimonios a fórmulas políticas.

García Márquez pone los ejemplos de Ernest Hemingway y Albert Camus para

mostrar cómo ellos no se alejaron de la realidad, pero tampoco la plasmaron de manera

mecánica, sino que construyeron verdaderas obras de arte sabiendo hasta qué punto el

contexto en el que realizaron su obra les servía como soporte documental sin abusar de

él. Si bien son acertados los apuntes de García Márquez sobre lo que debe ser tanto una


obra literaria, como específicamente una de la literatura de La Violencia, no lo es el que

considere desierto el panorama colombiano con respecto a ella, pues en Hernando

Téllez y otros autores de principios de la década del 50 se pueden encontrar ejemplos de

que era posible ficcionalizar la realidad sin convertirla en testimonio.

Casi un mes después de que García Márquez publicara su texto, Hernando Téllez

le responde con un comentario titulado “Literatura y violencia”, que aparece el 15 de

noviembre de 1959 en Lecturas Dominicales de El Tiempo. Téllez, pese al escritor de

Cien años de soledad, ubica el horizonte de la literatura de La Violencia a futuro y dice

que la historia de la literatura colombiana todavía puede esperar a que aparezca esa gran

obra de la Violencia que aún no ha sido escrita. Sin embargo, cinco años antes, en 1954,

ya Hernando Téllez había puesto sobre el tintero el problema de una literatura de La

Violencia en un texto publicado en el Suplemento Literario de El Tiempo. A pesar de

que se trataba de un momento anterior en la historia de la literatura nacional, Téllez se

aventuró a proponer tres novelas que consideraba hasta ese entonces como una muestra

importante de lo que podía ser la literatura de La Violencia, asunto relevante si se tiene

en cuenta que la tradición literaria colombiana ha estado amenazada por unas precarias

bases de cultura y educación. Dichas novelas son las siguientes: El Gran Burundú-

Burundá ha muerto (1952) de Jorge Zalamea Borda, El cristo de espaldas (1952) de

Eduardo Caballero Calderón y El día del odio (1953) de José Antonio Osorio Lizarazo.

En el mismo texto, Téllez habla sobre la gran crítica que se le hace a la literatura

de La Violencia por su baja calidad literaria, asociándola al hecho de que no se

establece una diferencia entre testimonio y literatura como obra de arte. A diferencia de

García Márquez, Téllez expresa lo siguiente con respecto a la literatura colombiana:

“esa literatura trata de salir de su crisis tradicional, tropezando con todas las

dificultades, los errores y las equivocaciones correspondientes a un periodo de esta

naturaleza” (1979, p. 459). De esta manera el autor entiende que hay un proceso

literario y unas dificultades propias del mismo que no lo hacen acreedor a la

satanización literaria.

En este comentario de Téllez se puede vislumbrar su opinión razonada, la cual lo

convertirá en una de las voces principales de Mito. Así lo reconoce Darío Mesa en la

sección de “Correspondencia” del No. 4 de dicha revista, cuando propone que ningún

otro texto recoge de manera tan fiel el pensamiento intelectual de la época como “En el

reino de lo Absoluto”, publicado por Téllez. Mesa destaca la figura de este autor

bogotano, pues considera que es una mente inconforme que habla con franqueza de

esfuerzos políticos y fracasos sociales.

El compromiso intelectual de las revistas del momento en relación con el

problema de la violencia política se hace evidente en una serie de ensayos y encuestas

propuestas por las respectivas editoriales, en donde se indaga principalmente por el

concepto de violencia, por la función o responsabilidad del intelectual y por la

importancia del arte y la literatura como elementos civilizadores de la sociedad. El

compromiso de los intelectuales no debe entenderse como la obligación de contar la

realidad tal cual ha sido, sino la de llevar a cabo la lucha que implica decir lo que se

piensa de acuerdo a lo que han entendido como verdad; de ahí que la idea de literatura

de la época de La Violencia, como lo plantea Augusto Escobar (1997), no es aquella

que va adherida a la realidad histórica y que la refleja mecánicamente, sino aquella que

“reelabora la violencia friccionándola, reinventándola, generando otras muchas formas

de expresarla” (p. 115).


Dos cuentos de La Violencia: de Hernando Téllez y de Gabriel García Márquez

Hay que volver a la figura de Hernando Téllez como un modelo del intelectual

comprometido con la realidad atroz del país. En sus textos narrativos no se encuentra la

necesidad de contar hechos reales a modo de denuncia, sino la de retomar la violencia

como fenómeno “complejo y diverso”. Ejemplo de ello es el cuento “Espuma y nada

más” (1950), que puede considerarse como un microcosmos donde impera la tensión,

transmitiendo el carácter de la violencia sin necesidad de derramar una sola gota de

sangre en la actuación de sus personajes. Esta obra narra la historia de un barbero

revolucionario que es visitado por el Capitán Torres, quien ha cometido crímenes

imperdonables contra el pueblo, y al que aquel tiene la posibilidad de asesinar. El

personaje entra en un conflicto interno en que están presentes su condición de barbero y

su idea de no querer convertirse en un asesino. Este texto responde a lo que Augusto

Escobar (2000) llama el “Ritmo interno del texto”, donde la anécdota carece de

importancia. El cuento referido tiene un homólogo en el cuento de García Márquez

titulado “Un día de estos”, publicado en 1962 en el libro Los funerales de la Mamá

Grande. Allí la tensión se deja ver matizada con una situación que, incluso, puede

resultar cómica, presentada por un narrador omnisciente que concede la voz a los

personajes: un dentista que no quiere atender al alcalde del pueblo, quien está adolorido

por una muela. Finalmente, el alcalde fuerza la situación hasta que el dentista accede a

sacarle el diente, pero sin anestesia, como una forma de venganza por los muertos que

su gobierno le ha dejado al pueblo. Acá la situación se desarrolla mediante el diálogo y

acciones concretas, mientras que en el relato de Téllez el narrador en primera persona,

el barbero, se concentra más en el pensamiento que en la acción, componiendo un

monólogo sobre temas políticos, personales, psicológicos y, principalmente, éticos.

Podemos decir que ambos escritores no renuncian a la ficción para dedicarse a la

escritura de corte crítico, sino más bien que toman conciencia del problema, el cual no

estriba únicamente en la denuncia ni mucho menos en la indiferencia, actitud que

prevalece en algunos intelectuales de la época.

Aunque los dos cuentos tienen diferencias sustanciales entre sí, también tienen

rasgos importantes en común que los convierten en dos piezas indispensables para

entender el fenómeno literario de La Violencia. Una de esas características es la

construcción de una atmósfera universal, es decir, las obras no hacen énfasis en un lugar

específico, ni en un momento concreto, de tal manera que los sucesos narrados no se

encuentran anclados a un contexto explícito. En ambos textos no hay descripción de

muertes violentas ni se derrama sangre ajena, rasgo de la literatura de la época de La

Violencia que consiste en el manejo estético de la violencia misma y la poca

importancia que reciben los hechos o las acciones de violencia de los personajes. Una

última característica que ambos cuentos comparten es la mención sutil de los partidos

políticos: quizás en el que más queda clara la filiación política de los personajes es en

“Espuma y nada más”, pese a que no es esa la idea que prima ya que su personaje

principal, el barbero, no tiene como prioridad ser un “revolucionario”, si bien ello le

ocasiona un dilema ético y el desarrollo del cuento permite entender que él elije dejar

por fuera de sus intereses la venganza política y social.

Ambos cuentos están inspirados en las disputas partidistas entre liberales y

conservadores. En el caso de la narración de Téllez se evidencia como un acierto la

elección de un narrador protagonista en primera persona, porque ello le permite disertar


acerca de la situación con la propiedad de quien hace una reflexión interna, facilitando

que los lectores tengamos la posibilidad de recibir sus pensamientos de manera directa,

sin pasar por el filtro de un narrador omnisciente o de un testigo que interprete una

situación ajena para contarla. Este narrador en primera persona tiene momentos en los

que revela con mayor fuerza su aflicción y su conflicto interno, concluyendo que no

llevará a cuestas el peso de la muerte de otro ser humano.

La literatura de la época de La Violencia permitió mirar la realidad del país con

otros ojos, sin la pretensión de una literatura anclada en la realidad, donde la creación

estética y los componentes innovadores para la creación de una literatura propia

cobraron un sentido más profundo y más consciente. En este proceso varios autores

jugaron un papel fundamental, pero quizás los más importantes fueron Téllez y García

Márquez, el primero por su innovación y su escritura pionera en este fenómeno y el

segundo por la maestría y perfección en las obras suyas que hacen parte de este

momento literario. Ahora que se han cumplido 70 años del evento que desencadenó e

hizo más evidente la crisis nacional de La Violencia, se hace necesario revisitar la

historia que fue recreada a través del arte y la literatura para comprender su impacto

intelectual y el papel preponderante de estas en los momentos en que el hombre se

figura más monstruo que ser humano.

Bibliografía

1. Escobar Mesa, A. (1997). Ensayos y aproximaciones a la otra literatura colombiana.

Bogotá. Fundación Universidad Central.

2. -----. (2000). Literatura y violencia en la línea de fuego. En: Literatura y cultura:

Narrativa colombiana del siglo XX: Diseminación, cambios, desplazamientos. Bogotá:

Ministerio de Cultura, pp. 321-338.

3. -----. (2003, julio-diciembre). Ficción e historia: reflexión teórica. En: Poligramas, (20),

pp. 27-43.

4. García Márquez, G. (1959). Dos o tres cosas sobre “la novela de la Violencia”. En: La

calle, vol. II (103), pp. 12-13.

5. -----. (1962). Los Funerales de la Mamá Grande. Bogotá: Editorial Norma.

6. Revista Mito (Bogotá: 1955-1962).

7. Téllez, H. (1959, noviembre). Literatura y violencia. En: Lecturas Dominicales, p. 1.

8. -----. (1954, junio 27). Literatura y testimonio. En: Lecturas Dominicales, p. 1.

9. -----. (1979). Textos no recogidos en libro. Bogotá: Colcultura.

10. -----. (1950). Espuma y nada más. En: Cenizas para el viento y otras historias. Bogotá:

Litografía de Colombia, pp. 18-30.

 
 
 

Rodrigo Zuleta

La lectura que hace Borges del Quijote suele moverse en contextos diferentes a los habitualmente frecuentados por los cervantistas. Borges no se enfrenta al Quijote como a la máxima cumbre de una literatura nacional, sino que trata de abordar el libro como un clásico más de la literatura universal. O, mejor, ni siquiera como un clásico sino como uno de los muchos con los que llegó a hacer amistad en la legendaria biblioteca de su padre que él solía describir como llena de libros ingleses. Desde ese horizonte, la lectura de Borges llega por momentos a apreciaciones que pueden parecerle irreverentes al típico admirador de Cervantes. Tal es el caso cuando Borges pone en boca de su personaje, Pierre Menard, la idea de que el Quijote es un libro prescindible o la declaración de que descubrió el Quijote en una traducción inglesa. Sin embargo, independientemente del hecho de que no hay que atribuirle a Borges todas las opiniones de Pierre Menard, esa perspectiva no implica una subvaloración del libro. Lo que intenta Borges es rescatar la obra de los brazos de ciertos admiradores para poder volverlo a leer con la frescura y desinhibición propias de quien descubre una obra y la aborda sin supersticiones académicas.

Así, por ejemplo, como se ve en el poema “España”, el culto al Quijote por ciertas personas obsesionadas con el refranero español es algo que le parece repugnante a Borges, quien prefiere ver en la novela, en lugar de una colección de refranes, “una amistad y una alegría”:

más allá de la aberración del gramático que ve en la historia del hidalgo que soñaba ser don Quijote y al fin lo fue, no una amistad y una alegría sino un herbario de arcaísmos y un refranero.

Borges admiraba a Cervantes y admiraba al Quijote, y volvió constantemente sobre la obra a lo largo de su carrera de escritor, pero –al menos en algún momento de su vida– llegó a considerar el así llamado cervantismo como “una de las equivocaciones de España” y a calificar a los cervantistas de personas que simulan que el Quijote “es una especie de secreto español negado a las naciones de la tierra pero accesible a un grupo de aldeanos”[1], aunque, con el tiempo, Borges moderó esos ataques contra el cervantismo. Uno de los primeros ataques contra lo que ve como una de las equivocaciones de España, está expresado en un ensayo –“Nota sobre el Quijote”– que no recogió en sus Obras completas (1975) autorizadas para la editorial Emecé, y otro aparece en un texto llamado “Sobre los clásicos”, que, sin embargo, es muy diferente del incluido posteriormente en Otras inquisiciones, con el mismo título, en el que no hay una sola alusión a Cervantes (Cfr. Sergio Pastormerlo, Borges crítico, 2007). Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi sostienen que Borges tuvo la intención de publicar un libro con sus textos sobre el Quijote pero nunca llegó a hacerlo. Ellas intentaron algo similar con una compilación –hay que decir que faltan en ella algunos textos–, aprovechando el IV centenario de la novela de Cervantes.[2] Es posible suponer que si Borges nunca publicó el libro es porque repensaba su relación con el Quijote permanentemente y no se puede descartar que haya contemplado rehacer muchos ensayos o escribir nuevos.

En todo caso, es claro que parte de la ocupación de Borges con el Quijote está en un distanciamiento permanente de las interpretaciones habituales. Así, por ejemplo, en el artículo “La conducta novelística de Cervantes” (1928), que abre la compilación de Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi, Borges empieza por rechazar dos lecturas tradicionales que él califica de reduccionistas o, para decirlo con sus propias palabras, de “achicadoras de lo leído” (p. 17). La primera de ellas reduce al Quijote a una parodia de los libros de caballería. La segunda se limita a ver en la novela la alegoría de la repartición del alma en dos mitades: una que sería lo realista y lo pragmático, representada por  Sancho, y otra que sería el idealismo generoso representado por don Quijote. Para Borges, ni la alegoría ni la parodia tienen por sí mismas valor literario. La alegoría, según dice, es una seudohumanización de voces abstractas mientras que la parodia parte de la negación de otra cosa que le hace sombra y que necesita para vivir. “El Quijote –escribe Borges– no es ninguna de esas ausencias: es la venerable y satisfactoria presentación de una gran persona, pormenorizada a través de doscientos trances, para que lo conozcamos mejor” (p. 18). Tampoco, según Borges, sirve de mucho acercarse al Quijote obsesionados por su contexto histórico y eso le lleva incluso a hacer una alusión a Américo Castro y a “su libro encaminado a demostrar que Cervantes vivió de veras en el siglo dieciséis y en su atmósfera” (loc. cit.). A Borges le interesa ante todo el Quijote como fábula, o como colección de fábulas, y no ve la obra en el contexto del llamado Siglo de Oro de la literatura española, sino en el de la totalidad de la tradición literaria y filosófica de occidente. Frente a quienes tratan de ver en Cervantes a un estilista, Borges responde negándole toda condición de tal y añade que ve en su falta de estilo casi un mérito, pues es algo que, a diferencia de lo que ocurre con Góngora, le permite a su obra sobrevivir a las malas traducciones.

En “Pierre Menard, autor del Quijote” –el primero de los textos incluidos en las Obras completas en que Borges se ocupa de la obra de Cervantes–, esa actitud es llevada al extremo de considerar el libro no solo en el marco de la tradición anterior a la fecha de su publicación, sino también a la luz de los aportes posteriores a esa tradición que lo transforman y lo enriquecen. Esto implica una invitación a una lectura transversal de la obra en la que se buscan puntos de contacto, invitación que vale no solo para el Quijote sino, como tal vez hubiera dicho Borges, para cualquier obra que merezca ser releída y, naturalmente, ante todo para los propios textos borgianos. Pierre Menard –como es bien sabido– concibe la idea de producir una obra que sea, palabra por palabra, igual a la obra de Cervantes. Menard no pretende transcribir la obra ni tampoco escribirla siendo Miguel de Cervantes. Lo que quiere es llegar a la obra desde su propia experiencia de hombre de letras contemporáneo de los simbolistas y de tanto lector apasionado de Nietzsche. La idea implica un desafío a buscar analogías posibles entre el tiempo de Cervantes y el tiempo de Menard, a explorar en qué medida dos autores tan distantes en el tiempo pudieron tener preocupaciones semejantes, o dispares, que terminasen llevándolos a producir el mismo texto.

En el cuento, que finge ser una necrología de Pierre Menard, Borges hace una lista de lo que él llama la obra visible del escritor muerto –la obra invisible son los capítulos que alcanzó a escribir del Quijote–, en la que se pueden ver los diversos intereses de Menard que pueden servir de punto de partida para esa búsqueda. Dentro de esa bibliografía, naturalmente apócrifa, Rafael Gutiérrez Girardot ha identificado un dato interesante referente a un mismo soneto, que Borges atribuye a Menard, publicado en la revista Le conque en dos ocasiones y con ligeras variaciones. “La revista existió realmente –señala Gutiérrez Girardot– y quien compruebe los datos que da Borges comprobará que los sonetos aparecieron en las fechas indicadas con algunas variaciones, pero que el autor no es, naturalmente, Pierre Menard sino Stephan Mallarmé” (p. 98). La comprobación de ese dato lleva a Gutiérrez a ver en Menard una parodia de Mallarmé, y en su intento inconcluso de volver a escribir el Quijote, una parodia del proyecto de Mallarmé, también inacabado, de escribir un libro total y absoluto que, al igual que la Divina Comedia, describiera el mundo.[3]

Los otros datos de la bibliografía apócrifa de Menard son sorprendentemente subvalorados por Gutiérrez, quien se limita a decir que se trata de obras que reflejan una serie de intereses dispares –que van desde el ajedrez hasta la métrica francesa– que sirven para caracterizar a un personaje que vive en el límite de la excentricidad. Juan José Saer, en su ensayo “Borges francófobo”,  hace una variación de la tesis de Gutiérrez y ve en Menard “una caricatura, o una reducción al absurdo, de Paul Valéry”, y en el cuento una especie de ajuste de cuentas con la literatura francesa y con los francófilos argentinos. Sin embargo, ver a Menard solo como caricatura o parodia implica pasar por alto una serie de elementos del cuento y reducir el campo de sus interpretaciones posibles. Sergio Pastormerlo, comentando la interpretación de Saer, critica el que este no se preocupe por buscar una explicación del hecho de que la lista de obras “visibles” de Menard sea tan borgeana. Ese mismo reparo se le puede hacer a Gutiérrez Girardot. Además, al resaltar el carácter evidentemente paródico del cuento –cabe recordar, así sea de paso, que el Quijote también es en buena parte una parodia–, se puede caer en el riesgo de no distinguir entre la voz evidentemente caricaturesca del narrador y el personaje de Menard que se esconde detrás de ella y al que Borges parece tratar no sin ironía, pero tampoco sin condescendencia, porque entiende que la búsqueda del apócrifo francés tiene que ver íntimamente con la búsqueda de todo hombre de letras.

Es claro que la interpretación que se intenta aquí corre el riesgo de tomarse demasiado en serio a Pierre Menard y es claro que el cuento es también una broma. Pero el intento pretende contrarrestar otras interpretaciones, como las de Saer o Gutiérrez Girardot, que tienden a sugerir que el cuento es solo una broma.

Otros críticos, a diferencia de Gutiérrez Girardot o de Saer, han visto en la bibliografía de Pierre Menard un reflejo de las inquietudes propias de Borges. Por ejemplo, Adalberto Bolaño Sandoval ha subrayado que una monografía de Menard dedicada a la posibilidad de construir un vocabulario referido a “objetos creados por una convención y esencialmente destinados a las necesidades poéticas”, está en relación con el lenguaje que se usa en mundo ficticio de  “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. También, volviendo a la idea del proyecto del libro absoluto de Mallarmé, se puede ir más allá y pensar en algunos textos de Borges, como el poema “La luna”, en que se da cuenta de un fracaso en una pretensión similar, o en “El Aleph”, donde el personaje central, Carlos Argentino Danieri, cuyo solo nombre anuncia ya una versión criolla, contemporánea y paródica de Dante, trata de expresar en un libro una visión que tuvo y en la que presuntamente le fue revelada la totalidad del universo. El propósito de Mallarmé y Danieri, al igual que el de Menard, era imposible de llevar a cabo, al menos desde la perspectiva que subyace a la narración de Borges, puesto que –a diferencia de lo que ocurría con Dante que contaba para su propósito con la visión cerrada del mundo que le ofrecía el pensamiento medieval– para un hombre de finales del siglo XIX y de comienzos del XX el universo se había convertido en algo inabarcable.

El intento por abarcarlo en su totalidad lleva, de manera irremediable, a territorios en los que la lógica se revienta contra sí misma, al igual que don Quijote se reventaba repetidamente contra sus propias ensoñaciones. En ese sentido, es perfectamente coherente con la visión anterior el que Pierre Menard, además de tener inquietudes previsibles en un escritor cercano al simbolismo, tenga preocupaciones relacionadas con la lógica. Esto último se ve en varias de las obras que le atribuye Borges, entre ellas una monografía dedicada a historiar las soluciones dadas a través de los siglos a la paradoja de Aquiles y la tortuga. La referencia a ese texto apócrifo sirve para iluminar otros trabajos en los que Borges pone apartes del Quijote en el contexto de problemas lógicos. Naturalmente, también serviría para iluminar el camino que hubiera podido recorrer Pierre Menard para llegar a escribir determinados pasajes del Quijote.

La paradoja de Aquiles y la tortuga, según dice Borges en el prólogo de El oro de los tigres, estuvo en el comienzo de sus preocupaciones filosóficas desde que su padre se la explicó con ayuda del tablero de ajedrez, lo que podría apuntar a otros dos datos de la bibliografía de Menard: una “traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y arte del juego del axedrez de Ruy López de Segura y un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el juego eliminando uno de los peones de torre” (p. 445). Además, en dos ensayos titulados “La infinita carrera de Aquiles y la tortuga” y “Los avatares de Aquiles y la tortuga”, Borges expone la paradoja y, al igual que Pierre Menard, algunas de las soluciones que se le han dado. En cierta medida, esos dos ensayos pueden considerarse, al menos para efectos de este trabajo, como resúmenes del libro apócrifo de Menard sobre la paradoja, por lo que merece la pena analizar con cierto detalle por lo menos el primero de ellos.

Borges empieza por declarar la paradoja como algo inmortal que se ha mantenido vivo e indiferente durante 23 siglos a “decisivas refutaciones” (p. 244), y luego pasa a hacer una sencilla y clara explicación de la misma. “Aquiles –escribe Borges– corre diez veces más ligero que la tortuga y le da diez metros de ventaja.  Aquiles corre diez metros, la tortuga corre uno; Aquiles corre ese metro, la tortuga corre un decímetro... y así infinitamente”. Luego Borges pasa a ocuparse de tres refutaciones de la paradoja empezando por la formulada por John Stuart Mill en su Sistema de lógica, en la que, en opinión de Borges, están implícitas las formuladas antes por Thomas Hobbes y Aristóteles.

Para Stuart Mill, la paradoja de Zenón no es otra cosa que una falacia de confusión o en la que la expresión “para siempre” o “infinitamente” que aparece en la conclusión se refiere a cualquier lapso de tiempo limitado que, sin embargo, puede ser dividido indefinidamente. “Un ilimitado número de subdivisiones puede efectuarse con lo que es limitado –escribe Borges al exponer la refutación de Stuart Mill–. El argumento no prueba otra infinitud que la contenida en cinco minutos”. Borges considera que la argumentación de Stuart Mill, lejos de refutar la paradoja, la ahonda y la hace aún más vertiginosa. Si fijamos la velocidad de Aquiles en 1 metro por segundo –esa velocidad hipotética muestra que Borges no tenía las más mínimas nociones de atletismo, pero eso es otra historia–, entonces podemos establecer la siguiente suma para fijar el tiempo que necesitará Aquiles para alcanzar a la tortuga: 10 + 1 + 1; 10 + 1; 100 + 1; 1.000 + 1; 10.000… etc. El límite de esa suma es doce pero esta cifra no es alcanzada nunca. “Es decir –explica Borges–, el trayecto del héroe será infinito y este correrá para siempre, pero su derrotero se extenuará antes de doce metros y su eternidad no verá la terminación de doce segundos” (p. 245).

La segunda refutación de la que se ocupa Borges es la de Henri Bergson, que parte de la base de que aunque el espacio se puede dividir, no se puede dividir un acto, por lo que cada paso de Aquiles y la tortuga son indivisibles y llegará el momento en que el atleta alcance al animal. Pero a Borges sencillamente no le convence la refutación, pues le parece que hay una petición de principio, y, acto seguido, se ocupa del alegato formulado por Bertrand Russell contra Zenón, que se basa en su idea de las series matemáticas y que, según Borges, es la única refutación que tiene la misma dignidad estética de la paradoja original.

Russell muestra que aunque no podamos enumerar hasta el final todos los elementos de una serie infinita, sí podemos demostrar que a cada uno de los elementos de una serie corresponde otro de una serie paralela. Así, por ejemplo, sabemos que a cada número impar corresponde un número par. Ambas series son infinitas y el ejemplo apunta a que una colección infinita, como la de los números naturales, se puede subdividir a su vez en otras series infinitas. Para Borges, en la argumentación de Russell, la solución al problema de Aquiles y la tortuga cabe dentro de esa constatación. “Cada sitio ocupado por la tortuga –explica Borges– guarda proporción con otro ocupado por Aquiles, y la minuciosa correspondencia, punto por punto, de ambas series simétricas, basta para publicarlas iguales. No queda ningún remanente periódico de la ventaja inicial dada a la tortuga: el punto final en su trayecto, el último en el trayecto de Aquiles y el último en el tiempo de la carrera, son términos que matemáticamente coinciden” (p. 247).

William James, citado por Borges, no parece haberse dado por satisfecho con la solución de Russell y el propio Borges, pese a su visible admiración por el lógico británico, tampoco termina plenamente convencido. La paradoja, para él, es más diáfana y más seductora y es posible pensar que lo mismo le ocurría a Pierre Menard. En todo caso, aunque de buen grado pueda afirmarse que desde el punto de vista estrictamente matemático la paradoja haya sido resuelta –y que las sumas infinitas como la que subyace a la argumentación de Zenón sean moneda corriente desde el siglo XVIII y estén perfectamente domesticadas desde principios del siglo XIX–, el hecho de que a principios del XX no hubiesen cesado aún las refutaciones indica que la paradoja seguía viva y que al menos seguía teniendo una apariencia de aporía lógica y con seguridad sabemos que ha seguido sugiriendo diversas variaciones que la enlazan con nuevas paradojas.

Así, en el segundo de sus ensayos sobre el tema, Borges no se preocupa tanto por las refutaciones de las que ha sido objeto la paradoja, como de argumentos en los que cree ver ecos de la misma y que siempre contienen lo que él denomina un regressus in infinitum. En esas variaciones Borges incluye, entre otras argumentaciones, el famoso argumento del tercer hombre, que Aristóteles emplea para negar la teoría de los arquetipos de Platón o el argumento cosmológico de Santo Tomás para demostrar la existencia de Dios. La variación más interesante, no obstante, es la formulada por  Lewis Carroll. Así como Zenón interpola infinitamente fragmentos cada vez más pequeños entre el punto de partida de Aquiles y la meta, Carroll, en una hipotética discusión sobre geometría a la que se dedican la tortuga y su competidor tras abandonar el atletismo, interpola, también infinitamente, la necesidad de nuevas premisas para que se pueda aceptar la conclusión:

a) Dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí. b) Los dos lados de este triángulo son iguales a MN. z) Los dos lados de este triángulo son iguales entre sí.

La tortuga acepta las premisas a y b, pero niega que justifiquen la conclusión. Logra que Aquiles interpole una proposición hipotética.

c) Si a y b son válidas, z es válida (p. 257).

La tortuga no queda aún satisfecha y obliga a Aquiles a formular la proposición d), según la cual si a, b y c son válidas, entonces z es válida, pero esta a la vez exige otra proposición similar y así sucesivamente hasta el infinito.

Las aporías, o problemas que se le parecieran, fueron una preocupación constante de Bertrand Russell –contemporáneo de Pierre Menard, como lo recuerda Borges en un momento del cuento–, puesto que se atravesaban en su propósito de lograr una fundamentación absolutamente coherente de la lógica y de las matemáticas en la que acaso pueda verse una similitud lejana con el proyecto de Mallarmé de “cifrar el universo en un libro”. El proyecto de Russell había estado precedido por otro de Gottlob Frege, quien quiso fundamentar toda la lógica y la matemática a partir de la teoría de conjuntos de Georg Cantor. Tanto Russell como Frege partían de la convicción de que, como lo escribe Borges, la matemática no era más que una “vasta tautología”. Los matemáticos –como lo escribe Guillermo Martínez en su excelente ensayo “Borges y la matemática”– estuvieron convencidos durante mucho de que en su disciplina “lo verdadero y lo demostrable eran en el fondo equivalentes” (p. 13). El surgimiento de paradojas, sin embargo, hacía pensar en la posibilidad de que Frege y Russell –así como la mayoría de los matemáticos anteriores– se equivocaron en ese respecto. El propio Russell fue el encargado de dinamitar el proyecto de Frege con el planteamiento de una paradoja –más adelante llegaremos a ella–, que es un tema recurrente en la obra de Borges. El proyecto de Russell, a su vez,  fue dinamitado por Kurt Gödel que, en los años 30, con el teorema de incompletitud, desbarató la confusión de que en matemáticas la verdad y la certeza se corresponden y formuló, como lo escribe Martínez, que “la matemática se parece más bien a la criminología” (p. 14) ya que hay afirmaciones que son verdaderas y quedan, sin embargo, fuera de las teorías formales.

En un texto un poco anterior a Pierre Menard, “Dos viejos problemas”, que no apareció incluido en libro sino después de la muerte de Borges, se plantean tres variaciones de otro problema de ese tipo. El problema planteado en ese texto es normalmente conocido por los lógicos como la paradoja de Epiménides el mentiroso. Epiménides, que es cretense, dice que los cretenses mienten. Si Epiménides está diciendo la verdad, eso implica que él, como cretense, miente, por lo que no puede estar diciendo la verdad. Pero si miente, entonces la frase que dice es verdadera, con lo que los cretenses no mienten y la frase entonces no es verdadera y así sucesivamente. Hay otra versión más aguda y contundente de la paradoja en la que Epiménides sencillamente dice “estoy mintiendo”.

Borges, en el artículo mencionado, incluye la versión clásica de la paradoja, pero no con Epiménides como protagonista, sino con Demócrito, quien es abderita y sostiene que los abderitas mienten. Luego, pasa a una variante más complicada y más incisiva de la paradoja, en la que un cocodrilo captura a un niño y, ante las súplicas de su madre, le dice que lo dejará libre si ella acierta a adivinar si lo va a liberar o si lo devorará. La madre dice entonces que el cocodrilo va a devorar a su hijo, con lo que da rienda suelta a los círculos interminables de la aporía lógica. Incluye otra en torno a un aprendiz de brujo que tiene que decir en su examen si será aprobado o reprobado, con el mismo resultado. La tercera variante de la paradoja, y a más tardar aquí está la relación con Pierre Menard, está tomada del capítulo LI del Quijote, que Borges cita:

Un caudaloso río dividía los términos de un mismo señorío (y esté vuesa merced atento, porque el caso es de importancia y algo dificultoso); digo pues que sobre este río estaba una puente, y al cabo della una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, del puente y del señorío, que era en esta forma: si alguno pasara por este puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va, y si jurara verdad, déjenlo pasar, y si dijera mentira, muera por ello ahorcado en esa horca que allí se muestra sin remisión alguna... Sucedió pues, que tomando juramento a un hombre, juró y dijo que para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que allí estaba, y no a otra cosa. Repararon los jueces en el juramento y dijeron: si a este hombre lo dejamos pasar libremente, mintió en su juramento y conforme a la ley debe morir, y si lo ahorcamos, él juró que iba a morir en aquella horca y habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre. Pídese a vuestra merced, señor gobernador, ¿qué harán los jueces de tal hombre, que aún hasta agora están dudosos y suspensos?[4]

Algo curioso, y que Borges no menciona en su artículo, es la forma como Sancho resuelve el problema. Al ver que el hombre tiene “la misma razón para morir que para vivir y pasar el puente”, Sancho opta por recomendar que se le absuelva siguiendo un consejo de don Quijote, que le dijo que “cuando la justicia estuviere en duda”, optase por la misericordia. Se trata de una expresión del principio de in dubio pro reo, el cual implica, antes que nada, admitir que la duda es posible y que hay cuestiones que no son enteramente solucionables.  Aunque el capítulo LI no se encontró en el legado de Pierre Menard, y es imposible saber si lo intentó, si se sigue la curiosa forma de leer el Quijote sugerida por Borges y se recorre el libro entero como si Menard hubiera llegado a escribirlo, hay que ver en el capítulo un eco de las preocupaciones lógicas del autor francés que no eran solo inquietudes individuales sino algo que formaba parte del ambiente espiritual de su tiempo como el simbolismo, las vanguardias literarias o las doctrinas de Nietzsche.

La paradoja de Aquiles y la tortuga es tan vieja como la historia de la cultura occidental, al igual que la paradoja de Epiménides el mentiroso, pero a finales del siglo XIX y a comienzos del siglo XX, ambas, como muchas otras, tuvieron un enorme renacimiento. Hasta el siglo XIX, tanto la lógica como la geometría habían vivido en buena parte a la sombra de la antigüedad clásica y de las obras de Aristóteles y Euclides. En el siglo XIX se empezaron a descubrir otros tipos de geometría distintos al de Euclides, que se llaman no euclidianas. Esos descubrimientos causaron cierta inquietud, pues la postulación de geometrías distintas hacía pensar también a los más imaginativos en mundos distintos a los que tenían que corresponder. También en el siglo XIX se renovó la lógica con las obras de George Boole, a quien Menard dedica una monografía publicada en 1901, y Augusto de Morgan. La teoría de conjuntos, formulada por Georg Cantor hacia 1845, le regaló también a las matemáticas nuevas perplejidades lógicas.

Entre las paradojas derivadas de la teoría de conjuntos, hay una especialmente célebre formulada por Bertrand Russell –con la que dinamitó el proyecto de Frege– que divide los conjuntos en conjuntos comunes y corrientes, que no se contienen a sí mismos, y conjuntos que se autodevoran, es decir, que se contienen a sí mismos. La pregunta que hace saltar la paradoja es a cuál de las dos clases de conjuntos pertenece el conjunto de todos los conjuntos comunes y corrientes. Tanto detrás de la paradoja de Epiménides el mentiroso como detrás de la paradoja planteada por Russell, está el problema de la autorreferencia que Russell, buscando coherencia, trató de eliminar con su invento de la teoría de los tipos que crea una jerarquía entre distintas clases de conjuntos y determina que un conjunto solo puede contener como elementos conjuntos de tipos inferiores. El tema de los conjuntos que se pertenecen a sí mismos, además, abre otro capítulo de vértigo que tiene que ver con las duplicaciones infinitas.

En un ensayo de 1939, Borges alude a un trabajo de Russell en que se cita una obra de Jonah Royce, en la que se postula un mapa perfecto de Inglaterra situado en algún lugar del suelo de Inglaterra. Ese mapa, entonces, debe contener un mapa del mapa que, a su vez, debe contener un mapa del mapa del mapa y así hasta el infinito. Luego Borges hace una extrapolación de esa imagen a un pasaje de Las mil y una noches, en el cual el rey empieza a oír de labios de Scheherezade, entre las muchas historias que le cuenta, su propia historia. En otro ensayo –“Magias parciales del Quijote”–, Borges vuelve a aludir al mapa perfecto de Inglaterra y a ese pasaje de Las mil y una noches en el que se abre el peligro de que Scheherezade tenga que seguir contando de forma infinita la misma historia en forma circular, y menciona una serie de libros que, al igual que este, se contienen a sí mismos, como Hamlet, el Ramayana o el Quijote.

Borges justifica la inclusión del Quijote dentro, por así decirlo, del conjunto de libros que se contienen a sí mismos, aludiendo a la confusión que se da entre el mundo del lector –es decir, el mundo que tomamos como real– y el mundo de la obra, asumido como ficticio. Entre los libros que se encuentran en la biblioteca del Quijote hay una obra de Cervantes, La Galatea, y el Quijote, se supone, es traducción de un manuscrito árabe y encontrado por Cervantes en Toledo, como lo sabe el lector en el capítulo IX, uno de los dos terminados en la versión de Pierre Menard. En la segunda parte de la obra, además, nos encontramos a los personajes del Quijote leyendo la primera parte del libro. Cabe agregar que todo el Quijote gira en torno a la confusión entre ficción y realidad en la medida en que opone la geografía de La Mancha, dentro del contexto del siglo XVII, a la geografía fantástica y atemporal de los libros de caballería. Borges aduce que la inquietud que suscitan todas esas confusiones se debe a que sugieren que nosotros los lectores “podemos ser ficticios” o, en otras palabras, porque ponen en duda la jerarquía entre autor y lectores, como personas reales, y personajes, como personas ficticias, y abren la posibilidad de una inversión de esa dicotomía.

En otro trabajo, un poema titulado “Sueña Alonso Quijano”, Borges tematiza una posibilidad al mostrar a don Quijote que sueña que es Miguel de Cervantes:

Quijano duerme y sueña. Una batalla: Los mares de Lepanto y la metralla (p. 1096).

En el final de ese poema se propone un proceso circular. Si Quijano sueña ser Cervantes, tiene que terminar soñando cómo este inventa a Quijano y cómo, a su vez, Quijano confunde su realidad de hidalgo manchego con la de los mundos de caballería para convertirse en don Quijote. Al mismo tema se le da otro giro en el soneto “Lectores”, en el que se sugiere que las aventuras de don Quijote no fueron soñadas por Cervantes sino por el propio Alonso Quijano que “no salió nunca de su biblioteca”. Otra variante es la de “Parábola de Cervantes y el Quijote”, donde se señala cómo con la obra cervantina La Mancha del siglo XVII, presentada como lo prosaico en el libro, terminó convirtiéndose para nosotros en algo tan poético y maravilloso como el mundo del Amadís de Gaula. Una de las versiones de ese fenómeno es la idealización del paisaje castellano por parte de la Generación del 98, de la que dice Borges que Cervantes no hubiera podido comprender. En todo caso, el tema clave para Borges está en la confusión entre ficción y realidad y ese es además el tema central del Quijote. Un problema relacionado es el de la dificultad para llegar a certezas por temor al engaño de las apariencias externas o de los propios sueños.

La búsqueda de certezas y el temor a tener una visión de la realidad que sea fruto de la ilusión fue algo que estuvo presente en la filosofía tanto en la época de Cervantes como en la época de Pierre Menard. La filosofía de Descartes (1596-1660)[5] representa uno de los máximos extremos de la desesperación de esa búsqueda y empieza por llevar la duda a su expresión más radical para, partiendo de allí, buscar un fundamento sólido para el conocimiento. Descartes postula la posible existencia de un genio maligno que se complace en engañarnos –al igual que los encantadores que convierten a los gigantes en molinos de viento cuando don Quijote arremete contra ellos– para buscar hasta dónde llegarían las posibilidades de ese embaucador hipotético. Borges, por lo demás, tematizó ese momento de la filosofía de Descartes en un poema tardío, “Acaso un dios me engaña”. Descartes al final cree encontrar un fundamento para salir de esa situación de duda –el célebre pienso, luego existo–, pero eso no es lo que le interesa a Borges, quien se concentra en la radicalidad de la duda que abre múltiples posibilidades de ensoñaciones y fantasmagorías. Además, en el tiempo transcurrido entre la época de Cervantes y la de Pierre Menard, la duda ha ido aún más lejos y ha terminado por poner en cuestión al propio sujeto en el que se apoyaba Descartes.

En todo caso, es interesante que entre los trabajos atribuidos por Borges a Menard haya una monografía dedicada a buscar posibles conexiones entre las obras de Descartes, Leibniz y John Wilkins. Wilkins, a quien Borges dedicó un ensayo que más tarde le serviría a Michel Foucault de punto de partida para su libro Las palabras y las cosas (1966), es también un hombre del siglo XVII, aunque de una generación distinta a la de Cervantes y Descartes, y parte de su obra, al menos la que le interesó a Borges y presumiblemente a Pierre Menard, está dedicada a tratar de ordenar el universo clasificando todos los objetos existentes en cuarenta categorías para, a partir de allí, crear un lenguaje con la coherencia propia de la matemática. Ese esfuerzo por ordenar el universo, paralelo al de Descartes que trata de reconstruir nuestra visión del mundo tras socavarla con la duda radical, implica un punto de partida claro: se siente que, como lo constatara Hamlet, el mundo está en desorden. Borges considera el intento clasificatorio de Wilkins como fracasado porque, según dice, “no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural”, y por eso lleva a una serie de paradojas que el escritor argentino se solaza en destacar. La razón de ello, añade Borges, es que “no sabemos qué cosa es el universo”.  

Entre Cervantes y Pierre Menard están los siglos de las revoluciones científicas de la modernidad. Esas revoluciones empezaron con un intento por reconstruir la visión del universo, en los siglos XVII y XVIII, y, al final, en el siglo XIX y a comienzos del XX, terminaron de destruir las viejas certezas derivadas de la religión, con lo que culminaba un proceso que se había inaugurado en la postrimerías de le Edad Media y había sido luego nutrido por el pensamiento renacentista y los conflictos entre las confesiones en los siglos XVI y XVII.

En cuanto a la imposibilidad de abarcar el universo en su totalidad, tanto el siglo XVII –el siglo de Cervantes– como las últimas décadas del siglo XIX, y al menos la primera mitad del siglo XX –el siglo de Menard–, pueden definirse como épocas de crisis del aristotelismo. Los hombres del siglo XVII se encontraron con las ruinas de la visión del mundo ptolomeica y aristotélica –cuya destrucción habían celebrado jubilosamente los siglos anteriores– y con la idea de un tiempo y un espacio infinitos que a Giordano Bruno, una personalidad claramente renacentista, le producía una gran alegría, pero que en hombres posteriores, entre los que Borges toma como ejemplo a Pascal, generaba angustia. Al llegar a una situación así, pueden darse intentos de salidas desesperadas en los que, prescindiendo de la lógica y de la razón, se buscan respuestas globales a todos los problemas y se construyen gigantescos edificios que pretenden reemplazar los viejos sistemas destrozados, o se busca el culto irracional a la acción que genere una ebriedad que haga olvidar el aparente sin sentido del mundo.

Por los años en que el apócrifo Pierre Menard debió concebir la idea de escribir el Quijote, la primera ola de recepción de Nietzsche en Europa estaba en su apogeo. A Menard la obra de Nietzsche al parecer no le fue ajena pues, en un aparte del cuento, Borges plantea la influencia del pensador alemán como una de las posibles razones para que el francés, al volver a escribir el discurso del Quijote sobre las letras y las armas, al final, como lo había hecho Cervantes, tome partido por la segundas. La elección, como lo indica el narrador del cuento, era tal vez obvia en un viejo soldado como Cervantes, pero no tan sobreentendida en un contemporáneo de pacifistas como Bertrand Russell. Entre las razones para explicar esa elección –identificación plena del autor con el personaje o la tendencia de Menard a defender posiciones contrarias a la suya–, el narrador dice que la de la influencia de Nietzsche le parece irrefutable. La idea anacrónica de un Quijote nietzscheano tal vez no sea irrefutable pero sin duda tiene algo de seductora. El Quijote, en su “ansia perpetua de aventura”, como lo describe Borges en “Lectores”, se convierte, gracias a esa idea, en una ilustración del “vivir peligrosamente” pregonado por Nietzsche y recogido con emoción tanto por muchos intelectuales de comienzos de siglo como por buena parte de la juventud europea que se lanzó llena de pasión a los campos de batalla de la I Guerra Mundial.

Pese a que Borges era un hombre al que, como él lo dijo muchas veces, el ejercicio de las armas le parecía honroso y que no abundaba en opiniones propiamente pacifistas, uno de sus textos sobre el Quijote, titulado pudorosamente “Un problema” (p.794), muestra los límites éticos de la idealización de la acción. En ese texto, Borges propone el experimento mental de imaginarse que un erudito encuentra un capítulo perdido del Quijote –un texto inédito de Cide Hamete Benengeli, etc.–, en el que en uno de sus arrebatos Alonso Quijano mata a un hombre. “En este punto cesa el fragmento; el problema es adivinar, o conjeturar, cómo reacciona Don Quijote”, propone Borges. Para resolver el problema, Borges propone cuatro hipótesis: “La primera –dice– es de índole negativa, nada especial ocurre porque en el mundo alucinatorio de don Quijote la muerte no es menos común que la magia y haber matado a un hombre no tiene porque perturbar a quien se bate, o cree batirse, con endriagos y encantadores”. En la segunda conjetura, la tragedia despierta a don Quijote, quien “no logró olvidar que era una proyección de Alonso Quijano”, de “su consentida a locura”. En la tercera hipótesis, don Quijote no puede aceptar que se ha convertido en asesino y se refugia para siempre en la locura. Finalmente, Borges propone una cuarta conjetura que califica de “ajena al orbe español y aún al orbe de occidente”, y es la de que el Quijote se asume a sí mismo, a su espada sangrienta y a todo el universo como algo meramente ilusorio. El problema, aún prescindiendo de las soluciones posibles, ya es revelador porque muestra cómo si se lleva al extremo “la religión del quijotismo”, de la que hablaba con exaltación Unamuno, se puede caer en el crimen y en la barbarie. Más que en el mundo cerrado del personaje del Quijote, que este asegura contra toda duda atribuyendo a trucos de encantadores toda apariencia de contradicción, el valor de la obra está en la invitación a dudar acerca de lo que consideramos absolutamente real, es decir, en la invitación a dudar de los sistemas cerrados, en los que puede terminar también cayendo un quijotismo ingenuo. Las soluciones sugeridas por Borges se funden en una que es la de postular la ilusión, en forma de locura o de lo que sea, como algo paralelo a la realidad. La variante más extrema, sería la de considerar una multitud de realidades posibles, lo que lleva a relativizar en cierta medida las certezas cotidianas. Don Quijote no es admirable tanto porque no dude de lo que cree ver, y esté dispuesto incluso a estrellarse contra los molinos de viento, sino porque nos invita a dudar de lo que nosotros creemos ver.

Al final de “La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga”, Borges propone como solución la aceptación del idealismo, lo que a primera vista puede parecer sorprendente. Sin embargo, si se piensa con detenimiento, el objetivo de la paradoja de Zenón no es solo negar la existencia del movimiento, sino también mostrar cómo los sentidos nos engañan, por lo que, para buscar certezas, hay que recurrir a la especulación pura. En cierto sentido, el camino de Zenón es el seguido por Descartes siglos después al poner en duda el valor del conocimiento sensible y buscar la verdad en lo que él llamaba las ideas “claras y distintas”, que hay que buscar en el entendimiento humano.

[1] del Carril, L. (comp.). (2011). Textos recobrados (1931-1955). Buenos Aires: Editorial Sudamericana, p. 218.[2] del Carril, L.  y Rubio de Zocchi, M. (comp.) (2005). Jorge Luis Borges, Cervantes y el Quijote. Buenos Aires: Emecé.[3] Conferencia compilada en su libro Jorge Luis Borges. El gusto de ser modesto: siete ensayos de crítica literaria. Bogotá: Panamericana, 1998.[4] Zangara, I. (comp.). (1999). Obras, reseñas y traducciones inéditas. Diario Clarín, 1933-1934. Buenos Aires: Editorial Atlántida. [5] El comparatista alemán Hans Ulrich Gumbrecht ha establecido una relación entre el pensamiento de Descartes y el Quijote en un artículo titulado “Ich denke, also bin ich don Quijote”, publicado en la revista Die literarische Welt, 22, 2005.

Referencias: [1] del Carril, L. (comp.). (2011). Textos recobrados (1931-1955). Buenos Aires: Editorial Sudamericana, p. 218. Referencias: [2] del Carril, L. y Rubio de Zocchi, M. (comp.) (2005). Jorge Luis Borges, Cervantes y el Quijote. Buenos Aires: Emecé. Referencias: [3] Conferencia compilada en su libro Jorge Luis Borges. El gusto de ser modesto: siete ensayos de crítica literaria. Bogotá: Panamericana, 1998. Referencias: [4] Zangara, I. (comp.). (1999). Obras, reseñas y traducciones inéditas. Diario Clarín, 1933-1934. Buenos Aires: Editorial Atlántida. Referencias: [5] El comparatista alemán Hans Ulrich Gumbrecht ha establecido una relación entre el pensamiento de Descartes y el Quijote en un artículo titulado “Ich denke, also bin ich don Quijote”, publicado en la revista Die literarische Welt, 22, 2005.

 
 
 

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