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De cómo un filólogo llega a ser traductor

     No se me olvidará la vez en que vi a uno de mis profesores de filología traduciendo un texto de Schlegel sobre Lucinda, una de las grandes novelas románticas. Me preguntó: «¿te suena mejor “beso contra beso” o “beso a beso”?» Conque eso era traducir: estar inseguro de lo que se dice. Pues sí, así lo definiría. La labor de un traductor consiste en cuestionarse cuál es el límite: ¿se puede o no se puede decir? ¿Suena mejor si lo traduzco literalmente o debo darle otro giro más libre? Todo el tiempo dudamos, pero debemos proponer una solución. Si lo piensan detenidamente, es una actividad tortuosa, ya que, a veces, ni siquiera el mismo traductor tiene la certeza de lo que aparece en el original. ¿Podríamos denominarlo una suerte de traición? Tal vez. Pero es una traición necesaria, ya que ni siquiera el traductor se las sabe todas, ni es un diccionario andante, la mayoría de las veces ni siquiera tiene contacto directo con el autor para saber con precisión lo que implica cada palabrita. Es, ante todo, alguien que interpreta unos símbolos, unos significados y unos significantes cargados de dobles sentidos, llenos de juegos de palabras y de desajustes. Traducir es pensar en el qué dirán y en el cómo te leerán. En esta labor tan incómoda siempre saldrá alguien a decir: «Yo tengo una mejor versión». Entonces el trabajo de uno se va al garete, ya que siempre la desconfianza reina y nadie —o pocos— creen en uno.


     Si el lector reflexionara por un momento sobre lo que significa traducir un mero libro, se quedaría consternado. ¿Cuántas horas se habrá pasado el traductor vertiendo La metamorfosis de Kafka al castellano? Es un libro de escasas 80 páginas, dependiendo de la editorial. Si somos optimistas, cada paginita le llevaría una hora; es decir, 80 horas de la vida de un ser humano delante de un texto descifrando cuál es la palabra más conveniente, sorteando los sonidos, las cadencias, el ritmo interno, la prosa y, en fin, todos los elementos que deben considerarse cuando queremos inmortalizar a un autor en una lengua de destino. En otras palabras, siempre será comprometedor. Pero la vida es demasiado corta como para aprender a profundidad alemán, francés, japonés o sánscrito en el caso de que deseáramos leer en el original a nuestros escritores preferidos. Si ya de por sí es complicado leer a un escritor de gran alcance en nuestra lengua materna, imagínense leerlo en su lengua original. Aquí lanzo mi humilde opinión: para leer en una lengua extranjera o, más exactamente, en una lengua que no fue adquirida como materna, siempre se requerirá una traducción. Pese a que llevo más de 12 años aprendiendo alemán, siento que difícilmente llegaré al nivel de un hablante nativo. Esto no significa que sea imposible, sino que siempre surgirán restricciones. Traducir es, a decir verdad, poseer un espíritu investigativo, inquisitivo, desconfiado y osado. Nunca se puede aseverar que lo dominamos. Es un ejercicio que exige siempre autoevaluación, autocrítica.


     ¿Realmente entendemos todo lo que traducimos? No, no siempre entendemos todo, debemos recurrir a blogs, diccionarios, enciclopedias, manuales y a colegas para tener una garantía. Esta es una vocación desbordante, ya que las palabras nos engañan y muestran ser lo que no son. Aparte de esto, el tiempo no juega a nuestro favor. Una página nos puede llevar dos horas o un poco más, dependiendo de si se trata de un texto complejo, especializado, repleto de tecnicismos, o de frases mal formuladas, ambiguas y sin cohesión alguna, pues todas estas dificultades forman parte de los gajes del oficio, a los que nos vemos abocados tarde que temprano. Cerramos el libro, y creemosque captamos el mensaje. Pero al final llegamos a la penosa conclusión de que se nos escapó algo, que tal equivalencia no era la acertada, que podría haber otras posibilidades, otros matices dignos de ser revisados.


     Pienso que en Filología Hispánica deberíamos tener una mayor cercanía con la traducción, ya que es uno de los fenómenos lingüísticos que más han servido y aportado a la humanidad y que siempre trae consigo tantas críticas y debates. Casi todos los libros que hemos leído provienen de otras lenguas. La Biblia, las obras de Shakespeare, los poetas malditos franceses, El Principito, los manuales de yoga, Harry Potter y, en fin, una larga serie de libros y escritos los hemos disfrutado gracias a esa labor ingente de la traducción. Otra persona se tomó el trabajo de entregarnos una obra decodificada, dispuesta para ser consumida en nuestra lengua materna, como si hubiera estado disponible en esta misma desde su génesis.


     Justo ahora estaba buscando el significado de una palabra para un texto que va a servir de introducción en la Staatliche Bauhaus y que ustedes podrán apreciar en este número de la gacetilla Filología: Unbildlichkeit. Ningún diccionario oficial de la lengua alemana la registra. “un-” es una partícula adversativa para componer palabras, es decir, sería lo contrario de “bildlichkeit”, la cual se entiende como “iconicidad”, “imaginería”, “plasticidad”, “graficidad”. Como se habrán dado cuenta, es bastante compleja la elección. ¿Ahora qué diablos significa que sea “un-”? “iniconicidad” o “falta de iconicidad”, “carencia de iconicidad”? Se me han ido por lo menos 20 minutos de la vida buscando qué pueda ser esto. ¿Cómo resolver el problema? Esto es traducir, amigos míos. Sería una especie de goce, es decir, algo que produce placer y a la vez molestia, cansancio, inquietud. Esa es la vida de un traductor común y corriente: dar sentido a las palabras, pensar en el otro, sufrir por el sentido. ¿“¿Qué quieres decir?”, “Dame más contexto”, “Sé más claro”, “Por favor, dame otra pistica… Esas son las plegarias del traductor. ¿Qué tenemos un cuadro psicológico especial? Yo creo que sí. Pues partimos de lo incierto, lo extraño, lo singular, lo contingente. Queremos hacer las veces del autor original, pero siempre debemos sacrificar algo.


     Ustedes que me leen en español están tratando de traducir en su mente este breve comentario. Tal vez pasamos por alto que todos somos “traductores” cada vez que, ante una determinada situación, exclamamos alguna de estas expresiones: “¿Qué me habrá querido decir?”, “¿Me quiere o no me quiere?”, “No te entendí”, “Explicámelo con plastilina”. Me atrevería a afirmar con cierto patetismo: la vida se nos va pensando en lo que el otro quiso decir, esto es, traduciendo sus palabras y sus silencios. Cada generación requerirá de otra versión, y requerirá intérpretes, hermeneutas, expertos en semiología, semiótica, etc., para poder entender lo que se quiso decir. ¿Un lector del siglo XXI entiende al Quijote con facilidad? ¿Un costeño o bogotano podría leer sin dificultades a Tomás Carrasquilla? Nuestra vida está mediada por esta necesidad.

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