Debo señalar de paso, que, entre todas las disposiciones que quisiera poder inculcar, está la capacidad de poder concebir la investigación como una práctica racional; no como una especie de búsqueda mística, de la cual se habla con énfasis, para tranquilizarse, con lo cual solo se logra aumentar el miedo y la angustia. Esta postura realista… está encaminada al máximo rendimiento de las inversiones y a la óptima distribución de los recursos, empezando por el tiempo del que se dispone. Pierre Bourdieu
El historiador Germán Colmenares enseñaba que “para investigar historia, había que saber historia”. A esa formulación la llamaremos “La paradoja de Colmenares”, explicando a continuación a través de un precepto breve en qué consiste: entre mayor conocimiento tengamos de un tema de investigación, mayores posibilidades tendremos de pasar de un tema a un problema, de seleccionar con alguna posibilidad de corrección los enfoques teóricos y de método básicos para la compresión del problema empírico -tales enfoques son los únicos que hacen avanzar en el plano conceptual una investigación- y de precisar cuáles son las fuentes –los “datos”- adecuadas para intentar resolver en un espacio definido de verificación las preguntas formuladas. [1]
O dicho de otra manera: mientras más lejos nos encontremos de todo conocimiento real del tema sobre el cual queremos trabajar (su bibliografía, su estado del arte, conceptos en uso, etc.), más lejos estaremos de la posibilidad de transformar un “tema de investigación” (una idea vaga, una cuestión de “interés” de la que habla la prensa o uno de nuestros profesores, una ocurrencia que tuvimos en la mañana después de un sueño confuso, un recuerdo infantil, etc.) en un problema real de investigación.
“En un problema real de investigación”, es decir en la reconstrucción de ese tema bajo una forma nueva, una forma que resulta del rechazo de las sociologías espontáneas y de la puesta en entredicho de formulaciones teóricas que no se critican a sí mismas, y que no son más que el propio sentido común presentado bajo formas de discurso más o menos refinadas. [2]
La paradoja de Colmenares es simplemente, en este nivel, un llamado a que en la construcción de los problemas se opte de manera decidida por los procedimientos inductivos, es decir por aquellos que intentan que la enunciación de un problema sea siempre el resultado de un primer contacto con la documentación –con los “datos”, con la observación, con diversas clases de fuentes- que muestra (y oculta) inicialmente los rasgos de un problema determinado; pero que buscan que las propias definiciones iniciales sean el resultado de un primer contacto con la bibliografía del problema, con los enfoques que han sido dominantes en la investigación del asunto, con el inventario de las preguntas –cuyo régimen hay que establecer- que han sido más frecuentes en un campo determinado, con la discusión de las principales respuestas que han sido planteadas como solución a tales preguntas.
Por ello toda formulación de un proyecto de investigación, por pequeño que sea, deber ser siempre ya el producto combinado de un primer esfuerzo de investigación, es decir, al mismo tiempo conocimiento de la literatura de un tema especificado, y un mínimo trabajo de terreno. Es a esto a lo que llamamos procedimientos “inductivos”, haciendo un uso no muy exacto de la expresión (pues no se habla aquí –y entenderlo así sería un error de comprensión del lector o de expresión del escriba- de un camino que iría de los “hechos”, la “observación”, las “cifras” y las “fuentes”… hacia otra parte, que se llamaría la teoría [3]).
Lo que llamamos procedimientos deductivistas se caracteriza por tratar de transformar un tema en un problema a partir de una cadena rota, una cadena a la que le hace falta un eslabón esencial. En principio se tiene un “tema”, en el sentido más flojo de la expresión. Una especie de “idea de investigación” –como la que exigen por ejemplo algunos programas de Maestría en Colombia-, casi siempre producto de la angustia (“debo entregar un informe al respecto”) y de la desinformación casi absoluta (pero nunca he leído nada sobre el asunto). Una “idea” que se expresa casi siempre a través de una palabra vacía “identidad”, “género”, “pandillas”, “participación”, “cultura”, o a través de expresiones compuestas, igualmente vacías: las “identidades juveniles”, “las representaciones de género”, “la participación comunitaria”, “la cultura popular urbana” (… todo lo que esté de moda, lo que aparece en el lenguaje de los profesores y de la prensa o títulos de libros vistos al azar de lo que exhiben las vitrinas, aparece válido en la búsqueda abstracta y desorientada de un “tema de investigación”).
Pero como falta todo contacto con la más mínima bibliografía y documentación, con la historia conceptual del problema, con los enfoques, preguntas y métodos que han sido dominantes en ese “campo” o en “campos” similares –todo eso constituye el eslabón perdido-, de inmediato se intenta el salto vacío a la teoría, que más o menos consiste en una búsqueda neurótica, inorgánica y superficial en la biblioteca más próxima, para saquear a un autor que, no importa cuál sea el contexto social e intelectual de sus elaboraciones, aparentemente habla de “eso”.
De ahí que el asunto siempre termine siendo abstracto y ecléctico, con el siguiente resultado: al principio teníamos una “idea”. No era gran cosa. Pero de alguna manera era nuestra, producto de nuestros intereses vagos, de nuestras tendencias y apetencias y de nuestra des/in/formación. Ahora tenemos una al parecer nueva idea, aunque le reconocemos en el fondo de nosotros su carácter aun muy “abstracto”: la noción de identidad en sutano, el concepto de género en fulana, la teoría de la participación en mengano, o la “intertextualidad desterritorializante” (o cualquier barbaridad similar) en el nuevo profeta recién descubierto. Y arrancamos entonces orgullosos por el mundo en una carrera contra el reloj buscando cual de nuestras pobres o ricas realidades se deja aplicar el “esquema teórico” recién conquistado con el cual pensamos descifrar el enigma de la esfinge. A veces la “realidad” se deja apresar y admite –en apariencia- ser víctima de nuestras nuevas adquisiciones, y entonces los “conceptos” –entresacados de aquí y de allá y un tanto deformados- empiezan a cumplir con su paradójica misión de desfigurar la realidad.
El planteamiento de una investigación es todo lo contrario de un show o una exhibición en donde uno trata de lucirse y demostrar su valía. Es un discurso en el cual uno se expone, asume riesgos (para estar más seguro de desactivar los sistemas de defensa y neutralizar las estrategias de autopresentación, quisiera poder tomarlos por sorpresa sin que estén prevenidos o preparados; sin embargo no se preocupen, sabré respetar sus titubeos). Mientras más se expone uno, mayores probabilidades tendrá de sacra provecho de la discusión, y más amistosas serán… las críticas o las sugerencias (la mejor manera de “liquidar” los errores, y los terrores que a menudo los motivan, sería riéndonos de todos ellos juntos). Pierre Bourdieu.
[1] Diversas observaciones de Germán Colmenares nos ponen de presente qué era lo que él entendía por “entrar en conocimiento de un problema”: 1. Conocimiento de la bibliografía corriente del problema… como “estado del arte”. 2. Conocimiento e inteligencia de los principales conceptos o nociones a través de los cuales ha sido pensado el problema. 3. Conocimiento detallado de las principales hipótesis en curso acerca del problema en discusión y conocimiento mínimo de la formas de constitución histórica del problema (es decir la manera como algo llegó ser problema de conocimiento para las ciencias sociales).
[2] Se puede tratar incluso de soluciones que van más allá de las simples “sociologías espontáneas”, que constituyen estados superados del propio conocimiento crítico (por lo demás, las llamadas “sociologías espontáneas” cobijan a todos los practicantes de las ciencias sociales y no simplemente a los sociólogos. El olvido de este elemental principio produce una ilusión que hace que, por ejemplo, los historiadores se sientan liberados del trabajo epistemológico crítico y aborden nociones como las de “vida pública” o “vida cotidiana”, “género” –entre muchísimas otras-, con la más absoluta ingenuidad.
[3] “Quisiera decir antes que la teoría no se puede confundir con la abstracción; por consiguiente no se opone a lo concreto. No creo que se pueda tomar la palabra con el sentido que tenía en el siglo XIX: una especie de representación general de conceptos. Ése es el sentido que todavía encontramos en diccionarios como el Dictionnaire philosophique de Lalande. Por otra parte, algo normal en aquella época en que predominaba una especie de racionalismo empírico y cuentista, la palabra “teoría” tenía un sentido general bastante peyorativo; se la oponía siempre, no a la práctica en el sentido marxista del término, sino precisamente a la experiencia, al control de los hechos, en manos del modelo o, en cualquier caso, del superyó de las ciencias experimentales. Por lo tanto, para mí, la teoría no es una abstracción y no se opone a lo concreto”. Roland Barthes, “Sobre la teoría” [1970], en Variaciones sobre la escritura [1993]. Barcelona, Paidós, 2002, pp. 73-74