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Contextos borgianos para el Quijote

Rodrigo Zuleta

La lectura que hace Borges del Quijote suele moverse en contextos diferentes a los habitualmente frecuentados por los cervantistas. Borges no se enfrenta al Quijote como a la máxima cumbre de una literatura nacional, sino que trata de abordar el libro como un clásico más de la literatura universal. O, mejor, ni siquiera como un clásico sino como uno de los muchos con los que llegó a hacer amistad en la legendaria biblioteca de su padre que él solía describir como llena de libros ingleses. Desde ese horizonte, la lectura de Borges llega por momentos a apreciaciones que pueden parecerle irreverentes al típico admirador de Cervantes. Tal es el caso cuando Borges pone en boca de su personaje, Pierre Menard, la idea de que el Quijote es un libro prescindible o la declaración de que descubrió el Quijote en una traducción inglesa. Sin embargo, independientemente del hecho de que no hay que atribuirle a Borges todas las opiniones de Pierre Menard, esa perspectiva no implica una subvaloración del libro. Lo que intenta Borges es rescatar la obra de los brazos de ciertos admiradores para poder volverlo a leer con la frescura y desinhibición propias de quien descubre una obra y la aborda sin supersticiones académicas.

Así, por ejemplo, como se ve en el poema “España”, el culto al Quijote por ciertas personas obsesionadas con el refranero español es algo que le parece repugnante a Borges, quien prefiere ver en la novela, en lugar de una colección de refranes, “una amistad y una alegría”:

más allá de la aberración del gramático que ve en la historia del hidalgo que soñaba ser don Quijote y al fin lo fue, no una amistad y una alegría sino un herbario de arcaísmos y un refranero.

Borges admiraba a Cervantes y admiraba al Quijote, y volvió constantemente sobre la obra a lo largo de su carrera de escritor, pero –al menos en algún momento de su vida– llegó a considerar el así llamado cervantismo como “una de las equivocaciones de España” y a calificar a los cervantistas de personas que simulan que el Quijote “es una especie de secreto español negado a las naciones de la tierra pero accesible a un grupo de aldeanos”[1], aunque, con el tiempo, Borges moderó esos ataques contra el cervantismo. Uno de los primeros ataques contra lo que ve como una de las equivocaciones de España, está expresado en un ensayo –“Nota sobre el Quijote”– que no recogió en sus Obras completas (1975) autorizadas para la editorial Emecé, y otro aparece en un texto llamado “Sobre los clásicos”, que, sin embargo, es muy diferente del incluido posteriormente en Otras inquisiciones, con el mismo título, en el que no hay una sola alusión a Cervantes (Cfr. Sergio Pastormerlo, Borges crítico, 2007). Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi sostienen que Borges tuvo la intención de publicar un libro con sus textos sobre el Quijote pero nunca llegó a hacerlo. Ellas intentaron algo similar con una compilación –hay que decir que faltan en ella algunos textos–, aprovechando el IV centenario de la novela de Cervantes.[2] Es posible suponer que si Borges nunca publicó el libro es porque repensaba su relación con el Quijote permanentemente y no se puede descartar que haya contemplado rehacer muchos ensayos o escribir nuevos.

En todo caso, es claro que parte de la ocupación de Borges con el Quijote está en un distanciamiento permanente de las interpretaciones habituales. Así, por ejemplo, en el artículo “La conducta novelística de Cervantes” (1928), que abre la compilación de Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi, Borges empieza por rechazar dos lecturas tradicionales que él califica de reduccionistas o, para decirlo con sus propias palabras, de “achicadoras de lo leído” (p. 17). La primera de ellas reduce al Quijote a una parodia de los libros de caballería. La segunda se limita a ver en la novela la alegoría de la repartición del alma en dos mitades: una que sería lo realista y lo pragmático, representada por  Sancho, y otra que sería el idealismo generoso representado por don Quijote. Para Borges, ni la alegoría ni la parodia tienen por sí mismas valor literario. La alegoría, según dice, es una seudohumanización de voces abstractas mientras que la parodia parte de la negación de otra cosa que le hace sombra y que necesita para vivir. “El Quijote –escribe Borges– no es ninguna de esas ausencias: es la venerable y satisfactoria presentación de una gran persona, pormenorizada a través de doscientos trances, para que lo conozcamos mejor” (p. 18). Tampoco, según Borges, sirve de mucho acercarse al Quijote obsesionados por su contexto histórico y eso le lleva incluso a hacer una alusión a Américo Castro y a “su libro encaminado a demostrar que Cervantes vivió de veras en el siglo dieciséis y en su atmósfera” (loc. cit.). A Borges le interesa ante todo el Quijote como fábula, o como colección de fábulas, y no ve la obra en el contexto del llamado Siglo de Oro de la literatura española, sino en el de la totalidad de la tradición literaria y filosófica de occidente. Frente a quienes tratan de ver en Cervantes a un estilista, Borges responde negándole toda condición de tal y añade que ve en su falta de estilo casi un mérito, pues es algo que, a diferencia de lo que ocurre con Góngora, le permite a su obra sobrevivir a las malas traducciones.

En “Pierre Menard, autor del Quijote” –el primero de los textos incluidos en las Obras completas en que Borges se ocupa de la obra de Cervantes–, esa actitud es llevada al extremo de considerar el libro no solo en el marco de la tradición anterior a la fecha de su publicación, sino también a la luz de los aportes posteriores a esa tradición que lo transforman y lo enriquecen. Esto implica una invitación a una lectura transversal de la obra en la que se buscan puntos de contacto, invitación que vale no solo para el Quijote sino, como tal vez hubiera dicho Borges, para cualquier obra que merezca ser releída y, naturalmente, ante todo para los propios textos borgianos. Pierre Menard –como es bien sabido– concibe la idea de producir una obra que sea, palabra por palabra, igual a la obra de Cervantes. Menard no pretende transcribir la obra ni tampoco escribirla siendo Miguel de Cervantes. Lo que quiere es llegar a la obra desde su propia experiencia de hombre de letras contemporáneo de los simbolistas y de tanto lector apasionado de Nietzsche. La idea implica un desafío a buscar analogías posibles entre el tiempo de Cervantes y el tiempo de Menard, a explorar en qué medida dos autores tan distantes en el tiempo pudieron tener preocupaciones semejantes, o dispares, que terminasen llevándolos a producir el mismo texto.

En el cuento, que finge ser una necrología de Pierre Menard, Borges hace una lista de lo que él llama la obra visible del escritor muerto –la obra invisible son los capítulos que alcanzó a escribir del Quijote–, en la que se pueden ver los diversos intereses de Menard que pueden servir de punto de partida para esa búsqueda. Dentro de esa bibliografía, naturalmente apócrifa, Rafael Gutiérrez Girardot ha identificado un dato interesante referente a un mismo soneto, que Borges atribuye a Menard, publicado en la revista Le conque en dos ocasiones y con ligeras variaciones. “La revista existió realmente –señala Gutiérrez Girardot– y quien compruebe los datos que da Borges comprobará que los sonetos aparecieron en las fechas indicadas con algunas variaciones, pero que el autor no es, naturalmente, Pierre Menard sino Stephan Mallarmé” (p. 98). La comprobación de ese dato lleva a Gutiérrez a ver en Menard una parodia de Mallarmé, y en su intento inconcluso de volver a escribir el Quijote, una parodia del proyecto de Mallarmé, también inacabado, de escribir un libro total y absoluto que, al igual que la Divina Comedia, describiera el mundo.[3]

Los otros datos de la bibliografía apócrifa de Menard son sorprendentemente subvalorados por Gutiérrez, quien se limita a decir que se trata de obras que reflejan una serie de intereses dispares –que van desde el ajedrez hasta la métrica francesa– que sirven para caracterizar a un personaje que vive en el límite de la excentricidad. Juan José Saer, en su ensayo “Borges francófobo”,  hace una variación de la tesis de Gutiérrez y ve en Menard “una caricatura, o una reducción al absurdo, de Paul Valéry”, y en el cuento una especie de ajuste de cuentas con la literatura francesa y con los francófilos argentinos. Sin embargo, ver a Menard solo como caricatura o parodia implica pasar por alto una serie de elementos del cuento y reducir el campo de sus interpretaciones posibles. Sergio Pastormerlo, comentando la interpretación de Saer, critica el que este no se preocupe por buscar una explicación del hecho de que la lista de obras “visibles” de Menard sea tan borgeana. Ese mismo reparo se le puede hacer a Gutiérrez Girardot. Además, al resaltar el carácter evidentemente paródico del cuento –cabe recordar, así sea de paso, que el Quijote también es en buena parte una parodia–, se puede caer en el riesgo de no distinguir entre la voz evidentemente caricaturesca del narrador y el personaje de Menard que se esconde detrás de ella y al que Borges parece tratar no sin ironía, pero tampoco sin condescendencia, porque entiende que la búsqueda del apócrifo francés tiene que ver íntimamente con la búsqueda de todo hombre de letras.

Es claro que la interpretación que se intenta aquí corre el riesgo de tomarse demasiado en serio a Pierre Menard y es claro que el cuento es también una broma. Pero el intento pretende contrarrestar otras interpretaciones, como las de Saer o Gutiérrez Girardot, que tienden a sugerir que el cuento es solo una broma.

Otros críticos, a diferencia de Gutiérrez Girardot o de Saer, han visto en la bibliografía de Pierre Menard un reflejo de las inquietudes propias de Borges. Por ejemplo, Adalberto Bolaño Sandoval ha subrayado que una monografía de Menard dedicada a la posibilidad de construir un vocabulario referido a “objetos creados por una convención y esencialmente destinados a las necesidades poéticas”, está en relación con el lenguaje que se usa en mundo ficticio de  “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. También, volviendo a la idea del proyecto del libro absoluto de Mallarmé, se puede ir más allá y pensar en algunos textos de Borges, como el poema “La luna”, en que se da cuenta de un fracaso en una pretensión similar, o en “El Aleph”, donde el personaje central, Carlos Argentino Danieri, cuyo solo nombre anuncia ya una versión criolla, contemporánea y paródica de Dante, trata de expresar en un libro una visión que tuvo y en la que presuntamente le fue revelada la totalidad del universo. El propósito de Mallarmé y Danieri, al igual que el de Menard, era imposible de llevar a cabo, al menos desde la perspectiva que subyace a la narración de Borges, puesto que –a diferencia de lo que ocurría con Dante que contaba para su propósito con la visión cerrada del mundo que le ofrecía el pensamiento medieval– para un hombre de finales del siglo XIX y de comienzos del XX el universo se había convertido en algo inabarcable.

El intento por abarcarlo en su totalidad lleva, de manera irremediable, a territorios en los que la lógica se revienta contra sí misma, al igual que don Quijote se reventaba repetidamente contra sus propias ensoñaciones. En ese sentido, es perfectamente coherente con la visión anterior el que Pierre Menard, además de tener inquietudes previsibles en un escritor cercano al simbolismo, tenga preocupaciones relacionadas con la lógica. Esto último se ve en varias de las obras que le atribuye Borges, entre ellas una monografía dedicada a historiar las soluciones dadas a través de los siglos a la paradoja de Aquiles y la tortuga. La referencia a ese texto apócrifo sirve para iluminar otros trabajos en los que Borges pone apartes del Quijote en el contexto de problemas lógicos. Naturalmente, también serviría para iluminar el camino que hubiera podido recorrer Pierre Menard para llegar a escribir determinados pasajes del Quijote.

La paradoja de Aquiles y la tortuga, según dice Borges en el prólogo de El oro de los tigres, estuvo en el comienzo de sus preocupaciones filosóficas desde que su padre se la explicó con ayuda del tablero de ajedrez, lo que podría apuntar a otros dos datos de la bibliografía de Menard: una “traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y arte del juego del axedrez de Ruy López de Segura y un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el juego eliminando uno de los peones de torre” (p. 445). Además, en dos ensayos titulados “La infinita carrera de Aquiles y la tortuga” y “Los avatares de Aquiles y la tortuga”, Borges expone la paradoja y, al igual que Pierre Menard, algunas de las soluciones que se le han dado. En cierta medida, esos dos ensayos pueden considerarse, al menos para efectos de este trabajo, como resúmenes del libro apócrifo de Menard sobre la paradoja, por lo que merece la pena analizar con cierto detalle por lo menos el primero de ellos.

Borges empieza por declarar la paradoja como algo inmortal que se ha mantenido vivo e indiferente durante 23 siglos a “decisivas refutaciones” (p. 244), y luego pasa a hacer una sencilla y clara explicación de la misma. “Aquiles –escribe Borges– corre diez veces más ligero que la tortuga y le da diez metros de ventaja.  Aquiles corre diez metros, la tortuga corre uno; Aquiles corre ese metro, la tortuga corre un decímetro... y así infinitamente”. Luego Borges pasa a ocuparse de tres refutaciones de la paradoja empezando por la formulada por John Stuart Mill en su Sistema de lógica, en la que, en opinión de Borges, están implícitas las formuladas antes por Thomas Hobbes y Aristóteles.

Para Stuart Mill, la paradoja de Zenón no es otra cosa que una falacia de confusión o en la que la expresión “para siempre” o “infinitamente” que aparece en la conclusión se refiere a cualquier lapso de tiempo limitado que, sin embargo, puede ser dividido indefinidamente. “Un ilimitado número de subdivisiones puede efectuarse con lo que es limitado –escribe Borges al exponer la refutación de Stuart Mill–. El argumento no prueba otra infinitud que la contenida en cinco minutos”. Borges considera que la argumentación de Stuart Mill, lejos de refutar la paradoja, la ahonda y la hace aún más vertiginosa. Si fijamos la velocidad de Aquiles en 1 metro por segundo –esa velocidad hipotética muestra que Borges no tenía las más mínimas nociones de atletismo, pero eso es otra historia–, entonces podemos establecer la siguiente suma para fijar el tiempo que necesitará Aquiles para alcanzar a la tortuga: 10 + 1 + 1; 10 + 1; 100 + 1; 1.000 + 1; 10.000… etc. El límite de esa suma es doce pero esta cifra no es alcanzada nunca. “Es decir –explica Borges–, el trayecto del héroe será infinito y este correrá para siempre, pero su derrotero se extenuará antes de doce metros y su eternidad no verá la terminación de doce segundos” (p. 245).

La segunda refutación de la que se ocupa Borges es la de Henri Bergson, que parte de la base de que aunque el espacio se puede dividir, no se puede dividir un acto, por lo que cada paso de Aquiles y la tortuga son indivisibles y llegará el momento en que el atleta alcance al animal. Pero a Borges sencillamente no le convence la refutación, pues le parece que hay una petición de principio, y, acto seguido, se ocupa del alegato formulado por Bertrand Russell contra Zenón, que se basa en su idea de las series matemáticas y que, según Borges, es la única refutación que tiene la misma dignidad estética de la paradoja original.

Russell muestra que aunque no podamos enumerar hasta el final todos los elementos de una serie infinita, sí podemos demostrar que a cada uno de los elementos de una serie corresponde otro de una serie paralela. Así, por ejemplo, sabemos que a cada número impar corresponde un número par. Ambas series son infinitas y el ejemplo apunta a que una colección infinita, como la de los números naturales, se puede subdividir a su vez en otras series infinitas. Para Borges, en la argumentación de Russell, la solución al problema de Aquiles y la tortuga cabe dentro de esa constatación. “Cada sitio ocupado por la tortuga –explica Borges– guarda proporción con otro ocupado por Aquiles, y la minuciosa correspondencia, punto por punto, de ambas series simétricas, basta para publicarlas iguales. No queda ningún remanente periódico de la ventaja inicial dada a la tortuga: el punto final en su trayecto, el último en el trayecto de Aquiles y el último en el tiempo de la carrera, son términos que matemáticamente coinciden” (p. 247).

William James, citado por Borges, no parece haberse dado por satisfecho con la solución de Russell y el propio Borges, pese a su visible admiración por el lógico británico, tampoco termina plenamente convencido. La paradoja, para él, es más diáfana y más seductora y es posible pensar que lo mismo le ocurría a Pierre Menard. En todo caso, aunque de buen grado pueda afirmarse que desde el punto de vista estrictamente matemático la paradoja haya sido resuelta –y que las sumas infinitas como la que subyace a la argumentación de Zenón sean moneda corriente desde el siglo XVIII y estén perfectamente domesticadas desde principios del siglo XIX–, el hecho de que a principios del XX no hubiesen cesado aún las refutaciones indica que la paradoja seguía viva y que al menos seguía teniendo una apariencia de aporía lógica y con seguridad sabemos que ha seguido sugiriendo diversas variaciones que la enlazan con nuevas paradojas.

Así, en el segundo de sus ensayos sobre el tema, Borges no se preocupa tanto por las refutaciones de las que ha sido objeto la paradoja, como de argumentos en los que cree ver ecos de la misma y que siempre contienen lo que él denomina un regressus in infinitum. En esas variaciones Borges incluye, entre otras argumentaciones, el famoso argumento del tercer hombre, que Aristóteles emplea para negar la teoría de los arquetipos de Platón o el argumento cosmológico de Santo Tomás para demostrar la existencia de Dios. La variación más interesante, no obstante, es la formulada por  Lewis Carroll. Así como Zenón interpola infinitamente fragmentos cada vez más pequeños entre el punto de partida de Aquiles y la meta, Carroll, en una hipotética discusión sobre geometría a la que se dedican la tortuga y su competidor tras abandonar el atletismo, interpola, también infinitamente, la necesidad de nuevas premisas para que se pueda aceptar la conclusión:

a) Dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí. b) Los dos lados de este triángulo son iguales a MN. z) Los dos lados de este triángulo son iguales entre sí.

La tortuga acepta las premisas a y b, pero niega que justifiquen la conclusión. Logra que Aquiles interpole una proposición hipotética.

c) Si a y b son válidas, z es válida (p. 257).

La tortuga no queda aún satisfecha y obliga a Aquiles a formular la proposición d), según la cual si a, b y c son válidas, entonces z es válida, pero esta a la vez exige otra proposición similar y así sucesivamente hasta el infinito.

Las aporías, o problemas que se le parecieran, fueron una preocupación constante de Bertrand Russell –contemporáneo de Pierre Menard, como lo recuerda Borges en un momento del cuento–, puesto que se atravesaban en su propósito de lograr una fundamentación absolutamente coherente de la lógica y de las matemáticas en la que acaso pueda verse una similitud lejana con el proyecto de Mallarmé de “cifrar el universo en un libro”. El proyecto de Russell había estado precedido por otro de Gottlob Frege, quien quiso fundamentar toda la lógica y la matemática a partir de la teoría de conjuntos de Georg Cantor. Tanto Russell como Frege partían de la convicción de que, como lo escribe Borges, la matemática no era más que una “vasta tautología”. Los matemáticos –como lo escribe Guillermo Martínez en su excelente ensayo “Borges y la matemática”– estuvieron convencidos durante mucho de que en su disciplina “lo verdadero y lo demostrable eran en el fondo equivalentes” (p. 13). El surgimiento de paradojas, sin embargo, hacía pensar en la posibilidad de que Frege y Russell –así como la mayoría de los matemáticos anteriores– se equivocaron en ese respecto. El propio Russell fue el encargado de dinamitar el proyecto de Frege con el planteamiento de una paradoja –más adelante llegaremos a ella–, que es un tema recurrente en la obra de Borges. El proyecto de Russell, a su vez,  fue dinamitado por Kurt Gödel que, en los años 30, con el teorema de incompletitud, desbarató la confusión de que en matemáticas la verdad y la certeza se corresponden y formuló, como lo escribe Martínez, que “la matemática se parece más bien a la criminología” (p. 14) ya que hay afirmaciones que son verdaderas y quedan, sin embargo, fuera de las teorías formales.

En un texto un poco anterior a Pierre Menard, “Dos viejos problemas”, que no apareció incluido en libro sino después de la muerte de Borges, se plantean tres variaciones de otro problema de ese tipo. El problema planteado en ese texto es normalmente conocido por los lógicos como la paradoja de Epiménides el mentiroso. Epiménides, que es cretense, dice que los cretenses mienten. Si Epiménides está diciendo la verdad, eso implica que él, como cretense, miente, por lo que no puede estar diciendo la verdad. Pero si miente, entonces la frase que dice es verdadera, con lo que los cretenses no mienten y la frase entonces no es verdadera y así sucesivamente. Hay otra versión más aguda y contundente de la paradoja en la que Epiménides sencillamente dice “estoy mintiendo”.

Borges, en el artículo mencionado, incluye la versión clásica de la paradoja, pero no con Epiménides como protagonista, sino con Demócrito, quien es abderita y sostiene que los abderitas mienten. Luego, pasa a una variante más complicada y más incisiva de la paradoja, en la que un cocodrilo captura a un niño y, ante las súplicas de su madre, le dice que lo dejará libre si ella acierta a adivinar si lo va a liberar o si lo devorará. La madre dice entonces que el cocodrilo va a devorar a su hijo, con lo que da rienda suelta a los círculos interminables de la aporía lógica. Incluye otra en torno a un aprendiz de brujo que tiene que decir en su examen si será aprobado o reprobado, con el mismo resultado. La tercera variante de la paradoja, y a más tardar aquí está la relación con Pierre Menard, está tomada del capítulo LI del Quijote, que Borges cita:

Un caudaloso río dividía los términos de un mismo señorío (y esté vuesa merced atento, porque el caso es de importancia y algo dificultoso); digo pues que sobre este río estaba una puente, y al cabo della una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, del puente y del señorío, que era en esta forma: si alguno pasara por este puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va, y si jurara verdad, déjenlo pasar, y si dijera mentira, muera por ello ahorcado en esa horca que allí se muestra sin remisión alguna... Sucedió pues, que tomando juramento a un hombre, juró y dijo que para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que allí estaba, y no a otra cosa. Repararon los jueces en el juramento y dijeron: si a este hombre lo dejamos pasar libremente, mintió en su juramento y conforme a la ley debe morir, y si lo ahorcamos, él juró que iba a morir en aquella horca y habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre. Pídese a vuestra merced, señor gobernador, ¿qué harán los jueces de tal hombre, que aún hasta agora están dudosos y suspensos?[4]

Algo curioso, y que Borges no menciona en su artículo, es la forma como Sancho resuelve el problema. Al ver que el hombre tiene “la misma razón para morir que para vivir y pasar el puente”, Sancho opta por recomendar que se le absuelva siguiendo un consejo de don Quijote, que le dijo que “cuando la justicia estuviere en duda”, optase por la misericordia. Se trata de una expresión del principio de in dubio pro reo, el cual implica, antes que nada, admitir que la duda es posible y que hay cuestiones que no son enteramente solucionables.  Aunque el capítulo LI no se encontró en el legado de Pierre Menard, y es imposible saber si lo intentó, si se sigue la curiosa forma de leer el Quijote sugerida por Borges y se recorre el libro entero como si Menard hubiera llegado a escribirlo, hay que ver en el capítulo un eco de las preocupaciones lógicas del autor francés que no eran solo inquietudes individuales sino algo que formaba parte del ambiente espiritual de su tiempo como el simbolismo, las vanguardias literarias o las doctrinas de Nietzsche.

La paradoja de Aquiles y la tortuga es tan vieja como la historia de la cultura occidental, al igual que la paradoja de Epiménides el mentiroso, pero a finales del siglo XIX y a comienzos del siglo XX, ambas, como muchas otras, tuvieron un enorme renacimiento. Hasta el siglo XIX, tanto la lógica como la geometría habían vivido en buena parte a la sombra de la antigüedad clásica y de las obras de Aristóteles y Euclides. En el siglo XIX se empezaron a descubrir otros tipos de geometría distintos al de Euclides, que se llaman no euclidianas. Esos descubrimientos causaron cierta inquietud, pues la postulación de geometrías distintas hacía pensar también a los más imaginativos en mundos distintos a los que tenían que corresponder. También en el siglo XIX se renovó la lógica con las obras de George Boole, a quien Menard dedica una monografía publicada en 1901, y Augusto de Morgan. La teoría de conjuntos, formulada por Georg Cantor hacia 1845, le regaló también a las matemáticas nuevas perplejidades lógicas.

Entre las paradojas derivadas de la teoría de conjuntos, hay una especialmente célebre formulada por Bertrand Russell –con la que dinamitó el proyecto de Frege– que divide los conjuntos en conjuntos comunes y corrientes, que no se contienen a sí mismos, y conjuntos que se autodevoran, es decir, que se contienen a sí mismos. La pregunta que hace saltar la paradoja es a cuál de las dos clases de conjuntos pertenece el conjunto de todos los conjuntos comunes y corrientes. Tanto detrás de la paradoja de Epiménides el mentiroso como detrás de la paradoja planteada por Russell, está el problema de la autorreferencia que Russell, buscando coherencia, trató de eliminar con su invento de la teoría de los tipos que crea una jerarquía entre distintas clases de conjuntos y determina que un conjunto solo puede contener como elementos conjuntos de tipos inferiores. El tema de los conjuntos que se pertenecen a sí mismos, además, abre otro capítulo de vértigo que tiene que ver con las duplicaciones infinitas.

En un ensayo de 1939, Borges alude a un trabajo de Russell en que se cita una obra de Jonah Royce, en la que se postula un mapa perfecto de Inglaterra situado en algún lugar del suelo de Inglaterra. Ese mapa, entonces, debe contener un mapa del mapa que, a su vez, debe contener un mapa del mapa del mapa y así hasta el infinito. Luego Borges hace una extrapolación de esa imagen a un pasaje de Las mil y una noches, en el cual el rey empieza a oír de labios de Scheherezade, entre las muchas historias que le cuenta, su propia historia. En otro ensayo –“Magias parciales del Quijote”–, Borges vuelve a aludir al mapa perfecto de Inglaterra y a ese pasaje de Las mil y una noches en el que se abre el peligro de que Scheherezade tenga que seguir contando de forma infinita la misma historia en forma circular, y menciona una serie de libros que, al igual que este, se contienen a sí mismos, como Hamlet, el Ramayana o el Quijote.

Borges justifica la inclusión del Quijote dentro, por así decirlo, del conjunto de libros que se contienen a sí mismos, aludiendo a la confusión que se da entre el mundo del lector –es decir, el mundo que tomamos como real– y el mundo de la obra, asumido como ficticio. Entre los libros que se encuentran en la biblioteca del Quijote hay una obra de Cervantes, La Galatea, y el Quijote, se supone, es traducción de un manuscrito árabe y encontrado por Cervantes en Toledo, como lo sabe el lector en el capítulo IX, uno de los dos terminados en la versión de Pierre Menard. En la segunda parte de la obra, además, nos encontramos a los personajes del Quijote leyendo la primera parte del libro. Cabe agregar que todo el Quijote gira en torno a la confusión entre ficción y realidad en la medida en que opone la geografía de La Mancha, dentro del contexto del siglo XVII, a la geografía fantástica y atemporal de los libros de caballería. Borges aduce que la inquietud que suscitan todas esas confusiones se debe a que sugieren que nosotros los lectores “podemos ser ficticios” o, en otras palabras, porque ponen en duda la jerarquía entre autor y lectores, como personas reales, y personajes, como personas ficticias, y abren la posibilidad de una inversión de esa dicotomía.

En otro trabajo, un poema titulado “Sueña Alonso Quijano”, Borges tematiza una posibilidad al mostrar a don Quijote que sueña que es Miguel de Cervantes:

Quijano duerme y sueña. Una batalla: Los mares de Lepanto y la metralla (p. 1096).

En el final de ese poema se propone un proceso circular. Si Quijano sueña ser Cervantes, tiene que terminar soñando cómo este inventa a Quijano y cómo, a su vez, Quijano confunde su realidad de hidalgo manchego con la de los mundos de caballería para convertirse en don Quijote. Al mismo tema se le da otro giro en el soneto “Lectores”, en el que se sugiere que las aventuras de don Quijote no fueron soñadas por Cervantes sino por el propio Alonso Quijano que “no salió nunca de su biblioteca”. Otra variante es la de “Parábola de Cervantes y el Quijote”, donde se señala cómo con la obra cervantina La Mancha del siglo XVII, presentada como lo prosaico en el libro, terminó convirtiéndose para nosotros en algo tan poético y maravilloso como el mundo del Amadís de Gaula. Una de las versiones de ese fenómeno es la idealización del paisaje castellano por parte de la Generación del 98, de la que dice Borges que Cervantes no hubiera podido comprender. En todo caso, el tema clave para Borges está en la confusión entre ficción y realidad y ese es además el tema central del Quijote. Un problema relacionado es el de la dificultad para llegar a certezas por temor al engaño de las apariencias externas o de los propios sueños.

La búsqueda de certezas y el temor a tener una visión de la realidad que sea fruto de la ilusión fue algo que estuvo presente en la filosofía tanto en la época de Cervantes como en la época de Pierre Menard. La filosofía de Descartes (1596-1660)[5] representa uno de los máximos extremos de la desesperación de esa búsqueda y empieza por llevar la duda a su expresión más radical para, partiendo de allí, buscar un fundamento sólido para el conocimiento. Descartes postula la posible existencia de un genio maligno que se complace en engañarnos –al igual que los encantadores que convierten a los gigantes en molinos de viento cuando don Quijote arremete contra ellos– para buscar hasta dónde llegarían las posibilidades de ese embaucador hipotético. Borges, por lo demás, tematizó ese momento de la filosofía de Descartes en un poema tardío, “Acaso un dios me engaña”. Descartes al final cree encontrar un fundamento para salir de esa situación de duda –el célebre pienso, luego existo–, pero eso no es lo que le interesa a Borges, quien se concentra en la radicalidad de la duda que abre múltiples posibilidades de ensoñaciones y fantasmagorías. Además, en el tiempo transcurrido entre la época de Cervantes y la de Pierre Menard, la duda ha ido aún más lejos y ha terminado por poner en cuestión al propio sujeto en el que se apoyaba Descartes.

En todo caso, es interesante que entre los trabajos atribuidos por Borges a Menard haya una monografía dedicada a buscar posibles conexiones entre las obras de Descartes, Leibniz y John Wilkins. Wilkins, a quien Borges dedicó un ensayo que más tarde le serviría a Michel Foucault de punto de partida para su libro Las palabras y las cosas (1966), es también un hombre del siglo XVII, aunque de una generación distinta a la de Cervantes y Descartes, y parte de su obra, al menos la que le interesó a Borges y presumiblemente a Pierre Menard, está dedicada a tratar de ordenar el universo clasificando todos los objetos existentes en cuarenta categorías para, a partir de allí, crear un lenguaje con la coherencia propia de la matemática. Ese esfuerzo por ordenar el universo, paralelo al de Descartes que trata de reconstruir nuestra visión del mundo tras socavarla con la duda radical, implica un punto de partida claro: se siente que, como lo constatara Hamlet, el mundo está en desorden. Borges considera el intento clasificatorio de Wilkins como fracasado porque, según dice, “no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural”, y por eso lleva a una serie de paradojas que el escritor argentino se solaza en destacar. La razón de ello, añade Borges, es que “no sabemos qué cosa es el universo”.  

Entre Cervantes y Pierre Menard están los siglos de las revoluciones científicas de la modernidad. Esas revoluciones empezaron con un intento por reconstruir la visión del universo, en los siglos XVII y XVIII, y, al final, en el siglo XIX y a comienzos del XX, terminaron de destruir las viejas certezas derivadas de la religión, con lo que culminaba un proceso que se había inaugurado en la postrimerías de le Edad Media y había sido luego nutrido por el pensamiento renacentista y los conflictos entre las confesiones en los siglos XVI y XVII.

En cuanto a la imposibilidad de abarcar el universo en su totalidad, tanto el siglo XVII –el siglo de Cervantes– como las últimas décadas del siglo XIX, y al menos la primera mitad del siglo XX –el siglo de Menard–, pueden definirse como épocas de crisis del aristotelismo. Los hombres del siglo XVII se encontraron con las ruinas de la visión del mundo ptolomeica y aristotélica –cuya destrucción habían celebrado jubilosamente los siglos anteriores– y con la idea de un tiempo y un espacio infinitos que a Giordano Bruno, una personalidad claramente renacentista, le producía una gran alegría, pero que en hombres posteriores, entre los que Borges toma como ejemplo a Pascal, generaba angustia. Al llegar a una situación así, pueden darse intentos de salidas desesperadas en los que, prescindiendo de la lógica y de la razón, se buscan respuestas globales a todos los problemas y se construyen gigantescos edificios que pretenden reemplazar los viejos sistemas destrozados, o se busca el culto irracional a la acción que genere una ebriedad que haga olvidar el aparente sin sentido del mundo.

Por los años en que el apócrifo Pierre Menard debió concebir la idea de escribir el Quijote, la primera ola de recepción de Nietzsche en Europa estaba en su apogeo. A Menard la obra de Nietzsche al parecer no le fue ajena pues, en un aparte del cuento, Borges plantea la influencia del pensador alemán como una de las posibles razones para que el francés, al volver a escribir el discurso del Quijote sobre las letras y las armas, al final, como lo había hecho Cervantes, tome partido por la segundas. La elección, como lo indica el narrador del cuento, era tal vez obvia en un viejo soldado como Cervantes, pero no tan sobreentendida en un contemporáneo de pacifistas como Bertrand Russell. Entre las razones para explicar esa elección –identificación plena del autor con el personaje o la tendencia de Menard a defender posiciones contrarias a la suya–, el narrador dice que la de la influencia de Nietzsche le parece irrefutable. La idea anacrónica de un Quijote nietzscheano tal vez no sea irrefutable pero sin duda tiene algo de seductora. El Quijote, en su “ansia perpetua de aventura”, como lo describe Borges en “Lectores”, se convierte, gracias a esa idea, en una ilustración del “vivir peligrosamente” pregonado por Nietzsche y recogido con emoción tanto por muchos intelectuales de comienzos de siglo como por buena parte de la juventud europea que se lanzó llena de pasión a los campos de batalla de la I Guerra Mundial.

Pese a que Borges era un hombre al que, como él lo dijo muchas veces, el ejercicio de las armas le parecía honroso y que no abundaba en opiniones propiamente pacifistas, uno de sus textos sobre el Quijote, titulado pudorosamente “Un problema” (p.794), muestra los límites éticos de la idealización de la acción. En ese texto, Borges propone el experimento mental de imaginarse que un erudito encuentra un capítulo perdido del Quijote –un texto inédito de Cide Hamete Benengeli, etc.–, en el que en uno de sus arrebatos Alonso Quijano mata a un hombre. “En este punto cesa el fragmento; el problema es adivinar, o conjeturar, cómo reacciona Don Quijote”, propone Borges. Para resolver el problema, Borges propone cuatro hipótesis: “La primera –dice– es de índole negativa, nada especial ocurre porque en el mundo alucinatorio de don Quijote la muerte no es menos común que la magia y haber matado a un hombre no tiene porque perturbar a quien se bate, o cree batirse, con endriagos y encantadores”. En la segunda conjetura, la tragedia despierta a don Quijote, quien “no logró olvidar que era una proyección de Alonso Quijano”, de “su consentida a locura”. En la tercera hipótesis, don Quijote no puede aceptar que se ha convertido en asesino y se refugia para siempre en la locura. Finalmente, Borges propone una cuarta conjetura que califica de “ajena al orbe español y aún al orbe de occidente”, y es la de que el Quijote se asume a sí mismo, a su espada sangrienta y a todo el universo como algo meramente ilusorio. El problema, aún prescindiendo de las soluciones posibles, ya es revelador porque muestra cómo si se lleva al extremo “la religión del quijotismo”, de la que hablaba con exaltación Unamuno, se puede caer en el crimen y en la barbarie. Más que en el mundo cerrado del personaje del Quijote, que este asegura contra toda duda atribuyendo a trucos de encantadores toda apariencia de contradicción, el valor de la obra está en la invitación a dudar acerca de lo que consideramos absolutamente real, es decir, en la invitación a dudar de los sistemas cerrados, en los que puede terminar también cayendo un quijotismo ingenuo. Las soluciones sugeridas por Borges se funden en una que es la de postular la ilusión, en forma de locura o de lo que sea, como algo paralelo a la realidad. La variante más extrema, sería la de considerar una multitud de realidades posibles, lo que lleva a relativizar en cierta medida las certezas cotidianas. Don Quijote no es admirable tanto porque no dude de lo que cree ver, y esté dispuesto incluso a estrellarse contra los molinos de viento, sino porque nos invita a dudar de lo que nosotros creemos ver.

Al final de “La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga”, Borges propone como solución la aceptación del idealismo, lo que a primera vista puede parecer sorprendente. Sin embargo, si se piensa con detenimiento, el objetivo de la paradoja de Zenón no es solo negar la existencia del movimiento, sino también mostrar cómo los sentidos nos engañan, por lo que, para buscar certezas, hay que recurrir a la especulación pura. En cierto sentido, el camino de Zenón es el seguido por Descartes siglos después al poner en duda el valor del conocimiento sensible y buscar la verdad en lo que él llamaba las ideas “claras y distintas”, que hay que buscar en el entendimiento humano.

[1] del Carril, L. (comp.). (2011). Textos recobrados (1931-1955). Buenos Aires: Editorial Sudamericana, p. 218.[2] del Carril, L.  y Rubio de Zocchi, M. (comp.) (2005). Jorge Luis Borges, Cervantes y el Quijote. Buenos Aires: Emecé.[3] Conferencia compilada en su libro Jorge Luis Borges. El gusto de ser modesto: siete ensayos de crítica literaria. Bogotá: Panamericana, 1998.[4] Zangara, I. (comp.). (1999). Obras, reseñas y traducciones inéditas. Diario Clarín, 1933-1934. Buenos Aires: Editorial Atlántida. [5] El comparatista alemán Hans Ulrich Gumbrecht ha establecido una relación entre el pensamiento de Descartes y el Quijote en un artículo titulado “Ich denke, also bin ich don Quijote”, publicado en la revista Die literarische Welt, 22, 2005.

Referencias: [1] del Carril, L. (comp.). (2011). Textos recobrados (1931-1955). Buenos Aires: Editorial Sudamericana, p. 218. Referencias: [2] del Carril, L. y Rubio de Zocchi, M. (comp.) (2005). Jorge Luis Borges, Cervantes y el Quijote. Buenos Aires: Emecé. Referencias: [3] Conferencia compilada en su libro Jorge Luis Borges. El gusto de ser modesto: siete ensayos de crítica literaria. Bogotá: Panamericana, 1998. Referencias: [4] Zangara, I. (comp.). (1999). Obras, reseñas y traducciones inéditas. Diario Clarín, 1933-1934. Buenos Aires: Editorial Atlántida. Referencias: [5] El comparatista alemán Hans Ulrich Gumbrecht ha establecido una relación entre el pensamiento de Descartes y el Quijote en un artículo titulado “Ich denke, also bin ich don Quijote”, publicado en la revista Die literarische Welt, 22, 2005.

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