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Salutación a una nueva cátedra en honor al maestro Carlos Gaviria Díaz

Actualizado: 7 feb 2019

Por: Un supuesto estudiante de filología


   El legado es una de las bases más sólidas de la academia. Una buena institución y un buen programa se justifican en la transmisión continuada de unas enseñanzas, que bien pueden haber sido inauguradas por un solo individuo, el maestro, o un grupo de investigación; aunque más frecuentemente lo están por lo segundo que por lo primero, si bien esto muchas veces se presenta por la ausencia forzosa de lo primero. Sin un legado el paso por las instituciones educativas es un proceso de continua repetición que termina por crear en la mente del estudiante un pastiche de simple información acumulada, que en el caso venturoso de que esta haya sido recibida de manera crítica, aquel se ahorrará la confusión que es el dogma; sin embargo, su vida académica sería —paradójicamente— un sinuoso recorrido de “desaprendizaje”.

   Entiendo aquí el legado en el mejor de sus sentidos: como escuela académica. Esto no implica que la vocación de la escuela sea estática: repetir los mismos contenidos hasta que un grupo más o menos amplio de académicos terminen por decir lo mismo; por lo contrario, el aprendizaje que se imparte desde las “escuelas” debe ser dinámico, de modo que los estudiantes —tengan o no tengan el ánimo de pertenecer a dicha escuela— absorban de manera continua diferentes conocimientos que les posibiliten no ya el dogma, sino el conocimiento y juicio suficientes para discernir sobre los contenidos y así alimentar el espíritu crítico. Por esto las escuelas son uno de los caminos para llegar a los puntos más altos del conocimiento: con base en el estudio de temas comunes, y desde un enfoque compartido y sostenido, el examen de los contenidos es mucho más satisfactorio que sobre la base de un enfoque más esporádico y menos concienzudo. En otras palabras, de esta manera se puede superar la enseñanza tipo manual para adentrarse en los problemas del contenido de los temas.

   Sin embargo, pese a que aquí sostengo que la escuelas son uno de los mayores bienes de la academia, en ocasiones su actividad termina siendo un arma de doble filo. Veamos. En primer lugar, la multiplicación de estas puede crear fuertes divisiones que rayan con el sectarismo hasta convertirse en un problema de competencia insana, esto es, el falso dilema de que se es A o B, se apoya esto, ergo no se apoya esto otro que yo apoyo, y somos enemigos. En segundo lugar, pese a que pertenecer a una escuela no siempre habla de la calidad de sus integrantes, las posibilidades que aquellos tienen para triunfar son más altas frente a otros que no pertenecen a ninguna. En tercer lugar, muchos estudiantes que desde sus inicios en la vida universitaria han sido miembros de una escuela, son incapaces de contemplar puntos de vista diferentes, pues han adoptado una única mirada y no les es posible sobrepasar el influjo de la escuela que los ha moldeado. Y, por último, las escuelas producen muchos estudiantes de este tipo, y el verdadero problema comienza cuando eventualmente estos se convierten en profesores ya que su conocimiento es bastante reducido —y a lo mejor poco original— como consecuencia de la imposibilidad de trascender los contenidos que han aprendido. De esta manera, en pregrados de poca oferta esto se vuelve  un verdadero problema, pues muchas personas terminan siendo medianamente capacitadas para transmitir unos contenidos y como son varios los candidatos, y es imposible dictar la misma cátedra, esto se soluciona otorgando unas “super facultades” a los profesores bajo la falsa égida de la libertad de cátedra, de modo que los curso terminan por ajustarse al limitado conocimiento del nuevo profesor y no el profesor a las propuestas del curso, como debería ser. Por este camino el legado se pierde y termina por ser uno de los más grandes males de la academia, pues estas personas, supuestos continuadores del legado, sin nada más que hacer que repetir lo aprendido, propenden con mayor facilidad a dogmatizar que ha enseñar.

   Ahora bien, también hay que tener en cuenta que hay diferentes ofertas que se ajustan en mayor o menor medida a los contenidos que maneja una escuela, por ejemplo: un abogado penalista en un mundo ideal no tendría por qué estar dando bienes, pese a que algo de esto conoce, sin embargo, probablemente podrá dictar, a su vez, un curso de procesal penal. Por su parte, un estudioso de Rafael Gutiérrez Girardot tendría mayores posibilidades de maleabilidad en distintas ofertas de literatura pues podrá pasar de la literatura española, a la latinoamericana fácilmente y, algunos cuantos, a la alemana. O pensemos en medievalistas que además de un curso de literatura medieval podrían dictar cátedras sobre historia para literatos o tal vez hasta historia de la lengua. Naturalmente, hay escuelas que profundizan sobre distintas áreas del conocimiento con mayor amplitud que otras. Pensemos que, por su parte, los editores críticos se pueden desempeñar muy bien —soslayando su habitual curso de crítica textual— en una cátedra de edición de textos, pero rara vez, en un curso como historia de las culturas antiguas; lo mismo que un medievalista enseñando morfología o un estudioso de la obra de Rafael Gutiérrez Girardot impartiendo cursos sobre teatro griego. Son escasas las personas capaces de hablar de variados temas de manera profunda —o como ya había dicho— que sobrepasen la enseñanza de manual, pues la universidad debe ir más allá.

   Con todo, estas personas no son ni pueden ser la única fuente de las academias, no pretendo afirmar que las aulas de clase solo pueden tener frente al tablero a alguno de estos maestros: no tiene nada de malo ser un experto en cierta materia y transmitir estos conocimientos sin inmiscuirse en terrenos por los que no se ha transitado a fondo, e incluso formar así grupos de investigación para fortalecer estos conocimientos. Sin embargo, es frecuente que algunos profesores pasen los más variados cursos con una habilidad sorprendente, de manera que ostentan ser una de estas excepciones cuando es bastante claro que no lo son.

   Pero ignorando todos los problemas inherentes a las escuelas, nos podemos alegrar —y esta es una de las virtudes de la academia— de que la excepción brilla con bastante fuerza, de suerte que suele ser bastante fácil apreciar que se está delante de alguien de este tipo. Y nos podemos regocijar todavía más, pues el ser excepcional que motiva este texto es reconocido por todos por haber sido una persona ética; y, a la postre, profesó, como muestra de amor a su alma mater, una fidelidad intachable a sus cursos. La permanencia fiel a sus cátedras por más de treinta años fue una de las formas en las que Carlos Gaviria Díaz creó un legado; y ahora, lejos de ambiciones, la nueva cátedra que lleva su nombre se perfila de la mejor manera: siguiendo las huellas del maestro y evitando a toda costa el peligro del dogma, porque continuar el espíritu crítico de estos maestros es parte —claro está— de su legado.

   Carlos Gaviria Díaz tenía todas las facultades del sabio lector, y comprendía que, al ser un apasionado por el conocimiento, su labor no era otra que transmitir esta pasión por el conocimiento, y que, para llevarlo a buen término, era necesario guiar al estudiante lo más lejos que se pudiese en el mar del saber, nutriendo de su vastedad —como profesor excepcional— sus cursos teóricos.

   Ahora, puesto que entendemos que Carlos Gaviria es un maestro que ha construido un legado, y después de hacer una larga digresión sobre las consecuencias positivas de estos y la creación de escuelas que, aunque su labor es la de continuar el legado, muchas veces no lo hacen de manera acertada, volvamos al breve pero importantísimo motivo de este escrito:

   Con gran alegría me he enterado de que la Facultad de derecho y ciencias políticas ha dado vida a una cátedra en honor al maestro Carlos Gaviria Díaz, quien ahora no solo honra el nombre de nuestra biblioteca, sino directamente el aula de clase: su espacio más natural. Carlos Gaviria no necesita ninguna carta de presentación, y sus alumnos, es decir, los profesores que impartirán esta cátedra, por extensión tampoco la necesitan, pues el amor al maestro se ha de traducir, necesariamente, en un curso de la mejor calidad, en la acertada continuación de su legado.

   Para terminar, debo de recordar que los filólogos —y en general toda el área de humanidades— tenemos un motivo más para continuar sus enseñanzas: recientemente se han trasladado a la universidad las dos bibliotecas del maestro junto con sus documentos y archivos personales como noble gesto de sus herederos, pues su lugar más natural es, sin duda, la biblioteca que lleva su nombre.

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