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Bloques de realismo folclórico

Actualizado: 7 may 2019

Jacobo Cobo


Se pasaban las horas evocando personajes

y situaciones increíbles. Uslar Pietri


Acepté un desafío. Consistía en escribir una opinión sobre una universidad supersónica. Estas líneas versan, por lo tanto, sobre lo sonoro. Del disparate de aceptar, picado, la provocación, no pudo surgir otra cosa que esta sucesión de desarticulados bloques de texto.


I

En un taller de lutería instalado en lo que antaño había sido un enorme teatro, en medio de un arrume infinito de instrumentos musicales que alcanzaba la extensión de un estadio de fútbol, ocurría la siguiente conversación:

—Vengo a reclamar un piano. —Muestre el recibo. —No lo tengo a la mano. —¿Cómo es el piano? —Es colosal y desafinado.

II


Figúrese el lector la siguiente escena, de sabroso y carnavalesco delirio:

aquello no parecía entonces una casa presidencial, sino un mercado donde había que abrirse paso por entre ordenanzas descalzos que descargaban burros de hortalizas y huacales de gallinas en los corredores, saltando por encima de comadres con ahijados famélicos que dormían apelotonadas en las escaleras para esperar el milagro de la caridad oficial, había que eludir las corrientes de agua sucia de las concubinas deslenguadas que cambiaban por flores nuevas las flores nocturnas de los floreros y trapeaban los pisos y cantaban canciones de amores ilusorios al compás de las ramas secas con que venteaban las alfombras en los balcones, y todo aquello entre el escándalo de los funcionarios vitalicios que encontraban gallinas poniendo en las gavetas de los escritorios, y tráficos de putas y soldados en los retretes, y alborotos de pájaros, y peleas de perros callejeros en medio de las audiencias, porque nadie sabía quién era quién ni de parte de quién en aquel palacio de puertas abiertas dentro de cuyo desorden descomunal era imposible establecer dónde estaba el gobierno.

Sabemos que había un patriarca, pero debemos olvidarlo momentáneamente (igual, estaba moribundo) y pensar que, por cosas del destino, lo mismo pudo ser un patriarca querido y bonachón que un sátrapa. ¿En una casa presidencial?, ¿en un palacio? Lo que importa, más allá de los casos, es la noción de espacio hierático. Ahora suponga, lector estimado, que el escenario en el que se llevan a cabo los hechos que acaba de leer es Colombia.


III


A partir de la figuración y de la suposición, le invito a que me acompañe en la construcción de este equívoco. ¿Cómo es esa Colombia-casa presidencial? Es un Estado que parece tener dos velocidades: muy lenta una, vertiginosa la otra. La muy lenta se manifiesta en la incapacidad legendaria para alcanzar la modernidad. Colombia ha parecido, desde siempre, la combinación de las conclusiones posibles de una novela escrita durante la Regeneración (mediante inverosímil contrato entre Carpentier y Caro o, como quien dice, entre Dios y el diablo). La velocidad vertiginosa, en contraste, síntoma burlesco de la otra, es palpable en un desmadre permanente en todos los ámbitos de la vida de los colombianos.


Es en la calle y, en general, en el ámbito público, donde más ostensible se hace el despelote. No es una cuestión meramente metafórica para hablar en sentido figurado del manejo de la cosa pública, sino que es también, su fachada y su interior, su materialización cotidiana: oficinas cerradas o que no funcionan, filas interminables, voceadores y tramitadores que acosan a los ciudadanos, escribanías de andén, burócratas desdeñosos e ineptos detrás de los escritorios… Esta es la cara que el Estado le ofrece al ciudadano: una con una mueca obtusa y ridícula.


Pero, además, en la calle, ese ciudadano en proyecto que es el colombiano se ve confrontado con sus pares, los otros ciudadanos en proyecto. ¿Cómo es eso? Es una historia similar. La historia de un abandono, de un espacio que es tierra de todos y de nadie. Voceadores, vendedores, mendigos, avispados, vivos y ganapanes se toman el espacio público. Eso es en la acera. En el asfalto, ese, el que se usa para ir en carro —ya que no se puede caminar—, hay una arrogancia y una agresividad multiplicadas. Los motociclistas son un recordatorio de que no hay autoridad ni Estado, pues zumban sus fastidiosos aparatos rápidamente y muy de cerca, en pose desafiante. Los que van en carro no son mejores, pues usan a los primeros para justificar su indolencia y su arribismo. En una ciudad como Medellín la cosa se lleva a otro nivel con la parlantería y los altavoces por todas partes. Se anuncian frutas, helados, detergentes o planes de televisión e internet en carros con megáfonos. Las bocinas de buses y camiones agregan sus notas para enriquecer la disonante obertura permanente.


IV


Ahora metámonos, lector amigo, en una porción de esa Colombia-casa presidencial. Se trata de la universidad-casa presidencial. Como lo que le estoy proponiendo es la construcción de un equívoco, quiero decirle un despropósito: La Universidad se parece al Estado. Se le parece en el sentido de que reproduce jerarquías, clientelas y otros vicios. De ahí que se escuche en las conversaciones con tinto en sus pasillos, cómo tal o cual fulano permanece en su cargo porque es ficha de tal o de pascual; cómo el Consejo está controlado por gente que no es de la academia; cómo hay instituciones dentro de ella que han sido controladas durante centurias por personajes añejos y matusaleños y, por supuesto, si la Universidad reproduce esa misma estructura estatal, cómo eso se tiene que reflejar necesariamente en lo exterior y en lo más visible.


¿Y qué? Pues nada. Parlantes, conciertos, chirimías, fiestas de integración, clases de baile, rumbas de pasillo, tambores, pitos, papas, tarimas, animadores con micrófono, tertulias encañonadas en pasillos que actúan como caja de resonancia. ¿Estudiar? No. No es de eso de lo que se trata. O bueno, sí. ¡Pero con alegría, sin acartonamiento! ¡Con felicidad y actitud positiva! ¡Estudiar, como se pueda, en medio del fragor! Lo demás es godarria y ataque al librepensamiento y a la diversidad. La Universidad tiene que ser un bafle enorme que amplifica el jolgorio en un lugar que no fue hecho para estudiar. ¿Estudiar? Eso era lo que decía el mito popular. Y en eso consistía su gran atractivo. Pero era, al fin y al cabo, un mito.


Una de las cosas en las que la Universidad más se parece al resto del país es el despelote. Despelote, desmadre, desorden, ruido, confusión, caos, bulla, algarabía, alboroto, barahúnda, batahola, tumulto, estrépito. La Universidad genera la impresión de una plaza de mercado en perpetuo domingo, de un estadio de fútbol en medio de una final pendenciera, de un parque de barrio alquilado por lavaperros para fiesta electrónica de burdel. Uno, que vive en el barrio, es decir, en un barrio popular, puede entender la vida en medio del barullo y del bochinche (aunque, tal vez, por obligación). Y entonces no puede evitar preguntarse: ¿tiene que ser igual en la Universidad? La respuesta, tal vez lógica, podría ser “no”. No, la Universidad no tiene porqué ser igual a lo que existe fuera de ella. Tristemente, es una respuesta hipotética y gaseosa a una cuestión que hoy pocos parecen plantearse. A la misma pregunta, responde presto el cínico, con la columna de parlantes y megáfonos: “¡Sí!, ¡sí, hijueputa! ¡Así es la Universidad! ¿Y qué?”.


V


Decía un alemán ilustre que “con truenos y con celestes fuegos artificiales” había que hablarle “a los sentidos flojos y dormidos”. ¿Qué quiso decir ese incomprendido? ¿Eran esos truenos palabras francas y luminosas que buscaban despejar la nube del desconocimiento? ¿Eran esos truenos palabras duras y directas que buscarían develar engaños? ¿O acaso quiso decir en nihilístico decreto: “¡Vuélvanse sordos todos! ¡Eviten el escucharse! ¡Aturdan el entendimiento!”? A lo mejor fue eso.


—¿Y entonces…? —dice el parlante con cínico desgano, torcida la jeta y encogidos los hombros.


¡Qué vivan los truenos y las centellas en los bloques de la Universidad! ¡Somos unos pocos los de malas que necesitamos del silencio para lograr la concentración necesaria! ¡La Universidad es un espacio ordinario! ¡No hay nada hierático en ella! ¡No se merece un trato distinto! ¡Qué importa si no se siente ninguna diferencia entre ella y el resto de lo que hay! ¡Sigamos como los caracoles, con nuestra casa a cuestas! ¡Literalmente! ¡Sigamos reconstruyendo en todas partes ese folclórico exotismo que nos hace tan propios! ¡Lo único que le falta a la Universidad son los tendederos con los calzones secándose al sol!

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