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Reflexión de un supuesto estudiante de filología enfrentado a un cambio de pénsum

Actualizado: 7 may 2019

Supongamos que soy un aspirante a estudiar filología y sé que la única opción a este pregrado en Antioquia es precisamente la universidad homónima. Busco en los pregrados y no encuentro el pénsum, no está en ciencias sociales y humanas (aunque haya pensado que el componente humanístico hace a la filología) y creyendo que podría ser escritor, no lo encuentro tampoco en bellas artes. Está —tal vez por el momento— “sin definir”. Por fin encuentro el pénsum.


Cinco semestres de formación bastante bien organizados. Hasta los estudios literarios parecen estudios históricos y voy de la literatura griega (first starts with the greeks) hasta el Siglo de Oro español; de las culturas antiguas hasta Colombia y, si no se estudia la historia de España directamente, Historia de la lengua deja las bases que al filólogo le son pertinentes. Hay tres materias que en la formación bailan fuera de la pista como ellas quieren. Si no hay Semiótica (en el ciclo de formación) es porque hay Semántica, si no hay Filosofía del lenguaje es porque hay Estadística y Lingüística computacional, si no hay Introducción a los estudios filológicos es porque hay Introducción a la lingüística, si no hay Filosofía, es porque el filólogo o es lingüista o es literato, pero nunca un lingüista enamorado del misterio del lenguaje.


Para este momento, yo, el aspirante de filología, habré visto en cada semestre cinco materias y en el quinto semestre de este ciclo de formación me habré formado como ciudadano con una sexta materia. Pero también habré visto cinco niveles de inglés: seis materias por semestre; y, finalmente, a partir del segundo semestre, muy juiciosamente (rayando con la precocidad), estaré aprendiendo el alemán de Gutiérrez Girardot para entrar en un grupo de investigación, para un total de siete asignaturas a partir del segundo semestre y, como son ocho en el quinto, digamos que para un total de siete asignaturas por nivel.


Restan ahora tres semestres de profesionalización, pero al frente se ven dos, pues el tercero parece demasiado lejano. Las prácticas, el cambio curricular más significativo junto con la reducción de diez semestres a ocho, solo se pueden realizar en el muy lejano octavo y último semestre. En el sexto nivel veo seis materias y ya comienzo a pensar en la tesis; necesito terminar el último nivel de Multilingüa. Lo hago —como estudiante sobresaliente que soy— y así termina el semestre y me doy cuenta que ya estoy en la tesis, lejos, muy lejos, del ciclo de formación.


Durante ese ciclo de formación he aprendido que la filología es sinónimo de rigor. Toda esta formación investigativa, con uno que otro Seminario de gestión cultural, se resume en una materia que tiene el doble de créditos que las demás: trabajo de grado... Es decir que no son cinco materias en el séptimo nivel, sino seis, que es a lo que estamos acostumbrados. El trabajo de grado se debe de acompañar, entonces, de otras cuatro materias, pero este trabajo de grado debe satisfacer el nivel que un pregrado como filología exige en la investigación. En el séptimo semestre, el nuevo estudiante de filología será equivalente al viejo estudiante de filología en el décimo semestre. Quiero decir: habrá entregado un trabajo de grado del nivel apropiado a la filología, o, lo que es lo mismo, el nuevo estudiante es igual al viejo filólogo, pero más ansioso.


Pero hay más, será incluso mejor, pues restan para el octavo y último semestre cinco materias y una que vale por dos, es decir, las mismas seis materias de costumbre. Ese lejano semestre de las prácticas se materializa. Las prácticas no se podían realizar sino ahora, pues el estudiante de filología quizá enamorándose del trabajo nunca se graduaría.


Imaginemos ahora que me he graduado. Por mí ha pasado una reforma curricular bastante importante, el filólogo de antes ya no se parece al nuevo filólogo: de cinco años pasamos a cuatros años. Si se cambió el currículo algo más tuvo que cambiar junto con él. Puesto que se combinan la investigación y la práctica —y esto disminuyendo el tiempo de estudio o, mejor, lo cualitativo es indiferente de lo cuantitativo—, pero se sigue persiguiendo el fin de hacer buenos filólogos, esto puede significar: o que los nuevos estudiantes vienen mejor capacitados, o ahora se capacita mejor y por ello el nuevo estudiante de filología necesita menos tiempo; o, por el contrario, el filólogo de antaño hacía mejores tesis, o, acaso, el viejo filólogo era demasiado investigativo y necesitaba mucho más tiempo que el que ahora se necesita. Tal vez todo este camino significó que apenas unos cuantos profesores y unos cuantos estudiantes eran los que hacían la diferencia. El nuevo filólogo aprende que la formación es esencialmente autodidacta. Supone el nuevo estudiante de filología, entonces, que las garantías para graduarse en ocho semestres están ahí, garantías de calidad y factibilidad. Supongamos que las garantías están —naturalmente— implícitas.

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