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Un mar de sábanas

Actualizado: 7 may 2019

Por: María José Botero Martínez

majo.botero.m.123@gmail.com


    Cristina despertó envuelta en unas sábanas blancas. Desorientada, hacía que sus largas pestañas aletearan como hermosas mariposas sobre sus pronunciados pómulos. Su conciencia surgía como pequeñas burbujas que cuando llegan a la superficie explotan, y sintió ajenas esas sábanas que rodeaban su cuerpo desnudo, sintió ajena esa habitación con vista al mar, toda diseñada por terceros, nada propio, todo impersonal. Recordó entonces a Marcelo, a quien había entregado su cuerpo —y al parecer también su alma— víctima de una sed de poder. Por más que se sintiera sucia, e incluso ajena a ella misma, por más que se sentía flotar como si fuera un espectador en su propia vida, ella no se arrepentía de nada, sólo lo meditaba y reflexionaba ocasionalmente como hacía en este momento mientras observaba el cielo raso y contaba como por inercia las manchas que algo —o alguien— había producido mucho tiempo antes de que ella fuera lo que es hoy, mucho antes de que ella decidiera entregarse a alguien que sólo llena sus bolsillos. Se sentó en el borde de la cama e hizo un ademán para recoger la sábana y esconder, aunque fuera un poco, su desnudez, pero ¿qué más daba ya? Apoyó las manos a los costados medio agarrándose a la cama, como si ese blando colchón soportara el peso de todo lo que sentía encima —o dentro— y siguió pensando, decidida desde hacía años, que el amor era solo una invención de la gente ingenua para hacer de su pobre existencia algo menos tortuoso, algo un poco más soportable. Lo más parecido a las mariposas en el estómago que Cristina recordaba haber sentido, era una ocasión en que comió sushi en un restaurante carísimo y, en apariencia, salubre. Estuvo en el baño tres horas esa misma noche y bajó 4 kilos en esa semana. A la semana siguiente ya parecía un fantasma, tanto que ni los guardaespaldas la miraban con deseo —o morbo, mejor dicho— como era usual. Lo más parecido a una caricia paternal que recordaba de niña, era cuando después de desahogarse por su mal día de trabajo su madre le pedía perdón y le sobaba las quemaduras de la correa bajo el chorro de agua helada. Tiempo después, cuando Cristina ya había cumplido 12 años, su madre le dijo que ya era hora de que empezara a producir ella también, esa fue la primera y última vez que su madre la abrazó mientras dormía, tratando de calmar los sollozos y espasmos de la hija a la que había vendido a un tipo que quería agregar a su lista de cama a una virgen. Sacudió la cabeza como si de esa forma pudiera borrarse la memoria, se puso la mejor sonrisa que pudo y caminó por esa habitación de hotel hacia el balcón, y, así, desnuda, sin ningún tipo de vergüenza, se asomó a contemplar el hermoso mar y el sol naciente. Se dijo a sí misma que iría a surfear después de comprar algo lindo para la cena de esta noche. Marcelo le había dicho que debía ser la señora más bonita de toda la gala. De esta manera, así lo entendía ella, el resto de los hombres se interesarían por sus ideas, siguiendo algún instinto primitivo. No cualquiera tiene al lado a una mujer como Cristina.

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