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Teatro para filólogos

Actualizado: 7 may 2019


Por: Juan Buitrago

El hermetismo del filólogo parece ir en contravía del teatro. Su planeación minuciosa desemboca en una individualidad potenciada que, a la postre, automatiza el hacer. Y esto no es casual, pues la teoría no solo configura un marco de análisis, sino que modela el cuerpo del estudioso de la lengua: crea un ritmo interno incoherente con la propuesta corporal, afianza en la voz una cadencia pretenciosa y fastidiosa que no genera ni sorpresa ni interés; el error se presenta en él como una tragedia, a la vez que le infunde miedo a equivocarse. Las clases son la manifestación de ese dualismo antropológico en que el alma parece desbocarse por ansiedad de conocimiento —por obvias razones, imperceptible— y el cuerpo guarda un hieratismo estremecedor: los Buster Keaton contemporáneos. Aunque lo peor no descansa allí; esa falta de gestualidad va acompañada de una imposibilidad de reacción. Las sinapsis funcionan de manera diferente en los filólogos: buenísimos para el análisis, pero malísimos para la intuición; por tanto, terribles improvisadores. Basta con plantearles una situación sencilla para bloquearlos: imagínense un oso polar amarillo comiendo un helado en Saturno. El filólogo comenzará a preguntarse cómo un oso polar llega a Saturno, por qué come un helado, e incluso dirá sin titubear que “los osos polares no son amarillos\". De esta manera, llegará a la comodidad de afirmar que se trata de un absurdo, ignorando que en esos absurdos descansa el mayor problema para sus sentidos, porque aquello que no puede explicar racionalmente lo desborda. La filología despojó a la dramaturgia de su objetivo primordial: la teatralización. Esta toma la escritura teatral como un ejercicio médico de disección para aplicar teorías reduccionistas, extraer temas y estructuras subyacentes; en lugar de privilegiar, en sus análisis difundidos, esa relación en la que el texto se hace uno con el cuerpo y en la que dicho cuerpo es re-presentado. No se me tilde por esto de idealista, ni menos de observador romántico del teatro. Esas investigaciones son necesarias. Solo que en ellas el investigador se distancia del objeto, lo vuelve impersonal y, en consecuencia, esto hace que los estudios se agoten en una escritura impecable que no interesa a nadie, ni siquiera a los teatreros. Por ende, propongo que el estudioso de las letras sea también teatrero, puesto que así adquirirá conciencia de la vida en tanto un “ensayo interminable”; de modo que pueda acercarse sin esfuerzo a un acontecimiento tan complejo como el teatro mismo. No necesita el filólogo tener bases actorales, ni leer los tomos de Filosofía del teatro de Jorge Dubatti; lo único que necesita es aprender a jugar. El juego exige atención, trabajo en grupo, repentismo, táctica, creación y, sobre todo, implica riesgo: lanzarse al vacío. El teatro es el arte del juego. Y aunque el arte no debería enseñar, y el teatro no se libra de ello, este permite crear cuerpos proporcionales a la mente, gestos representativos del ritmo interno, animalidades; en suma, una poética que configura una cartografía personal. Por ello, invito al filólogo a que juegue a ser otros: una hiena, una rosa, un dios griego, una mesa de noche, un escritor, un académico, etc. Y de pronto así —quizás cuando menos se lo espere— podrá jugar a ser filólogo.

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