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Sobre la oralidad y la educación

Actualizado: 8 mar 2019

Proponer, como problema académico, la recuperación de una rica comunicación mediante el lenguaje oral (tan frecuente y equivocadamente llamado verbal, como si otras formas de comunicación de la palabra no lo fueran), es asunto capital entre los que deben ocupar a los educadores, aquí y dondequiera. Algunas reflexiones cabe hacer al respecto de la oportunidad y pertinencia de esta tarea en el presente.


Nuestro presente está signado, en el campo de la comunicación, por la extraordinaria velocidad y la eficacia, garantizadas por una tecnología que se renueva y se supera en un escalamiento de vértigo. Los archiconocidos medios que hoy nos asombran, y que están al alcance del conocimiento y de la apropiación de muchos jóvenes, privilegian el universo de las imágenes y de la interacción entre personas por medio de la escritura de proyección instantánea, mutua, entre emisor y receptor básicos, y de inmediato, ad libitum, entre una amplísima red de “interlocutores” que pueden recoger el mismo mensaje, referirse a él y ampliar aún más el “círculo” de los interesados. La voz tiene cabida, pero es notorio que, por razones técnicas y económicas, se da prioridad a una escritura digital que, cada vez más, se está convirtiendo en una nueva codificación en cada lengua, abreviaciones, apócopes y convenciones propias de círculos vinculados con la clase social, la educación, el sector urbano que se habita, las profesiones, los hábitos de consumo, las oportunidades, la cultura, en fin, de cada segmento poblacional. La pobreza verbal, lexicológica, resultante de este inmediatismo en la comunicación, es ya un fenómeno comprobado.


Pero esto empezó desde hace décadas con ciertas invenciones: primero la del telégrafo en el siglo XIX y luego la del teléfono; la de la radio, primero local, luego regional y finalmente transoceánica, y la de la televisión, por último, para situarnos a fines de la primera mitad del siglo XX. Estas condujeron ya al inmediatismo que señalábamos. Los imperativos de la urgencia por enviar mensajes de información, y por emplear al máximo el tiempo de transmisión, incluso por presiones comerciales, fueron conduciendo a una progresiva economía de palabras y, consecuentemente, a una cada vez mayor simplificación del pensamiento. Las notables excepciones que se han dado en todas partes, de manera especial en países desarrollados y con alta valoración de la cultura académica, son escasas. En este orden de ideas, la televisión no hizo más que hacer más amplio, más inmediato (aún cuando el mensaje fuese diferido), más nutrido en posibilidades de información y de entretenimiento, un fenómeno de comunicación exclusivo de nuestra contemporaneidad, iniciado por el cine desde cuando este desarrolló una gramática y una sintaxis propias: la simultaneidad de imagen y lenguaje verbal (oral y escrito), más los lenguajes musical, sonoro y plástico; el cine fue infinitamente más complejo en este sentido que lo que había comunicado el teatro de siempre: una paralela producción de sentido en la cual cada lenguaje es editado cuidadosamente para no perder su autonomía. En estos dos medios, cine y televisión, tan determinantes de las culturas contemporáneas, la palabra, el discurso estructurado, tiene un papel importante, pero sin duda subordinado a todos los demás, especialmente al de la imagen. Si esto es notorio al observar una proyección de cine o un programa de televisión, lo será mucho más para quien lea el guión de una película argumental o documental: el guión literario es elaborado con rigurosa economía. Salvo notables excepciones, casi todas del pasado de estos medios, este fenómeno reduce significativamente las posibilidades de razonamientos extensos y profundos.


Esta es la herencia que hemos recibido y es la que cada vez más irreflexivamente estamos legando a las nuevas generaciones. Por supuesto, no se trata de atacar y despreciar esas maravillosas artes y posibilidades de comunicación que representan el cine y la televisión y los nuevos medios electrónicos, sino de recuperar, simultáneamente, la inveterada sabiduría y las artes de la palabra que ha construido la humanidad.


No hay duda de que los libros van a seguir siendo garantía de esa permanencia del legado lingüístico. Pero hay que mirar más atrás de esa maravillosa invención: mirar hacia el pasado de muchos siglos durante los cuales la humanidad desarrolló una asombrosa comunicación oral, tan rica que durante centurias numerosos seres humanos se preciaron de su capacidad, ya no solo de interactuar con los otros hablantes de la propia lengua sino de traspasar fronteras lingüísticas y de ser políglotas. Esto, para tender puentes en el conocimiento, en la política, en el arte. La correspondencia, inmediata o diferida, de esta oralidad con la escritura, produjo durante milenios la riqueza más justa y perenne de la humanidad.


Pero es necesario, incluso, pensar en el maravilloso legado de la comunicación oral profunda y densa, aún más allá de esa correspondencia; pensar incluso más allá del fetichismo de la palabra escrita como signo de autoridad. Es necesario recordar cuánto construyeron las sociedades del más remoto pasado, antes de la escritura y luego para que se justificara la escritura, con el uso, el poder y el gozo de la palabra oral, para hablar y para cantar. La maravilla de la especulación filosófica, ya fuera en el discurso magistral o en el diálogo, que en momentos como el que Karl Jaspers llamó “tiempo eje de la historia”, entre el siglo VI y el V antes de nuestra era, en Oriente y en Grecia, produjo los discursos fundamentales que siguen siendo nuestros referentes. Las confrontaciones orales que produjeron, finalmente, los ordenamientos sociales desde la familia y la tribu hasta el Estado; la transmisión, de las técnicas y los saberes sobre la naturaleza y el cosmos; las tradiciones domésticas, épicas, históricas, míticas; la poesía, el rito, la magia, la acción verbal en el teatro. La oratoria política que modeló sistemas, ideologías, que removió estructuras a veces pretendidamente inamovibles: en la calle, en el ágora, en el hemiciclo parlamentario, en el café.


Es necesario pensar en volver a la literatura y a la historia, sobre todo a la poesía, el cuento, la novela, el teatro representado y la dramaturgia, como se remonta una corriente, para que ellas nos devuelvan la riqueza que venía del tesoro de la oralidad de siglos, de todas las culturas de la tierra. Porque la oralidad que comercian nuestros niños y jóvenes ha perdido la sangre de las fuentes de la lengua: sus raíces asociadas con la historia, lo que le da la riqueza, la complejidad, la elaboración de su función poética. Proponerles juegos de sinónimos, de formación de oraciones con la consciencia de la importancia de los verbos (la acción) y de los sustantivos (lo esencial, la “Sustancia”), de sintaxis razonada pero llena de diversas posibilidades alternativas. Y sobre todo: motivos para hablar, proyectos, propósitos altruistas construidos con palabras, incitaciones a la acción, de unos estudiantes a otros. Encontrar el vocabulario del amor, el que da cuenta de los sentimientos, de los deseos, de los dolores, de los obstáculos. Para superar la cortedad y la timidez del estudiante, extrapolar en la representación hacia personajes que hablan por el hablante, que distancian del entorno intimidante. Un niño o un joven tendrán, en sus comienzos, menos reato de pronunciar ante sus compañeros un discurso elaborado, incluso retórico, y apropiarse así de un vocabulario denso y significante, si aparecen ante sus compañeros representando a un personaje histórico o a uno contemporáneo, en una situación dramática, cómica o de juego, con base en un buen libreto, que si aparecen él o ella mismos en una circunstancia de solemnidad y de rígida formalidad impuestas por el discurso.

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