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Semblanza de Pablo Escobar

Actualizado: 11 feb 2019


Por: Juan Guillermo Gómez García


Pablo Escobar Gaviria es hijo de la provincia de Antioquia, de la Gran Colombia y de Nuestra América. Nada hay en él que revele un misterio endémico racial-regional. Nacido en el corregimiento del Tablazo, su padre era un modesto capataz y su madre una maestra de escuela. Desplazado, vivió en Rionegro y luego se trasladó el núcleo familiar a Envigado, pequeña ciudad de los suburbios de Medellín. Los orígenes de su acción delincuencial son conocidos en gran detalle por millones y por exaltados, por películas, telenovelas y biografías igualmente mediocres, de mil modos.

    Pablo Escobar es el producto refinado de una sociedad que se masifica de un modo inusitado. En efecto, Medellín experimenta, como otros núcleos urbanos colombianos, una explosión demográfica sin antecedentes. Pasa Medellín, pues, de 330.000 habitantes en 1950 a más de un millón dos décadas después. Este ambiente de masificación urbana caótica, con los grandes cinturones de miseria que urbaniza inescrupulosamente la élite tradicional (como lo documenta Fernando Botero Herrera), atrae a miles y miles de desarraigados en oleadas incontenibles del campo a la ciudad. Armados de sus tradiciones locales, vienen de todos los rincones: Jardín, Andes, Támesis, San Pedro de los Milagros... Esto origina la Feria de las Flores. Justamente el paso de una sociedad comunitaria rural a una sociedad urbana anómica tuvo en el caso antioqueño un efecto devastador. El deseo de salir adelante  se combina con la intensa nostalgia de un paraíso campestre perdido. Los nuevos pobladores de la ciudad sufren un gran desarraigo cultural, una desarticulación de los viejos valores de la familia, de la consagración a la fe de los mayores: una cultura del trabajo disciplinado y honesto.

    ¿Por qué en Ciudad de México o Buenos Aires, donde también había cinturones de miseria, no se crió el narcotráfico? Las condiciones culturales previas a la masificación urbana facilitaron este paso hacia una ilegalidad a escala internacional. La cultura cafetera había logrado generar una cultura del trabajo, una cohesión familiar y un amor a la región, muy diferente al de otras regiones colombianas (el antioqueño se precia de madrugador y echao pa delante). La “cultura de la pobreza”, para decirlo con el concepto de Oscar Lewis para el caso mexicano, no cabe para el complejo cultural antioqueño  tradicional: aquí el campesino era dinámico, independiente y con poder adquisitivo autónomo. Él estaba acostumbrado a trabajar en forma independiente, a sortear los más duros reveses en la comunidad familiar, a dar un valor especial al dinero y a exaltar los atributos de su tierrita, así como sabía lo que era el dinero y la dignidad personal producto de su trabajo. Al verse desplazado sintió los rigores de una sociedad que le era ajena y agria. No se doblegó a ella. Resistió al empobrecimiento y plebeyización. Tenía una ética del trabajo y, sobretodo, un amor al dinero que no estaba dispuesto a negociar tan fácilmente. La terra incognita de la ciudad masificada se convirtió en laboratorio para remodelarse a la nueva situación. Trabajo, religión, familia, dinero y prostitución son los términos apropiados a la redefinición cultural del nuevo héroe social.

    Pablo Escobar fue un verdadero héroe socio-cultural, nacido de las entrañas de una Antioquia desgarrada de su vida de provincia por efecto de la masificación urbana desaforada de esos años. Atrás habían quedado los años rojos, la rebeldía revolucionaria de obreros sindicalizados, de estudiantes con ganas de cambiar al mundo bajo el modelo de la Revolución de Octubre (en pocos meses cumple cien años). También habían quedado atrás los certámenes hippies de Carolo y el movimiento camilista de Golconda, que ha estudiado recientemente Óscar Calvo. Pablo Escobar fue un héroe contrahecho, mitad Robin Hood, mitad carnicero del Holocausto. La posibilidad de ordenar el puzzle de su mente individual recae en la exigencia de articular ese cuadro, justamente incoherente, bajo las categorías de análisis de los autoritarismos nazi-fascistas del siglo XX. Pablo Escobar es un psicópata que concita simpatías, que arrolla y seduce.

    El primado de ese análisis es el reconocimiento de que este no es coherente, lógico, que su figura no se puede ordenar en las categorías convencionales de las ideologías derivadas de la Ilustración europea. Los valores de Pablo Escobar son valores incoherentes, superposiciones de capas valorativas de diverso origen histórico. Por eso, su núcleo es el irracionalismo. Ama entrañablemente a su familia: padre, madre, esposa (aunque él putea sin descanso) e hijos, pero no tiene ningún escrúpulo en mandar a asesinar bebés, ancianos o a cualquier faltón. Se confiesa piadosamente al padre García Herreros (dicen que le donó el terreno donde hoy opera la Corporación universitaria Minuto de Dios), da limosnas millonarias a curas y monjas, se casa por lo católico: todo como cualquier hombre de bien colombiano, que muere y se va directamente a la Diestra de Dios Padre. En materia de tradicionalismo católico, Pablo Escobar sigue lo que Colón y sus navegantes nos enseñaron a idolatrar. Al tiempo Pablo Escobar trafica, a gran escala, con la droga, arma un increíble ejército de sicarios dependientes, todos ellos especializados en cada una de las artes delincuenciales; sofistica los métodos de tortura y desaparición, pone bombas a diestra y siniestra, compra militares, chantajea y amenaza jueces y magistrados, no deja dormir ni un solo día al presidente (el inútil de César Gaviria). Es, pues, sentimental y matón, cabeza de hogar católico y émulo de Al Capone. Su Hacienda Nápoles anticipa el retorno añorado “a la finquita” del expresidente Uribe Vélez. 

    Pablo Escobar fue nacionalista, medio populista, empresario exitoso, criminal de fantasía. Su épico paso por nuestra tierra es inolvidable, capo de capos, de inconfundible cara plebeya, medio regordeta, bigotes desabridos, melenita a la moda. No era un dandy, ni un club-man, ni un rostro de la galería de Lombroso. Un hombre común y corriente, más bien anodino, colombiano medio, justo como el que le abre la puerta de su coche de gama alta o le sirve whiskey en El Nogal. Sus atributos físicos eran así nulos, pero su alma negra muy notable y aun así colorida. Era un bacán con muchísimo ingenio, un proteico inventor de mil trucos de magia. Parecía un Facundo Quiroga, un Pacho Villa, un Sangre Negra revivido en la Medellín de pleno siglo XX, con su aureola de incontables artimañas, atracos, asesinatos, valentía, codicia y maldad popular. Era un imbatible, un infatigable, un artero truhan sacado de la picaresca barroco-peninsular. Se recuerdan los desafíos inclementes a los dueños del establecimiento.

    Todo eso fue Pablo Escobar: un héroe colombiano, un modelo cultural incoherente, con atributos que no fueran tomados de nuestra tradición, pero combinados en modo tan sagaz y oportuno que nos resultan sorprendentes. Admirable, envidiable. Supo proyectar su imagen y sus gestos a toda la audiencia nacional como propaganda social de sus equívocos éxitos (encontró una comunicadora, Virginia Vallejo, otra pesadilla). Muchos, muchos y muchos tragaron el anzuelo.

    Pablo Escobar y la mafia que armó con la familia Ochoa no corrompieron la sociedad: simplemente terminaron de corromperla. En el barrio Laureles, con gusto, las familias más tradicionales medellinenses les vendían sus casas al triple, al cuádruple de su precio comercial. Sus subalternos compraban mansiones en el Poblado, en cuyas aceras, como si se tratara de un pueblo, se sentaban sus hijos e hijas a ver la gente pasar. Orinaban en el patio trasero de sus propias viviendas, como si estuvieran en una manga. Los galeristas más serios les vendían originales de Caballero con taparrabos para cubrir los genitales. Se quejaban los capos mayores: “¿para qué tanta plata si no me queda nada?”, es decir, no lograban reproducir las imágenes idílicas de su infancia, la familia patriarcal y su corte de primos, entenados, beatos y monjas, amigos de los primos y sus gotereros. Eran, en su mayoría, “carrangas resucitadas”. Entre tanto, la plata fluía a chorros, millones de dólares, toda la maquinaria aceitada, con las técnicas empresariales de corte de gastos y rendimiento en cadena. Toda una multinacional en regla, solo que casi no pagaban impuestos. Hicieron de Queens, en Nueva York, un fortín. Allí cientos o miles de coterráneos les hacían la vuelta. En este sentido Pablo Escobar fue discípulo del administrador Taylor (se enseñaba en todas las escuelas de administración de la Gran Colombia), como había sido discípulo en su gregaria vida familiar de Ignacio de Loyola (todo esto inconscientemente).

    En Queens esta pobre gente de su propia tierra, atrapada en esos crudos inviernos, no tenía de otra. ¿Quién los ha estudiado? Son víctimas también, son víctimas lejanas y presentes de nuestro estremecedor conflicto social. La sordidez de sus anhelos frustrados, la puede escuchar sin proponérselo un pasajero de un taxi de la “Villa Bonita”.     La sagacidad y la incoherencia no recaen en el individuo solo, Pablo Escobar, sino en la sociedad que lo prohijó. De él legamos muchas de las malévolas bandas paramilitares y narco-paramilitares que permean la sociedad, el Estado y la vida pública. La herencia de Pablo Escobar es una herencia de autoritarismo patriarcal hispánico, de exaltación de los valores de la hacienda colonial, del dominio brutal del patrón republicano con rejo en mano, combinada con los negocios a escala mundial que hoy hace del mismo hacendado que caracolea orgulloso su caballo de paso fino, un hábil inversor en los out-shores de la banca panameña. El narco-hacendado no es otro que el parlamentario o magistrado que recibe los sobornos de Odebrecht. Esto tiene una traducción abrumadora: millones de campesinos desplazados.     El asunto no es exclusivamente antioqueño, sino del capitalismo periférico con su modalidad propia. Alejandro López, en su inteligente (y apenas leído) libro Problemas colombianos (1927), avizoraba la situación. El notable ingeniero sostenía que los fenómenos socio-económicos que se generaban en Antioquia anticipaban los fenómenos socio-económicos de todo el país, por la simple razón de que Antioquia iba un paso más adelante que el resto de los departamentos de Colombia. Se trataba de un matiz que una vez importado por la dinámica capitalista, se reproduciría en todo el territorio colombiano. El penetrante apotegma del ingeniero liberal antioqueño (estrecho colaborador de Alfonso López Pumarejo en su primera presidencia) da en el clavo. Hoy en toda Colombia la mafia es un patrón común de negocios y modalidad cultural. Por eso la figura emblemática de Pablo Escobar no está solo en los corazones de los envigadeños, sino en el de millones de colombianos.     La filmografía de Víctor Gaviria (no la endeble novelística sobre el tema), con Rodrigo D. No Futuro (1990), La vendedora de rosas (1998) y Sumas y restas (2004), logró plasmar una certera imagen de ese traumático proceso. El cine como arte no explica, pero sí muestra con simplicidad y desconcierto la vida. Esto hace Gaviria: retrata la sed de aventura de una juventud abandonada en los márgenes sociales, el impulso inclemente de salir adelante pese a todas las trabas, el anhelo de mantener unido a un cordón umbilical sus seres más queridos, el eros arrebatado y a la vez frustrado de sus personajes, el fatalismo nihilista de quitarse la vida o de quitársela a otro sin más.     Pablo Escobar es víctima propicia y redentor: grotesco Rasputín al declive de un imperio o brioso jinete de bronce para las próximas elecciones de una república moribunda. 30 de julio de 2017

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