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Spadáfora

Requiem

Por: Spadáfora


Hoy es un día para la muerte, el placer, la satisfacción y para un último suspiro. Una hermosa tarde gris como esta, un día nublado y triste, donde todo se tiñe de melancolía, todo es lúgubre y preciosamente sombrío. Desde la madrugada lo he atisbado al asomarme por la ventana de mi cuarto y ver cómo las inmaculadas montañas, que le dan alegría al paisaje con su radiante verdor, y que sirven como caldero mágico para adivinar el clima, se vestían de seda blanca y helada, adornándose de gala para este día dedicado a la petite mort, al recuerdo, a los ríos de lágrimas internas que te dejan con la mirada lejana y perdida, atontado en recuerdos, sumido en miradas que hace mucho se desviaron.


Desperté dispuesto a todo, listo para pelear y morir, besarte y hacerte el amor, beber como si no hubiese un mañana, sedarme con analgésicos hasta sentir la lengua de algodón y el cuerpo liviano, entrar en trance chamánico sin darme cuenta de que mi cuerpo está inerte o que mi alma empieza a sentir las brisas del infierno.


Amo este clima; todo es gris. Las calles están vacías gracias a la lluvia, las personas prefieren atrincherarse en sus tibios lechos y olvidarse de la vida que aún existe afuera. La magnífica soledad me hace sentir bien; el viento gélido, aliento del ártico que pasa como cuchillas cortando mi piel y calando hasta mi conciencia, es el dulce dolor que me hace sentir vivo. Mi sonrisa no va acorde con las inclemencias del ambiente pero, qué más da, soy feliz con los días tristes.


A veces pienso que nací por error en esta bella ciudad de amaneceres claros y de tardes cálidas y acogedoras, adornadas por flores y bellas mujeres que parecen esculturas de musas griegas caminando por las calles e inspirando el aroma de la flora nativa y a más de un bardo. Luego, al ver cómo la lluvia azota las empedradas calles dejándolas solitarias; cómo las montañas se ocultan tras el velo penetrante de la bruma que hunde a todos sus habitantes en un ósculo glacial —capaz de matar a cualquier valiente dispuesto a sortear esas ráfagas bestiales de lluvia y de querer burlar los vientos enardecidos que brotan de los cuatro puntos cardinales—; cómo aún así al otro día sale el sol y se divisa esta ciudad inmortal que resiste otro ataque enfurecido del clima nórdico mientras que yo espero paciente el próximo; disfruto cuando todo se transforma en un desierto de concreto.


La soledad de los callejones hacen que mi alma se sienta libre y yo camino dejando que el titán de hielo intente congelar mi cuerpo —pero mi alma le ha ganado—. Cada que la metrópolis es asediada por el ejército de la niebla y sus poderosos aliados voy directo a mi lugar favorito, veo las tumbas con miles de fechas, millones de nombres y una sola conclusión. Las esculturas de mármol blanco de carrara, bronce con sus verdes pátinas, madera y piedra son una decoración perfecta para el día; inmóviles, inermes, pacientes y soñadoras; congeladas para siempre con la misma expresión en sus rostros, observando fijamente los movimientos humanos, fingiendo una penetrante indiferencia y al mismo tiempo, pareciendo vivir sus propios calvarios, un dolor eterno.


Mi apariencia un poco pálida, mis pasos livianos y silenciosos, mi figura delgada y mi predilección por vestir casi siempre con un riguroso negro hacen que me confunda con uno de los habitantes del recinto. Tal vez yo también esté muerto pero mi terquedad es tal que sigo queriendo estar en este mundo. No, el dolor me despierta y veo que estoy vivo, que aún respiro y que la roca cubierta de carne que enrojece mi pecho aún late, pero, ¿no es esto algo que también hacen los muertos en vida?


Te encuentro sentada, inmortalizada en mis pupilas con esa belleza de sirena que profesas. Tu hermoso cabello como antorcha marca el sendero en bajada hacia tu cuerpo de Venus, envuelto en unas vulgares telas que no merecen tocarte; tus ojos tan llenos de una luz obscura, tan potente que irradia por todo el lugar su fulgor y rivaliza con el velado, pequeño e insignificante rayo de sol que osa desafiar tu mirada; tu rostro hermoso, esculpido con paciencia y pulcritud durante casi nueve meses y que se ha ido embelleciendo con el pasar del tiempo, dando ese aspecto maduro y esa tonalidad avejentada en tu piel; tu cuerpo de Afrodita y Venus, un deleite a los ojos y un alimento al alma que llena de calma cada rincón de mi maltratada existencia como si fuese una obra de arte exhibida para que todo el mundo la observe, pero nadie la posea.


Me acerco tímido y dubitativo. ¿Aún me recordarás? Tu mirada no cambia, solo me ves caminar. Me acerco cada vez más, mis pupilas lanzan enternecidos alaridos que se posan en tus pies, tiemblo desde mis huesos, doy pasos errados que se ven tentados a regresar; logro triunfar sobre esas cobardes ideas hasta que por fin te abrazo fuerte, te beso con las ganas recluidas de un amante que no ve la prenda amada hace mucho tiempo —y es así, no te veo hace tanto, tan solo lo hago en mis sórdidos sueños para luego despertarme y no recordar nada más que tu rostro— y entonces te beso apasionadamente con mis fervorosos labios que inflaman aún más la llama de mi alma, que intentan increpar la testaruda voluntad de este día tan helado; te cuento mis historias y todo lo que ha pasado a mi alrededor desde la última vez que vine, hasta que los hilos de luz se pierden detrás del último monte y los mortales que custodian el recinto me hacen saber que mi presencia desde ese instante es inoportuna.; doy media vuelta y me despido de ti dejándote sola de nuevo en ese lugar de reposo para cuerpos inertes y almas perdidas, solo tengo esa figura tuya de mármol y una placa para recordarte. ¡Ah! Y claro, estos días helados como en el que te fuiste y caminaste lejos.

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