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¿Qué cabe rememorar del disparatado de Unamuno?

Actualizado: 7 may 2019

Por: Juan Guillermo Gómez

punctumed@yahoo.com


1. Reseña tardía de En torno al casticismo

    Publica Unamuno la compilación de sus ensayos, bajo el título En torno al casticismo, siete años después de haberlos divulgado en los números 74 a 78 de La España Moderna, entre febrero y junio de 1895. La España pintada del 95 es una España en “una honda crisis”, de “desesperante marasmo”[1]. Entre tanto, en un prólogo de una veintena de páginas, confiesa Unamuno han aparecido una serie de destacados estudios sobre la vida española, empezando por Idearium español de Ganivet, El problema nacional de Macías Picavea, las investigaciones de Joaquín Costa, El alma castellana de Martínez Ruiz, Hampa de Rafael Salillas (que influyó en la formación del antropólogo cubano Fernando Ortiz), Hacia otra España de Maeztu… etc. Dice que el libro de Ganivet es acaso el que más le ha sugerido y el de Salillas devela aspectos sociológicos notables del picarismo español y su carácter andariego. Tilda después al pueblo español de pueblo pastor por vocación, de la estirpe bíblica de Abel. El pastoreo determina el vagabundeo, el ser errante, buhonero, conquistador. También Unamuno corrobora la tesis, sacada de la manga de una cita de ocasión, que el español menosprecia lo propio, mientras celebra lo extranjero a ojos cerrados. De allí que carezcamos “al presente al menos, de una firme y robusta fe en nosotros mismos”… etc.

El primer estudio (o “divagación”) de Unamuno se titula consecuentemente “La tradición eterna”. Allí va a introducir la célebre y equívoca (célebre por equívoca) tesis de la intra-historia, no sin antes someter al lector a una prueba de enorme paciencia hablando de esto y aquello (en alguna línea se declara hegeliano y afirma que el último y divino capítulo del Quijote es “nuestro evangelio de regeneración nacional”). La tradición es la sustancia de la historia, afirma Unamuno, y se opone a lo que entendemos comúnmente por lo histórico. Lo histórico es lo que hace bulla, lo que cuentan a diario los periódicos, la epidermis de los sucesos. No es ello sino la superficie del mar (la metáfora del océano inunda la especulación filosófico-histórica), las olas visibles, que ocultan la “vida intra-histórica”. La intra-historia se oculta a los historiadores profesionales, que exhuman legajos, folios y fuentes muertas, que tratan de revivir el cadáver añejo del pasado remoto. Pero en esa historia no están los pueblos mudos, las masas que día a día se levantan, laboran, rezan y desaparecen, sin que se dignen mencionarlas en esos ejercicios científicos mustios. La tradición eterna queda así oculta, la tradición que vive en el presente, pues en el presente es donde está vivo lo vivo de la historia (no en los libros de erudición, monumentos, archivos, homenajes). Solo los videntes perciben ese movimiento eterno de la tradición y guían a todo un pueblo.

para elevarse a la luz, haciendo consciente en ellos lo que en el pueblo es inconsciente, para guiarle así mejor [...] Hay que ir a la tradición eterna, madre del ideal, que no es otra cosa que aquella misma reflejada en el futuro. Y la tradición es la tradición universal, cosmopolita… nuestra absorción en el espíritu general europeo moderno.[2]

    El segundo estudio, “La Casta histórica. Castilla”, indaga sobre el carácter eterno del español, de la casta española. Tomando la tesis del pacto social de Rousseau, deduce el verdadero contrato social intra-histórico que determina el destino de una comunidad nacional: “esta es la efectiva constitución interna de cada pueblo”. Para Castilla, que es el corazón de España, los signos distintivos de su historia se alojan en un pasado vivo del romanismo, “nuestros romances”, carne de nuestra historia. En ella se vertió toda una nueva lengua que tuvo, en la traducción de Forum Judicum, ordenado por Fernando III, la piedra angular de la lengua castellana. De allí se deriva la historia, la lengua, la literatura clásica castellana, y por ende española. La lucha contra los moros y luego el descubrimiento de América determinaron la unidad de la península española. Castilla es el motor de la unidad, de la fuerza centrípeta, de la voluntad férrea de poder, de la fe religiosa; su idea que se resume en “la idea del unitarismo conquistador, de la catolización del mundo”[3], siendo ejemplar de ese ideal hispánico el vasco Ignacio de Loyola. España, que expulsó judíos y moros para preservar la fe católica, abanderó la lucha también contra el luteranismo, pieza maestra de la unidad y la ortodoxia. De ese fondo se construyó Castilla, “el país de los castillos”, su ser cultural indestructible, el fondo eterno de la vida española.

     Este segundo estudio tiene un apartado o largo pasaje muy notable por el lirismo en que anticipa las miles de páginas que se han escrito sobre el paisaje castellano, y se resumen en la expresión (que más tarde le valió a un devoto colombiano de la literatura, Eduardo Caballero Calderón, el título de su libro emblemático): Ancha es Castilla.[4] Las páginas pueden ser tenidas por magistrales en su género paisajístico, como pintura de gran estilo de las tierras áridas de la gran meseta castellana. Son también modelo estilístico y romantización tardía, que cae como melodía a las almas atormentadas de la nación mutilada de su joya caribeña. Es un ejercicio tardío de paisajismo, que había llevado a una nota magistral el argentino Domingo Faustino Sarmiento, en los capítulos iniciales del Facundo, pero con una intención y función diversas. En Unamuno palpita un amor vibrante por una tierra dura que no despierta la alegría de vivir, sino de la que deriva un carácter perenne. El paisaje castellano es monoteístico, achica al hombre, sirve para recortar la figura del Quijote, en fin, que dice “sólo Dios es Dios, la vida es sueño y que el sol no se ponga en mis dominios”.[5] En otros términos, que si para Sarmiento la ancha llanura pampeana es ocasión para estructurar un relato sociológico (inspirado a su vez en La democracia en América de Alexis de Tocqueville) del temperamento y la lucha violenta del guacho contra la civilización bonaerense, para Unamuno es la quintaesencia telúrica de un alma eterna, de la Pacha Mama castellana que invade la razón intra-histórica de España.

     El tercer estudio, “El espíritu castellano”, se dedica al estudio caracterológico de la literatura por antonomasia española, a su teatro calderoniano. Calderón es el símbolo de la raza castellana. Es, citando a Menéndez Pelayo, “poeta españolísimo”. El argumento de sus obras suele ser monótono, simple, a diferencia, para Unamuno, de las obras de Shakespeare. En ninguna de las obras de Calderón se encuentra la compleja profundidad de Lear, Hamlet, Otelo; no sabe desarrollar las contradicciones, las evoluciones de los personajes. Ellos delatan el carácter empírico, fanático, de poco fondo estético, oratorio, de color, de sinonimias, de “enorme uniformidad y monotonía”.[6] Este carácter calderoniano, lo resalta también Unamuno en la literatura del siglo clásico, en consideración del fondo espiritual del castellano: fatalista, pero a la vez libre-arbitrista, exaltado por su espíritu guerrero, por su voluntad de acción, por su sentido de la honra (“el honor se defiende a estocada limpia”), que siempre se lava en sangre, por su brutalidad, por su valor (“valor de toro”), por su horror al trabajo, pero a su vez por su amor al oro, por su sentido de la aristocracia, pero a su vez a la democracia frailuna (democracia de pobres), por su obediencia al caudillo, por su sentido de venganza (“para vengadores, hay que educar a los hijos”), por su sentido de los celos y sobre todo por el lazo social primario que es la religión. “Este es el lazo social, y la unidad religiosa la forma suprema de la social.”[7] Deseo complementar con un párrafo que cae muy bien para este libro:

La religión cubría y solemnizaba muchas cosas. Para que les enseñaran “las cosas de nuestra santa fe católica” encomendaban indios a los aventureros de América. ¡Extraña justificación de esclavitud! Y allá, en aquellas mismas tierras de nuestra castiza epopeya viva, tierras vírgenes de policía, donde se desenfrenaban las pasiones cuando Pizarro, Almagro y el maestrescuela Luque hicieron convenio de repartirse la presa del Perú, aportando el último socio capitalista 20.000 pesos y su industria los otros dos, entonces cierran el trato en misa celebrada por Luque, en que comulgaron los tres de una  sola y misma hostia. ¡Qué de miserias irreligiosas brotaron de este solemne y consagrado trato![8]

    El cuarto estudio, “De mística y humanismo”, complementa la indagación sobre el espíritu calderoniano, a saber, se adentra a la faz íntima del castillo del alma castellana, a las obras de San Juan de la Cruz, Santa Teresa, que desean unirse a Dios, a la sabiduría y amor divinos. Del humanismo, comenta ampliamente al maestro León, amigo de la paz, la concordia, enemigo de las armas, platónico, horaciano y virgiliano. Al finalizar este estudio, Unamuno escribe unas líneas que serán ampliamente debatidas (como las del doble cerrojo a la tumba del Cid, de Costa, o el “yo soy yo y mi circunstancia” de Ortega y Gasset):

Hay que matar a Don Quijote para que resucite Alonso Quijano el bueno, el discreto, el que habla a los cabreros del siglo de la paz, el generoso libertador de los galeotes, el que, libre de las sombras caliginosas de la ignorancia que sobre él pusieron su amargura y continua lectura de los libros de caballería y sintiéndose a punto de muerte quería hacerla de tal modo que diese a entender que no había sido su vida tan mala. “Calle por su vida, vuelva en sí y déjese de cuentos”, dirá el engañado Sancho al pedirle albricias. [9]

Así, España debe sacudirse la vieja casta de los raciocinantes, que crearon el Santo Oficio, que impide que nazca el pueblo nuevo.     “Sobre el marasmo actual de España” es el quinto estudio que cierra el libro. Se puede entender esta “errabunda pesquisa” como un breve tratado o pincelada sintética de la juventud española de fin de siglo. El cuadro es lamentable; es como el Ariel rodoniano, pero con agriera. “No hay juventud”, dice una y otra vez Unamuno; la juventud española está sumida en la atmósfera deprimente del canovismo, “en un pantano de agua estancada”, “en un páramo espiritual”. Juventud sin ideales propios, sin heroísmo, ramplona, domesticada por las faldas maternas o por los mecenas políticos; de la raza camaleónica, acomodaticia, que promete hasta los treinta años y luego languidece sin estupores. “No hay Joven España”[10] (como podemos decir hoy nosotros: “No hay Joven Colombia”). Es también este último estudio unamuniano un cuadro de la pobreza económica, pero sobre todo intelectual de España, sin artistas, ni filósofos, ni científicos. Pide a la intelectualidad española mantener un vínculo entre ciencia y arte; pide economía y modestia en sus ediciones y publicaciones; pide a la sociedad española resocializarse, romper la sociabilidad brutal machista (que solo fomenta, por adición, los caprichos o celos mujeriles); pide resocializar la vida literaria, que fomenta una asociación de escritores que no se diferencia de una agrupación de peluqueros o cooperativa funeraria; pide renovar la prensa, que hasta hoy es “una verdadera balsa de agua encharcada” etc.     El brillo prosístico de Unamuno es innegable, al igual que el abuso de amaneramientos estilísticos, desuetos; está lleno En torno al casticismo de derroche de ingenio, de requiebres luminosos, de ideas revueltas, de opiniones inconclusas, entre convencionales y llamadas a provocación. Es un libro de ensayos, como lo es su estrictamente contemporáneo, el lapidario Pájinas libres del peruano Manuel González Prada, publicado en París, como resumen de sus antitéticas protestas por el estado de miseria de su nación, tras el desastre de la guerra chileno-peruana. González Prada, al igual que Unamuno, protesta, pero no acusa la nostalgia de glorias pasadas, ni pide redimir del pasado nada. No lloriquea ante tumba alguna, ante monumento nacional del pasado. También como Unamuno, González Prada pasa por las armas a los especímenes intelectuales de su generación, pero con nombres concretos, sin evasivas alusiones. Se burla además de frente de Castelar y de Varela, genios tutelares de la España canovista. Unamuno escribió una carta de felicitación por su libro a González Prada, este le contestó por formalidad, que le fue correspondida por otra carta del vasco ingenioso, que no obtuvo más respuesta.

2. Sobre el disparate de la “intra-historia”

     El concepto, si así puede calificarse, de “Intra-historia” es un desafío chillón a la ciencia histórica; es salir por la tangente, con la presunción olímpica del español que cree enfrentarse a la ciencia europea, desafiante. Si la historia positivista había ganado un método en el siglo XIX, y se amplifica en el XX, con “el recurso a la comparación y la interdisciplinariedad”,[11] al desenvuelto Unamuno le basta su agónica intuición, el ver más allá de las cosas históricas, que como rayos X penetra el misterio de lo eterno. “Hay una tradición eterna”, “lo que pasa queda”, “pasan los sistemas, escuelas y teorías... y [quedan] las verdades eternas de la eterna esencia”, escribe Unamuno. Este trasfondo de la “eterna esencia” es la “intrahistoria”, algo no histórico. La metáfora del mar, que es siempre el mismo, mientras las olas, que solo acusan los periódicos, es adecuada a esta intuición, a una poscategoría histórica. Este es pues el misterio profundo, silencioso de la verdadera tradición, es decir, el irracionalismo filosófico que nutre una modalidad de pensar que cabe llamar unamunesca. Así la intrahistoria es inmune al progreso, a la periodización, a la discrecionalidad comparativa, a la crítica de fuentes, a la ciencia histórica, en una palabra. La búsqueda de esencias, la esencialidad española, también será una búsqueda inflacionaria de los falangistas y franquistas, décadas más tarde.

    Aseguran los biógrafos (Carlos Blanco Aguinaga) que la crisis religiosa de Unamuno en su juventud es la fuente de sus reflexiones y de su “dolor de España”. Como los otros miembros de esta generación con quienes tuvo contacto, Menéndez Pelayo, Ganivet, Costa, insistió en esta desolación interior como intelectual español. Ortega lo califica como “el único hombre europeo que conozco en España” y más tarde un “energúmeno español”; Rubén Darío, que había recibido un insulto racista del vasco, lo llamó “pelotari en Patmos” y Borges, “un loco”, “que quiere ser inmortal”. Se dice que su agonía y desespero lo hicieron escribir de “lo divino y humano”. Un Manolete de las letras españolas, que mandó a vacacionar la razón, dijo José María Pemán. Escribió en los periódicos que podía, sin cesar. Llenó miles de páginas de esto y aquello. Sus relatos paisajísticos, en los que nos hemos detenido, fueron también ocasión de manifestar sus angustias, sus incesantes ansiedades, medio místicas y muy nacionalistas. El remate de su racismo-paisajismo, inferido de su intra-historia, lo plasma en la consideración analógica entre la geografía europea, seis veces “más periférica” que la africana[12] (con más costas, archipiélagos, golfos), y el cerebro del europeo, más complejo y delicado, de lo que se infiere que el negro tenga menos circunvoluciones, es decir, sea racialmente inferior.

    Escribió también Unamuno novelas, como Paz en la guerra (su alter ego es Pachico Zabalbide) en que cuestiona la unidad española, en que habla y recrea, a propósito de las guerras carlistas (particularmente la tercera, de 1872 a 1876), “la mal ensamblada unidad española”. El fondo de fanatismo católico se entremezcla con una insurrección legendaria, dirigida por curas vascos avezados que saben traducir el descontento contra el liberalismo, contra el régimen madrileño.[13] La nota populista anti-liberal, la idea de que los liberales gobiernan solo para los ricos, que era una consigna carlista, se desliza también en esta novela.

    Se podría intentar algún paralelo entre los cuadros y artículos de Unamuno en medio de la Guerra mundial con Consideraciones de un apolítico de Thomas Mann. Son libros de sufridos patriotas, de rebeldes anti-demócratas, de descreídos políticos. Política es para ellos liberalismo, republicanismo, parlamentarismo: necedad burguesa. La gloria de Unamuno está en la España de los Reyes Católicos, en las gestas de la conquista, en el pasado del Siglo de Oro, en Don Quijote. En Thomas Mann, en un pasado, antes de Bismarck, en el orgullo de la Alemania de orfebres, de orgulloso ciudadano de la Hansa. No cree ninguno de los dos en la metafísica política de la Constitución a la francesa. Los dos lloran por la herida del imperio caído, el uno por el desastre del 98, el otro por la ominosa derrota de Guillermo II, su condena por el Tratado de Versalles y la imposición de una Constitución republicana dictada por Wilson. Unamuno es un clown intimista; Mann, un iracundo que fabrica a la vez su distanciamiento estético del mundo circundante. Unamuno amortigua el efecto de la decadencia española, y sueña candoroso en la España imperial, monástica y quijotesca; Mann está lacerado de pies a cabeza, reniega de Francia, Émile Zola, Romain Rolland y sobre todo de su hermano, el poeta socialista Heinrich Himmler. Unamuno es andariego desenfadado; Mann, se atornilla a su escritorio y escupe saliva y rabia (con ello niega el modelo de serenidad cosmopolita goetheana). Unamuno, ¿republicano?; Mann coquetea con el nazismo y solo muy tardíamente se exilia. Con ingenuidad rebuscada pregunta hispánicamente Unamuno “¿Todo ha de ser progreso? ¿No ha de juntarse, al cabo, todo en uno?”, mientras Mann, el patriota teutón y energúmeno anti-demócrata y émulo fallido de Goethe (saca su aristocratismo intelectual de Schopenhauer y Nietzsche), con sarcasmo incontenido, denuncia el progreso como “un embuste desvergonzado”: el de cómo “conceptos elevados de la humanidad, tales como ‘verdad’, ‘justicia’, ‘libertad’, eran arrastrados por el albañal de la política, objeto de abusos, ensuciados, estropeados, empleados con hipocresía y despojados de su dignidad…”, pues esos conceptos que resume Rousseau son babas, envenenan al alemán con su humanitarismo ilustrado despojado de “vergüenza y conciencia”.     También podría hacerse un breve parangón entre Paz en la guerra de Unamuno y Tempestades de acero de Ernst Jünger, dos novelas nacidas de la juventud. Pero hasta aquí llega el paralelo. Paz en la guerra narra en boca de figuras abstractas y distantes de la guerra, los sucesos insurreccionales de los levantamientos carlistas. Jünger relata, en Tempestades de acero, por el contrario, vivencias, experiencias de guerra, con una metafórica inédita y sobrecogedora. Unamuno da tumbos y es su vida rocambolesca; Jünger fue un soldado vigoroso, un nazi agudo, que alentó tropas paramilitares contra la República de Weimar, y, al final de la Segunda Guerra, conspiró contra Hitler. Debemos a Unamuno su paisajística apolitizada; La Paz de Jünger es un texto clásico para superar el estado de guerra, para aprender a dominar psico-políticamente el impulso tanático civilizatorio, que él supo interpretar tan monstruosa y nihilistamente en su libro fundamental, El trabajador.

3. Sobre la impune inconsecuencia del hidalgo vasco

Miguel de Unamuno cumplió un papel político errático en el decurso de la turbulenta vida española, entre la proclamación de la Segunda República al triunfo de Franco. El mismo 14 de abril de 1931, Unamuno saludó la República como “una nueva era”, el fin de “una dinastía que nos ha empobrecido, envilecido y entontecido”. En seguida es nombrado alcalde honorario de Salamanca y, entre ovaciones, rector de su Universidad. A la hora de la sublevación franquista, se presentó Unamuno a las autoridades municipales el 19 de julio de 1936, como se había presentado antes, a la hora de la República, como el volador sin palo de su brújula política. Se entendió como un elemento de continuación, para salvaguardar la civilización cristiana “tan amenazada”. Unamuno se puso al amparo doctrinal de la pastoral “Las dos ciudades”, del arzobispo de Salamanca, Plá y Deniel, que calificó el levantamiento como “cruzada”. Con sus característicos modales histriónicos, pidió al presidente Manuel Azaña que se suicidara “como acto patriótico” y a la vez ensalzaba a los generales Francisco Franco y Emilio Mola. En medio del desconcierto, las autoridades republicanas lo destituyeron como rector vitalicio, mientras las franquistas lo ratificaban en el cargo. A principios de octubre, en audiencia con Franco abogó por su amigo el pastor protestante Atilano Coco, y rogó (en vano) que no bombardera Bilbao, donde tenía dos casas. Fue desatendido. Luego, en fin, en otro salto de saltimbanqui clown-intelectual, le increpó en el Paraninfo de la Universidad al general Millán-Astray, en la celebración del Día de la raza, el 12 de octubre: “Venceréis, pero no convenceréis”. Hubiera podido decir lo contrario, impunemente. Unamuno murió pocos meses después, el 31 de diciembre de ese fatídico año, destituido de su rectoría, cercado en su propia casa, sepultado con honores falangistas.

  En Unamuno se reiteran los tópicos propios de la intelectualidad de “orgullo y prejuicio” contra la sociedad de masas y la democratización de la cultura entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX. La crítica al conocimiento práctico, la vida cotidiana, a la prensa, le es típico. Contra la prensa, que es uno de los vehículos más corrientes de los escritos de Unamuno, hay citas abundantes: “El público, oh lector, quiere cosas concretas, noticias, datos, información. Y yo cada día odio más la información y me interesa menos la noticia”. Por el contrario, el pueblo llano, sin contacto con los vertiginosos sucesos del día, lo seduce. Un pastor en la sierra de Gredos que vio por casualidad, después de un año, el atentado de Maura, le hace escribir: “¡Feliz mortal! Había de estallar una revolución a sus pies sin que él se enterase”. Contra la prensa (hay observaciones mordaces desde el Prólogo en el teatro del Fausto de Goethe), contra el turismo.

    La descripción de paisajes, catedrales y sucesos históricos son en Unamuno aparentemente concretos, sensibles. Pero son histórico-socialmente abstractos, producto del ocasionalismo del paseante solitario, de un nostálgico contemplativo, que no ve la realidad cruda, el hombre concreto, el hombre concreto deshumanizado, la densa crudeza material del campesino, que desea envolver con estos tapices de imaginación exquisita. No hay realidad. Goytisolo escribe:

Con gran acierto, uno de nuestros ensayistas jóvenes analizaba recientemente la reacción de Unamuno ante el yermo castellano: la miseria de los  demás no despertaba en él otro eco que una emoción mística, que le llevaba a considerar la desnudez del paisaje algo así como una emanación de su religiosidad personal.

  Esta “religiosidad personal” unamunesca era el desplazamiento de la conciencia del ocaso del imperio, una manera sofisticada de no comprender las causas del desastre del 98. Era una especie, pues, de neobarroquismo, de cubrir con sonoridades verbales una realidad agobiante. Era literatura paisajista, telurismo difuso, contemplación profusa de detalles que hoy resultan profundamente aburridos. La decadencia de siglos se quiso conjurar en un océano de palabras, palabras y palabras– que recuerda lo que dice González Prada de Valera, “cuando tiene que escribir escribe, cuando no tiene que escribir, escribe”.

   Unamuno delata un agotamiento temprano de la racionalidad científica decimonónica que se agudiza con el paso de las primeras décadas del siglo XX. Su estado alterado, su psiquis que reclama la inmortalidad (gesto inhumano, le recuerda Borges con ironía), es el síntoma de un intelectual acosado, preterido por el irresistible movimiento de masas de su época. Desplazado de ella, se refugia en el santuario de la Universidad de Salamanca, que será primera sede del gobierno rebelde de Franco. La protesta contra la época burguesa, la desconfianza ante el mundo político-parlamentario y de los partidos liberales, lo precipitaron al abismo de la confusión, al desespero. Confundió el agotamiento y crisis del sistema liberal y la sociedad burguesa (lo analizaron con altura Max Weber, Carl Schmitt y Karl Mannheim en esos años) con la perturbación de su sistema nervioso que se abocó a redimir el misticismo del siglo XVI. Confundió el derrumbe de los parámetros valorativos de Occidente con su neurosis personal.


Referencias y anotaciones

[1] Unamuno, Miguel. En torno al casticismo. Fernando Fe y Antonio López. Madrid, Barcelona, 1902. Págs. 185 y 186. [2] Idem. Pág. 65. [3] Idem. Pág. 82. [4] Idem. Pág. 90. [5] Idem. Pág. 92. [6] Idem. Pág. 116. [7] Idem. Pág. 143. [8] Idem. Pág. 147. [9] Idem. Pág. 179. [10] Idem. Pág. 196. [11] Burguiére, André. La Escuela de los Annales. Una historia intelectual. Universitat de Valéncia. 2009. Pág. 22. [12] En torno al casticismo. Pág. 177. [13] Paz en la guerra es una novela parcialmente tediosa, parcialmente interesante, que escribió el joven Miguel de Unamuno en 1897. La novela narra la historia convulsionada de España del siglo XIX, al hilo de las conversaciones de los contertulios del Casino en la ciudad de Bilbao. Las guerras carlistas, las desoladoras guerras civiles del siglo XIX en España, son el trasfondo de una nación que asimilaba tarde y mal los procesos de modernización; que se europeizaba pues de modo abrupto y compulsivo. La violencia política marcaba los días, las horas y los sueños de los españoles, siempre empeñados en liquidar al enemigo, en una lucha encarnizada entre los más feroces tradicionalistas y los liberales, que no pasaban en serio a ser verdaderos jacobinos radicales. La novela juvenil de Unamuno pinta vivazmente la figura de un cura fanático, de un guerrillero cura, el legendario cura Santa Cruz, de la tercera guerra carlista. El cura Santa Cruz se destaca por sus métodos terroríficos, por su valentía sin par y su fe de carbonero. El cura Santa Cruz, el cura de Ernialde, sobresale pues por sus hazañas de guerra, por su ímpetu de terror y fanatismo, cruzando montañas, cañadas, valles, saltando cercos y asolando al ejército liberal gubernamental. Era el guerrillero neto, que sorprende, ataca, huye, desprecia y es admirado. “¡Viva la religión, viva Santa Cruz!” eran los gritos que acompañaban su cruzada. Esta cruzada revivía en sus adeptos, las hazañas de Carlomagno “acuchillando con sus doce pares” a los enemigos de turbante; recordaba al “gigantazo Fiebrás”, a “Oliveros de Castilla y Artús de Algarbe, el Cid Ruy Díaz, Ogier, Brutamonte, Ferragús y Cabrera”, es decir, recordaba, enfebrecidos, a la galería de los luchadores de la fe católica, los héroes de una religión triunfante. Imaginaban entrar al pueblo, en los labios un himno a Ignacio de Loyola, mientras las novias los vitoreaban desde los balcones. Esto era lo antiguo de la guerra de la larga guerra carlista (1872-1876), lo vagamente popular, la guerra por una causa incierta, pero sentida en los más profundo del alma; la guerra que se libra por la patria, la religión, las viejas costumbres, por las creencias de los abuelos; la guerra que se entremezcla, en nuestra imaginación, con la defensa de lo antiguo, de lo originario. Guerra civil de religión; guerra civil, guerra de montaña, guerra de fusilamientos, en que la fría crueldad era compatible con el exceso de energía. La liberal Bilbao, al verse liberada del atroz sitio carlista, lo primero que emprende es una misa campal. De este modo se honró el libre examen.

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