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Polillas

Actualizado: 26 feb 2019

Por: Birks Pozo

birkspozo@gmail.com


— Yo era una mujer exitosa y feliz. Había trepado con paso firme, y en tacones, todos los escalones que había que trepar en la vida: colegio, universidad, marido, posición privilegiada en un banco, hijos, etcétera. Todo el paquete. Después, sin enterarme cuándo, estaba divorciada, los hijos vivían con el papá y me fueron degradando hasta que mis servicios “ya no eran necesarios”. Mirá, me quedé sola. En mi puesto pusieron a una putica que se ve bien en tacones, casi tanto como yo cuando me contrataron… ahorita me saludó toda sonriente, como si fuéramos amigas, mientras yo salía con el resto de mis cosas en esa caja... la muy perra — le explicó a su compañero de bebida, un cliente habitual, y sorbió un trago del ron con Coca-Cola que me había pedido.

Era una recién iniciada en la hermandad de los escupidos. Y a su lado, abriendo y cerrando un libro que leía, la escuchaba uno que podía ejercer como superior de la secta. Cerré la puerta para que la lluvia no empapara el piso e hice como que no oía mientras brillaba los vasos whiskeros hasta hacerlos rechinar. Seguí oyendo los lamentos de esa rubia que ya debía estar en la edad de la decadencia pero que todavía irradiaba vida por los ojos, entre el escote del vestido negro. Tenía cierta alegría en la mirada que la hacía verse más joven de lo que era, pero el recuerdo es borroso, porque pronto desapareció. Ya casi no quedaban polillas suicidándose contra el bombillo, habían dejado de pasar buses, cuando ella ya metía su cara en el pecho de Carlos. ¿Cuántas tardes y noches completas le había servido aguardiente al desempleado de profesión?, ¿al filósofo de la cantina? Cuando escampó, a eso de las doce de la noche, pagaron sus tragos y salieron tambaleándose hacia la puerta. Carlos se veía contento. «Mañana hablamos, mono», me dijo, y salió cargándole la caja a la mujer que lo cogía de gancho, descalza, llevando los tacones amarillos en las manos. «¿Y quién es esa?» Me preguntó una de las muchachas, celosa.

El día que la volví a ver ya no usaba tacones ni vestido. Andaba cogida de la mano de Carlos-poeta. Ahora de jean y blusa, con zapatos de tenis, como pa’ salir volada. Tomaban guaro —de la cuba libre solo quedaban remembranzas— de cinco de la tarde a tres de la mañana y pasaban de exigir rancheras a bailar salsa. Había sacado lo del abono para la pensión y se lo estaban farriando. «Igual aquí ya nadie se jubila», decía. Era buena plata. Fueron meses de bonanza. Pero de eso tan bueno no dan tanto, o no dura. Y pues un día llegó pálida y con cara de hambre.

—Q’hubo, ¿y el Carlos? — le pregunté.

—Anda buscando trabajo.

—¿Trabajo?, ¿Carlos? 

—Él va a cambiar, así como yo cambié. Por cierto, yo también estoy buscando trabajo…

Se volvió a poner el vestido negro y los tacones amarillos. Y al principio le fue muy bien, claro. Me decoró el bar con toda la ropa fina que tenía, renovó el armario de todas las muchachas cuando le tocó vender cosas. Pero la cara se le fue cayendo de las ojeras. Cada vez más pintura en el rostro para simular la vida que estaba perdiendo. La primera vez que entró aparentaba unos cinco años menos de los que tenía, la última vez que la vi sumaba veinte. Yo limpiaba los vasos hasta que rechinaran mientras los hombres se acercaban a la barra para hacer el negocio. Y a veces, antes de que las polillas del día terminaran de suicidarse, llegaba Carlos de su inútil búsqueda —y no porque no pudiera conseguir cualquier trabajo, cualquier trabajo siempre se encuentra, el error es tener ambiciones, esas son privilegios de la buena gente— y se sentaba a ver cómo se le llevaban a la mujer, o cómo volvía cojeando con la mirada perdida, vuelta hilachas; como las polillas pisadas en la baldosa.

El hombre volvió justo a donde estaba antes de que apareciera ella. Carlos-busca-trabajo, que siguió a la época esplendorosa de Carlos-poeta, había vuelto, mordiéndose la cola, a Carlos- filósofo-existencialista-de-cantina. Y muchas veces la vi quedarse paralizada mirando por el ventanal la carrera de los buses que hacían crujir el pavimento mientras Carlos le hablaba del absurdo de la existencia. Algo de lo que ella solo había escuchado en canciones. El sin vergüenza se le metió con la voz aguardientosa hasta el pecho. Lo sé porque luego, cuando estaba sola, se sentaba en la barra a esperar clientes y mientras tanto me decía, «¿cómo no me di cuenta de todas esas cosas cuando era joven, cuando pude haber hecho algo con mi vida?», y le brillaban los ojos por las lágrimas que se detenía de regar para que no se le corriera el maquillaje.

Un día pasó por aquí, seguramente iniciándose en las juergas, un hijo de ella. Llevaba varios años sin verla y no la reconoció, incluso le preguntó que cuánto cobraba. Ella lo miró atónito y no le respondió nada. El pelao se fue con otra y ella quedó aquí, paralizada. ¿O sí la habrá reconocido? De ahí se terminó de hundir. Y quiso refugiar la cabeza en el filósofo de cantina, como había hecho la primera vez que entró al negocio, pero ahora él se sentía asqueado de ella, porque se había degenerado, porque estaba podrida como toda la ciudad, le dijo. Y estoy seguro de que no fue un accidente que uno de esos buses haya crujido sobre ella. 

Carlos le dedicó un par de borracheras, obviamente. Lloró por ella cuando llegó y le contamos, porque el hombre no estaba cuando pasó. Pero se recuperó pronto y volvió a las meditaciones y las lecturas en la barra y purgó remordimientos escribiéndole poemitas. Uno no puede echar culpas, porque nunca se sabe, hasta terminarían diciendo que es culpa mía, pero el tipo tiene algo de asesino de cosas inocentes. También quema las polillas que se sienten atraídas por él, mirá, como esa lámpara.

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