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Ondean en la sierra

Actualizado: 26 feb 2019

Por: Camilo Franco

camilo.francom@udea.edu.co


Tengo tantos pensamientos guardados que ya no sé dónde podrán estar. He almacenado, incesantemente, recuerdos y sueños irrealizables de un modo que, ahora que intento reflexionar con los ojos puestos en la mezcolanza de la que me he formado, hallo completamente risible. El baúl que siempre olvido en mis viajes no es tan distinto al baúl de mis esperanzas, ni el viaje a la vida misma. ¡Qué inconstancia soy yo!

En uno de los viajes que hice a las frías montañas antioqueñas, tierra de arrieros y devotos, paré de repente en una de esas tiendas que, instaladas de improviso, se asientan a la vera del camino. Camino de herreros, de mulas y andariegos. Vera que aguarda sin saber a quién. Paré de repente, como dije, hablé de palabras quietas a Fidelio, mi caballo de paso fino, y halé el freno. Se detuvo y relinchó. Digo de paso fino porque así lo es para mí, para otros… hasta dirán que no es más que cascos y huesos. Pero es Fidelio, de paso fino, porque es firme y fiel y porque era de mi padre Arnulfo. Porque me recuerda a él. Porque me lleva, como él.

Me apeé del caballo y saludé a los comensales de la fonda que inquietos me miraban. Y vi, en el mismo tiempo en que desenredaba las marañas de lóbregas miradas, los chorizos caseros que ondeaban sobre el fogón de leña dejando ver entre el humo y el recelo sus carnes combinadas de aliños, cueros y cuidados; vi las arepas, de todo tipo de maíz y redondez conocidas, asarse lentas en las brasas: arepas amarillas y blancas, otras quemadas; vi, del caldero que hervía, el humeante espesor del sancocho de gallina, sancocho de día y de noche que, trasnochado al fresquito, se eleva en vaporosos sentimientos a la luz exigua de las estrellas; el extraño sabor del sueño y del recorrido brotaba en albores confundidos de adobos en una de esas presas de gallina bien buenecitas; vi, cómo no, las olladas de aguapanela, chocolate, mazamorra y guarapo y las jarras de aguardiente que en las fiestas y noches de espesor calientan al más entumecido y animan al más huraño; vi los gorriones que descalzos corrían, vi en sus aleteos las mismas alzadas en vuelo de esos aguiluchos que de juego en juego, parqués en parqués, carta a carta y cuento a chascarrillo se embeben ahora en la tierna y roída estaca del tiempo, exprimiendo con sus manos magentas esa ruana de sueños que creen aún los cobija; vi todos los platos sucios y por ensuciar como si de amores, pasiones y sueños se tratara, unas que se apilan, otras que se rompen, otras que se limpian y otras que se quiebran… vaya uno, pues, a separar la arcilla de la porcelana; vi de cuanta estampilla y figura de santos y ángeles se apegan para seguir allí; vi de esperanza e ilusión puestas en la divinidad, como vi de las mismas puestas en el día que, sin vaticinarse fértil, se cultiva el intricado amor; vi de sueños a ensoñaciones y de desamores a culebras marchitas que como mariposas revolotean en los vientres; vi de la vida y la vid como del letargo al vino y a la muerte y la mortaja; vi en esa fonda caminera, en sus gentes y en toda ella, en esos chorizos que humeantes se oreaban, la humanidad en pequeño con toda su intrincada grandeza. Pero la mirada se cansa como se cansa el corazón. No duraría, me dije.

—¡Ave María purísima! —Me gritaron de debajo del fogón.

—¡Sin pecado concebida! —repuse buscando a mi interlocutor.

—Bien pueda siga, muchacho, y dígame qué va a comer. —finalizó la voz.

Fidelio relinchó roncamente alejándose de la fonda. Lo amarré a un palo de guayabas que se veía firme y le di del agua que había cerca. Relinchó de nuevo. Me quité el sombrero y acomodé mi ruana. Aún no veía a quien hace un instante me invitaba a seguir…

—¡Entráte pues, que parecés un espanto ahí parado! —Me gritaron del fondo los que, sudorosos, pilaban el maíz para hacer más de esas arepas.

Entré y busqué una mesa apartada del ruido de los jugadores, del humo del fogón y su ceniza, de los desperdicios de los puercos y de las pisadas de los niños. No la encontré. Terminé sentado al lado del fogón calentándome las orejas, no solo con los chismes de las lenguas pícaras sino, también, con ese fueguito incipiente y maltratador. Acabé con el pantalón empuercado, con los niños revoloteándome al lado, pisándome aquí y allá y mirándome con desprecio. ¡Y lo que faltaba!, terminé jugando parqués con las fichas azules al lado de esos campesinos que solo aceptan a sus pares y que en escabrosas palabras lo condenan a uno a una marranera o a un nido abandonado… cómo odio ese bendito color. Rehuyendo del destino solo se acorta el camino a lo inevitable. De leguas a centímetros, recluido por un deseo caprichoso, asimismo entendí la vida indómita. Capricho del deseo y cómplice de aquel…

—Sacó un par, vuelva y tire —Me despertaban del ensueño Arcesio y Luciano—, ¿vos sí sabés jugar parqués?

—Sí sé. Mas no sé jugar con la impaciencia y la ambición. No me afanen que no me gusta que me afane nadie —decía para mí mismo y tiraba los dados y movía las fichas entre falsas carcajadas—. ¡Vea, me lo comí y estoy a tiro del cielo! —Finalicé en público.

—Ya ve que sí… pero acá no le decimos cielo sino infierno —concluyó Luciano metiendo la fichita en la cárcel.

No entendí. Seguí jugando y, como soy bueno, gané. Metí todas las fichitas azules al infierno —Ve, no haber apostado—. Me sirvieron dos guarapos, tomé aguardiente y comí arepas. Me rellenaron de sancocho y me remataron a punta de chorizo y longaniza. Dizque longaniza y chorizo son cosas distintas. ¿Cómo se distingue pues, en el aire, al uno del otro? Hay embutidos, como sueños y amores, que solo si se prueban, si se sienten arder en nosotros se pueden reconocer. No solo es distancia y contenido. No solo…

—¿Para dónde va, muchacho? —me preguntaron.

—Me dirijo a las montañas, al norte. —repuse señalando el camino. Fidelio relinchó.

—¿Y va a amanecer aquí o de largo en la noche sigue, muchacho?, vea que está muy tarde ya. —repuso la que primero me saludó y por fin veía. Mujer anciana de canos cabellos por el tiempo y las cenizas de las arepas. Enjuta y atrevida. Era una madre, tenía que serlo, así se tienen que ver las madres, ¿no?; así lo reflejaban sus manos, y demás que su corazón. Así recuerdo yo que son, ¿o no? Una augusta madre…

—Mi señora —contesté interrogándola con mi mirada—, continuaré bajo la luz de la luna y el amparo de las estrellas, Fidelio, mi caballo, y Dios bendito.

—Muchacho, muchacho —continuó mientras amasaba con más fuerza las arepas—, usted sabe que por aquí espantan y pasan cosas raras. Usted sabe bien de apariciones. ¿La ve?, vea esa luna… pura luna de noche de brujas, duendes y diablos. Capaz que hasta el mismo Infierno se abre en la montaña para atraer a algún desprevenido. María Santísima, muchacho… ellos juegan con la mente de uno.

—¡Sacó par! ¡Vuelva y tire que está a tiro! —Escuché del fondo. Seguían con ese bendito parqués.

—Mi señora, estése tranquila que yo conozco el camino a las montañas como me sé el himno antioqueño. »¡Oh! libertad que perfumas —comencé— las montañas de mi tierra, deja que aspiren mis hijos…»

—Muchacho —me interrumpió en mi canto—, hágame caso. Vea cómo ondean esos chorizos y se queman de medio lado las arepas… no salga, no salga, quédese, vea este aguardientico, éntrese.

—Mi señora, tengo que llegar antes del alba al fondo de las montañas y ahora he de partir. Écheme la bendición, prenda una vela, empáqueme unos jotos con esos sobrados de sancocho, dos chorizos, tres arepas y relléneme esta bota de aguardiente para el frío. Que de frío es lo único que se va a abrir la montaña.

—¡Bien pueda lleve!, yo lo invito… pues como está la noche, hasta puede ser su último chorizo, muchacho. Venga le empaco tres, mejor. Sí, mejor…

Me empacó con recelo las viandas, prendió una vela a medio quemar —azul, por desgracia— y al lado del santo de las espigas puso un anís. Fidelio casi que no se deja desamarrar del palo. Seguía con ese relincho todo ronco, como herrumbre.

—Adiós, pues. —dije cuando ya sobre Fidelio estaba.

—Muchacho, se le olvida el baúl. —Me dijo de espaldas la señora.

—El baúl, el baúl, el baúl. —Oí del fondo de la estancia en voces pendencieras.

—Yo no traje baúl alguno, señores —Exclamé cuando aún la consternación no me había dominado por completo—. Me disculpan. Muchas gracias. Bendiciones. Adiós, pues.

Eché a andar, con dificultad pues Fidelio estaba como una mula y no como un caballo de paso fino. «Esa vela demás que se apagó» pensé. En un instante al arrullo de la noche lo corrompió un coro de cocuyos inesperados y roncos: «El baúl, el baúl, muchacho, el baúl» cantaban unos y de inmediato les respondían otros: «¡Ah!, verdad, verdad…».

Me sobrecoge andar por la noche inhóspita que se expresa en las montañas; montañas que son testigos del paso turbulento de los años y de los hombres y que esconden en sus faldas y sus laderas los secretos de los amantes fugitivos; amantes que no fueron como las cavernas brillantes que como refugios al errante viajero sirven; cavernas y montes de alturas lozanas y follajes de espumosa esperanza; inhóspito todo lo conocido, todo montañas; andar con el mismo torrente de manantiales prístinos que del piedemonte en finos hilos de topacio bajan, bañando el alma que aún adormilada viaja a distancias insondables, como el mismo deseo del mañana y que se hunde en abismos inconclusos por la Constructora ineficaz de la vida: todo agua, hasta lo seco. El viento, que en llamas se filtra por los pasadizos de los poros en la virginal piel andariega, es como el recuerdo al final de la vida que inicia. Las piedras, que cayendo anuncian mi paso, suben colina arriba cual si fueran coro de bailarinas en feria de pueblo, demarcan el camino, camino de eternos, camino de errantes: todo morro.

Descubro, entre los vericuetos del camino, el paisaje lacrimoso en que me he adentrado y del que me cuesta apartarme. Meditabundo, por las razones que así me envuelven, regreso a la imagen primera de aquella noche, tal vez incierta, en que el pavor se pintó de nuevo en mí. Cuánto se expresaba en esos paisajes que nunca nadie pudo pintar de esos colores anodinos que se sienten virar en la calentura del recelo, ese enojo hecho pinceladas que se confundía con las texturas de las sombras y los devenires de pasada la tarde… aquella tarde, ¡no!, aquella noche. Si fuera pintor, aun con mis aceites y cabellos, arrastrado al lienzo del camino, intentaría esbozar la pérfida mirada de aquella, la Constructora ineficaz, con esos lívidos fanales que aún me ven —lo sé, aún lo hacen, como aquel día—. Si de pintarla dependiera ahora, pintada estaría para ignominia mía y de todos. Pero mi mano vacila, de nuevo. No podré repetir aquel movimiento. Temo que la pintura cobre vida, otra vez, y la impaciencia y la angustia sean mis artistas. Al frío desespero, frío se lo talla. De ser escultor, aun si es con la tierra de las uñas, lo esculpiría. ¡Que otros lo vean!, que yo ya lo conozco y me lo sé de memoria. Pero mi mano vacila, de nuevo, y desoriento el movimiento… me cincelo. Ahora me siento vacilar y la exasperación que exudo, otra vez meditabundo, es como aquella noche. ¿Como ahora? Con la pesadez de la inadvertencia, con la torpeza a la que me conduce la luz exigua de esos ojos, de nuevo, ya no vale pintura ni talla alguna contra despropósito, el frío, la noche y la luz. ¿De nuevo? Desvaído lienzo, resquebrajado mármol, fría noche, frías mientes. Somos, tan solo, almas calientes en vasijas de hielo. Todo frío y todo noche...

—¡Oh, vida!, cómo es que jugás así conmigo ahora que hace años me siento como dormido, cual chiquillo, en tus brazos de tiempo y sapiencia. Un sueño de verdad, oh vida, vida… ¡Debí ser yo! —Grité a la nada sin razón alguna y Fidelio me arrojó de él relinchando agudo— ¡Debí ser yo! —Repetí y él se escapó abandonándome a mi suerte marchita— ¡Debí ser yo! —y, clavando mi cabeza en la tierra, rompí en llanto al tiempo que el insondable cielo nocturno lo hacía también.

¡Qué pecado el que se observó! Efímeras lágrimas luctuosas de un ser indigno entremezcladas con las perlas divinas y eternas del Creador. Marginal sacrilegio. La Humanidad divina y la Divinidad mundana. Pecado. Así soy y así es la vida que por mala suerte me tocó. «¡Debí ser yo!» oí de un árbol cantar. «¡Debí ser yo!» le respondí inconsciente y el silencio ya no reinó más en esas tierras. Mundanal ruido inquisidor que quebranta los huesos y pudre la carne, mundanal ruido que doblega las voluntades indómitas. Solo ruido. Solo monte. Solo frío. Solo yo.

Anduve. Seguí andando, como pude, a tumbos, ciego y moribundo, guiado por la fuerza incomprensible de los destinos trágicos ya trazados. Anduve, montaña arriba, según cuentan los guijarros desprendidos y el vaivén de los chorizos que caían de mi bolsa. Me creí Sísifo, uno aún más condenado y mohíno. Sentí yacer mi ya execrable cuerpo sobre una sierra pelada y me sentí perdido cual polluelo sin su devota madre —Así se sienten, ¿o no?— Lloré en sollozos secos, helados por el canto de la selva y el baile de la luna muerta de linterna. Se me regó el aguardiente como se me regó el amparo de la noche que creí guardiana. Todo reguero. Todo tiempo. Todo olvido. Todo pasa. Y cuando me creí en mi final, sentí el sol de nuevo en mi rostro. ¡Y me vi perdido en aquella sierra, lironda, que antes decía conocer! No supe cuánto anduve, descalzo, como esos gorrioncitos de la fonda y ya me veía, en cambio, como otro aguilucho en otra estaca, en otra parte, en otros sueños. Con humeantes sabores a otros recuerdos. En últimas, no me veía. No sé. Sí, se apagó. Conocer. Olvidar. Otra vez perdido… y con razón: ¡había olvidado el himno antioqueño!

Me levanté, retorciéndome en la sierra con cuanta ínfima fuerza pude acumular, y sentí las perlas de nuevo caer y desvanecerse en ígneos pensamientos, y cuando medio erguido estaba le grité: «¡Tornasol de vida que regís al universo, miráme y decíme por qué no recuerdo el campo, el camino, los rostros, el relincho, la sierra… un solo verso!». Esperé por el canto como quien, ya desahuciado, espera la muerte; como quien espera al amante; pero en mudez se durmió o ni me escuchó. Y entre los gritos y secretos que el viento bandido arrastra en complicidad con el tiempo, de la nada que es el mismo todo, escuché cantares de libertad, soles libres, hierros, perfumes, cóndores, gentes, cabañas que blanquean, cornetas que gimen, arboledas de perros, campanas de júbilo, hachas, bosques, hijos con querellas; de todos, de esos, de los tiempos inmemoriales, sé cantos.

Y arrancándome las carnes de mis famélicos huesos, en pelada sierra, recordé y entendí aquella fuerza que hasta allá me guió. Entendí. Y canté, como si de cantar viviera, canté cuanto pude recordar y al vació recité: «¡Nací sobre una montaña, mi dulce madre me cuenta que el sol alumbró mi cuna sobre una pelada sierra…!»

—¡El baúl, muchacho, el baúl…! —Me interrumpió una voz que venía del corazón de la montaña. Corazón.

Volví mi cuerpo en dirección a la fuente. Los vi. Los vi. ¿Sí?, sí, los vi. Los vi señalándome el camino y señalando aquel olvido que no es más que un camino. Lo entendí todo. Todo. Entendí por qué volví a esa sierra. Escuché un relincho a lo lejos, clarito, de despedida. —Ve, y sí, era todo cascos y huesos. Y era todo corazón.— Ya era todo sol y todo frío. Pero, igual, todo estacas y mohíno. «Debí ser yo» Pensé de nuevo al verlos a todos. Debí ser yo.

—Ahora que, de verdad, no te olvidé —dije— no me quedan más viajes… Con que acá te escondías, baúl.

Volví de nuevo el cuerpo, lo que quedaba de él. Ahí estaba: Ruido y Silencio, Mundana y Virginal: Andes.

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