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Notas de un asistente de la V Cátedra Tomás Carrasquilla

Actualizado: 7 may 2019


Por: Narciso Crespo Crespo

Como cometido especial para este loable órgano de difusión de ideas y desvaríos, se me encargó intentar un comentario sobre el quinto ciclo de conferencias de la \"Cátedra Tomas Carrasquilla\", titulado \"Los intelectuales españoles y el irracionalismo político: de Menéndez Pelayo a Ortega y Gasset\", a cargo del maestro Juan Guillermo Gómez García. A juicio propio, la empresa es de por sí un reto. No siendo yo un gran conocedor de la temática abordada en la Cátedra, y teniendo presente el grado de dificultad que supone seguirle la pista a un expositor como Gómez García, me limito aquí a exponer algunas notas sobre las primeras tres conferencias, además de un par de impresiones con las que no pretendo descrestar a nadie. La quinta y última, \"España como problema de Pedro Laín Entralgo\", tendrá lugar en el auditorio de la planta baja de la Biblioteca Central, el próximo miércoles 5 de septiembre a las 4 pm.


Un fracaso histórico. Una posible contextualización ¿Qué le pasó a nuestra “amada Madre Patria”?, ¿en qué terminó el poderoso afán extractivo de su tiempo colonial?, ¿por qué no figura como actor protagónico en la escena mundial? Esta serie de preguntas apunta a un proceso de múltiples tensiones y rupturas. Nos ubica en el imaginario de los intelectuales que sufrieron el trauma de una ínfima herencia respecto a lo que alguna vez fue un vasto patrimonio imperial. Este es el punto de partida para la comprensión de quienes entonces trataban de responder a una crisis de identidad nacional. La crisis fue consecuencia de la incapacidad y holgazanería para formar un entramado institucional armónico con los devenires de la modernidad. La respuesta fue la hispanidad. Para cumplir con el objetivo de contextualizar el marco en el cual se desarrolla el problema intelectual de la hispanidad en los destacados exponentes de la “Generación del 98”, apuntemos un par de datos sobre estos momentos de la vida española.  El primer momento es la llamada Restauración. Este proyecto político de turnismo partidista y supuesta armonía monárquico-parlamentaria fue auspiciado por el autoritario Antonio Cánovas del Castillo. Fue un intento por reacomodar la tambaleante estructura de la monarquía española, que se mostraba débil especialmente desde las Abdicaciones de Bayona y la fase napoleónica, hasta la huida de Isabel II hacia Biarritz (Francia) en 1868. Es quizá sorpréndete cómo el programa de Cánovas logró fructificar. A desmedro de su corrupta y cínica fundación, dio la efímera impresión —no sin fuertes contradictores y convulsiones por lo represivo del régimen— de una estabilidad al estilo del sistema político inglés. Pero más allá de lo funcional que pudo haber sido la Restauración para la manutención de los pilares españoles —los principios monárquicos, la fe católica y la propiedad privada—, Cánovas no lograba atajar el incesante espíritu de la modernidad ni hacer frente a los desafíos políticos de un entorno en el que estaban en consolidación las actuales potencias mundiales.

Siguió el momento más importante: la vergonzosa actuación de España en 1898, primeramente en la guerra de independencia cubana y luego ante la incapacidad de retener la arremetida norteamericana en el marco de la misma conflagración. Esta antigua potencia europea se encontró entonces sumida en la melancolía de sus glorias pasadas y el anhelo romántico de reencontrar una supuesta senda extraviada llena de grandeza. A este cataclismo le seguirá una enérgica generación de intelectuales que valdrán en función del ostracismo en el que, errantes, se preguntarán por el significado de lo español. 

Se sucedieron después la dictadura militar de Miguel Primo de Rivera (1923) y la Segunda República (1931). Miguel Primo de Rivera logró una legitimidad con sus críticas a los políticos profesionales responsables de los desastres del 98 y del turnismo de la Restauración, que no servirá sino para agudizar la corrupción del país. La dictadura de Primo de Rivera se tornó aún más autoritaria que el modelo ultraconservador de Cánovas del Castillo, pues aquel no se conformó con reprimir las libertades civiles, sino que también disolvió las Cortes, suprimió la Constitución de 1875, levantó las inmunidades parlamentarias y arremetió contra los movimientos obreros y de izquierda. Tras la caída de Primo de Rivera en 1931 y la poca legitimidad de la monarquía alfonsina, dos días después de las elecciones regionales del 12 de abril de 1931 —en la que los pro-república se hicieron con la mayoría de los cargos de representación—, se proclamó la Segunda República Española. Al término de esta montaña rusa, los intelectuales de la generación del 98 dejaron las puertas abiertas para el advenimiento de Francisco Franco y la derrota de la República.

Menéndez Pelayo y la polémica de la ciencia española

El primer representante de esta desmoralizada y desesperada “Generación del 98” fue el santanderino Marcelino Menéndez Pelayo, quien trazó el camino para una renovación de la grande España de antaño, camino alejado de los engaños positivistas y enciclopédicos y de la traición a los ideales católicos, cercano a la grandeza antiluterana, a la victoria evangelizadora. Es en Menéndez Pelayo que la idea de renovación o cambio se torna paradójicamente reaccionaria, donde el deseado devenir significa el retroceso a la vieja usanza. Es, pues, en una laguna de nostalgia histórica que se pretende bautizar a la nueva España. Con estas ideas como directrices, el ya representativo Menéndez Pelayo arremete contra el positivismo, el liberalismo y el progresismo, sacando a relucir como mejor arsenal las viejas glorias españolas, los íconos representativos del Siglo de Oro y de la teología católica.

¿Que son la falta de libertades las causas de la decadencia de España? No, responde el filólogo santanderino. Son la ingratitud a los valores católico-hispánicos y el embeleco ilustrado los causantes de los males españoles. Criticar a España es traicionar la patria, la nación, al Rey y a la Iglesia. Con Menéndez Pelayo nos encontramos ante el estandarte del dogmatismo (aunque en España sea, para algunos, un moderado), la intolerancia, la irracionalidad y el fanatismo.

Joaquín Costa y el caciquismo hispánico

Junto a los ahistóricos caprichos de Menéndez Pelayo, Joaquín Costa hace parte de la primera camada de esta generación. A las mismas preguntas dirige sus indagaciones, aunque bajo parámetros menos nostálgicos y sociológicamente más aceptables. Con menos influencia y visibilidad en la vida española, Costa atina respuestas encaminadas a una comprensión socioeconómica de la España de fin de siglo.

Costa ve como base del atraso español una estructura fundada en un caciquismo que no solo corrompía clientelarmente la política española, sino que tampoco contribuía físicamente al desarrollo del país. Este caciquismo es el verdadero protagonista de la política española, asegura Costa, pues más allá de que se puedan erigir leyes redentoras, estas resultarían estériles si no se ataca el poder personalista y egoísta de quienes dirigen el parlamento y los partidos. Para estos problemas, Costa diseñará un ambicioso plan de reformas estructurales para España, el cual va desde la educación hasta la modernización en infraestructura. Pero si parece que Costa está en consonancia con las ideas de la modernidad, debe señalarse que se distancia de tales ideales en un punto fundamental: la apelación a valores democráticos y liberales. Para este tal vez visionario español, las riendas del país las debía tomar un caudillo ilustrado que fuese capaz de jalonar enérgicamente las reformas que necesitaba urgentemente España.

El segundo intelectual expuesto parece no caber dentro de lo que se enuncia en el título del ciclo de conferencias. Mas es este mismo argumento —el ser un investigador serio y comprometido, argumentativo y sensato— lo que lo pone fuera de la esfera de acción y reconocimiento de una España que solo atiende a disparates. Costa viene a ser la excepción que confirma la regla.


El Idearium español de Ángel Ganivet

En la misma línea del disparatado tratamiento de la identidad y la nacionalidad por parte de los intelectuales españoles de finales del siglo XIX y principios del XX, encontramos como ejemplo de ese casi patológico desvarío hispánico a Ángel Ganivet. En este se vislumbra tempranamente el temor a un fatídico desenlace del amado imperio español. La decadencia de España surge, según Ganivet, del encauce en los rumbos del positivismo y del capitalismo, los cuales han hecho extraviar el camino espiritual de España representado por el estoicismo de Séneca. El español de Ganivet es aquel que rechaza las fantasmagorías de la vida moderna, que vive según su ley, cuyo máximo ejemplo es el Cid o el Quijote, aquel que rechaza el intelectualismo y el positivismo; en pocas palabras, el español de Ganivet es la más vulgar y desastrosa caricaturización del buen salvaje de Rousseau. No contento con su caracterización, este andaluz tendrá la ambiciosa ilusión de que mediante el retorno a estados pre-modernos, servirá España de ejemplo a sus antiguas colonias, retomando su control cultural sobre estas e imponiendo una manera divergente de las lógicas Europeas.

Es así como, graciosamente, no solo la obra sino el autor sufren de un anhelo medieval, pues a la insensatez de la obra se le suma la mísera vida del autor: agobiado por su desfase temporal, solo le queda un suicidio estrepitoso.


Defensa de la hispanidad de Ramiro de Maeztu

Tomemos de las últimas líneas la idea del anhelo medieval, ya que parece ser esta —excluyendo a Costa— la constante intelectual de estos pensadores. De esta manera, según Maeztu, ante la notoria bancarrota de los portentosos ideales hispánicos y el desmembramiento del imperio, debe retornarse al punto en que España se desvió y perdió la claridad de su camino. Este punto no es otro que el ya fetichizado medioevo, donde aún no se vivían los desmanes de la industria y el capitalismo. De aquí que el punto interesante de esta recurrencia melancólica pueda deberse sin más a la incapacidad de España por entrar en el circuito del mercado mundial y su incapacidad de figurar como país de importantes industrias. Más lógico aún, intentar una interpretación del principio de este pensar como consecuencia del remordimiento español por no haber administrado sagazmente los réditos de sus ricas colonias, o haber invertido en la consolidación de una España industrialmente moderna. Recuperar la tradición es la urgente tarea que Maeztu enfatiza como remedio de la no-España que se asoma al siglo XX. La conversión de un antiguo costista en defensor acérrimo de los valores católicos y monárquicos es una clara representación del dominante paradigma hispánico. Este se bambolea entre el irracionalismo, la irreflexividad histórica y el desdén filosófico. Como punto final, debe anotarse el interés de Maeztu por una unificación hispánica de Europa a América, donde ambos lados del Atlántico se rijan por los ricos valores del catolicismo y la monarquía. Esta unificación no es más que una conversión anacrónica en la que se pretende una salida del curso histórico y retorno redentor a los tiempos en que España no seguía el curso de una influencia francesa.


La larga vida y errática obra de Miguel de Unamuno 

En Unamuno parecen converger todos los ideales que hasta aquí hemos señalado, pues es este notable autor el estandarte de la irracionalidad y del vicio romántico que niega todo lo moderno, lo europeo y lo científico. Unamuno desempeña un papel protagónico no solo en las letras, sino también en la política. Primero republicano, y más tarde franquista, Unamuno ejemplifica ese paladín romántico que tiene en su sino el latente arribismo que adolece de la construcción de un proyecto intelectual de amplias miras y gran impacto.

Dentro del inventario de Unamuno, se encuentra una continua evocación abstracta y nostálgica por los paisajes castellanos, de los campos y sus agricultores, que sirve para ocultar la decadencia que asiste a España. Es campo y no las ciudades donde se esconde la esencia española, donde sobreviven los sublimes ideales de medioevo. De ese repertorio, la consecuencia lógica es el desdén por el progreso, la democratización de la cultura y la masificación de las ciudades, aunque paradójicamente son estas condiciones a las que Unamuno deberá su fama.

Pensar de esta manera no significa más que abstraerse de los procesos sociales propios de finales del siglo XIX y principios del XX, y por tanto significa vivir fuera de la realidad, en un mundo de evocaciones e ilusiones que solo podría prestar sentido en literatura, pero del que Unamuno hace también ideal de la identidad española. Esta huida de la realidad lleva como consecuencia el abandono de la ciencia, que en la prosa de los irracionalistas ya no es capaz de responder o explicar los problemas de la sociedad y parece únicamente corromper al hombre virtuoso alejándolo de su destino rural y simple.

Bajo esta argumentación, se suma España a la ya generalizada crisis universal de los valores que venía haciendo eco en Europa, y que se manifiesta en la deslegitimación de las élites políticas e intelectuales que habían hecho carrera con la Ilustración y el liberalismo. La ciencia, la democracia, el humanismo y, en general, la modernidad dejaron de figurar como los valores cohesionadores de la sociedad, y se le opusieron la entrega al subjetivismo, a la nostalgia de viejas glorias y en especial la búsqueda de esencias etéreas y eternas.


Apuntes finales

A pesar del constante irracionalismo de estos escritores, su lectura propicia un par de ideas en limpio. La misión de España en la historia no es más que portar los valores anti-ilustrados y la dogmática católica que pervive gracias al anacronismo reaccionario de melancólicos y temerosos intelectuales. Estos y sus ideas, como la de identidad nacional, están determinados por el contexto, a la vez que configuran realidades sociales. Por esto, si tomamos una crisis como aquello viejo que no termina de irse y lo nuevo que no termina de llegar, puede comprenderse el papel que juegan los intelectuales en la historia, sean como motor del cambio o, en este caso, como muralla frente a nuevos procesos.

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