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Los muertos de León María

Camilo Franco


I CORVUS CORAX

La muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo. Epicuro de Samos

Cuando la última palada de tierra cayó sobre la tumba de Agapito, el relojero del pueblo, León María supo entonces que su trabajo ya estaba terminado. Encendió su vieja pipa de ébano restaurada, aspiró unas cuantas veces y cuando el humo ya empezaba a cubrir lentamente las cabezas de los presentes en aquel desolador entierro del 9 de abril, tomó la pala y se marchó lentamente del cementerio dejando atrás tan solo la negra sombra de un hombre taciturno perseguida por una estela de blanco humo.


Abriéndose paso entre caminos inciertos y esquivando los escombros que dejaron las ilusiones pasadas, León María miraba fijamente a los ojos de los dolientes que se lamentaban apesadumbrados en las tumbas de sus siempre queridos. Y por mucho que intentara dibujar en su rostro un gesto de compasión, nunca lo conseguía. Su mirada indiferente y frívola ante el dolor que el óbito produce en quienes aún viven, muchas veces llegaba a ser incluso más lacerante que la idea misma de la muerte. 


Cuando finalizaba el recorrido habitual por el cementerio, León María guardaba su pala en la cabaña de herramientas hecha de roble y de eucalipto, tan resistente como las mismas losas de mármol que encierran a los miles de exánimes de Ocelos, su pueblo. Cuelga la pala en el mismo perchero en donde cuelga su abrigo y su paraguas. Lava su cara y sus manos con agua helada mezclada con hierbas aromáticas, sacude su pantalón de cotelé, organiza sus tirantes y se sienta en la butaca contigua a la chimenea. Toma su copa de lapislázuli tallada y sirve con sutileza un poco de su tan preciado Vin Rouge, su vino favorito. Mientras se deleita con la cata de su indispensable elixir, comienza a sentir cómo, por fin, el calor de la chimenea aliviana el frío de su cuerpo. Limpia sus lentes con una servilleta cualquiera y retoma la lectura de sus poetas españoles favoritos. Su víctima esta vez es Gustavo Adolfo Bécquer. Observa su reloj que da las 16:20. Puede leer y beber por una hora más.


A las 17:20 se levanta de su asiento, apaga la chimenea, lava su copa, la seca y la guarda. Ubica el libro de poesía en un estante, organiza su camisa y su pantalón, amarra sus zapatos, se coloca su largo abrigo y toma su paraguas. Cuando su reloj marca las 17:30 cierra la puerta de la cabaña y camina hacia la Colina de los Luceros. En quince minutos se pondrá el sol, es tiempo, pues, de emprender la marcha.


Subir a contemplar la puesta de sol es motivo de peregrinaje diario para León María. A medida que avanza contempla cómo se hace cada vez más pequeño Ocelos, cómo la grandeza de la bóveda celeste engulle a estos hombrecitos de mundana existencia con sus beatíficos y místicos colores de ensueño, cómo la vida se hace noble por unos instantes y con sus tenues minutos nos inunda de eternidad. La promesa de la bienaventuranza se hace pintura en el cielo tormentoso del día a día y, por unos momentos... la armonía que se pierde en la jornada se recupera en los instantes en que el sol nos despide anímicamente con sus etéreos rayos de luz, de vida.


León María observa el pueblo por unos segundos. Dirige sentenciosamente su mirada a las indolentes criaturas que corren sin cesar como hormigas cuando son asechadas por un equidna, salvo que esta vez quien los asecha es la vida. Clava su paraguas en el suelo y se sienta a contemplar su tan anhelada puesta de sol.


Observa y guarda cada detalle en su interior de una manera solemne, casi sacramental. Sus ojos van y vienen como si estuvieran desorbitados y ansiosos por hallarse en calma por un momento, por hallarse seguros.


El ir y venir de los cuervos atravesando el cielo lo reconforta. Su canto le invade el cuerpo hasta llegar al corazón, y este late tan fuerte al instante como si quisiera cantar y salir a volar sin rumbo alguno por el vasto firmamento; como los cuervos de negro resplandor que ahora lo hacen prisionero con su sublime danza.


Cuando llega la noche, y el pueblo apenas si se distingue entre la oscuridad, el sentimiento inenarrable que experimenta León María en la colina desaparece. Se levanta apresurado del suelo, amarra sus zapatos, sacude su abrigo y pantalón, organiza sus tirantes y estira un poco el cuerpo, desentierra su paraguas y desciende sigilosamente la colina... de vuelta hacia la realidad.


Cuando se ve cercano a la entrada del cementerio que lo dirigirá al pueblo, distingue, entre la niebla y la noche, una sombra que se vuelve brillo a medida que se acerca... es Azucena que lo espera paciente al pie de la colina.


Y si para León María ascender la colina a diario es un peregrinaje en busca de un efímero sosiego, para Azucena esperarlo al pie de la colina a su regreso es una obligación en busca de una sempiterna felicidad. Ambos tan inmersos en la búsqueda de algo, pero con la única certeza de no saber qué hallar.


-Buenas noches, León María. ¿Cómo se encuentra usted en esta plácida noche de martes 9 de abril? ─exclamó Azucena con una venia mientras León María pasaba a su lado.

-Mejor...

-¿Mejor qué, León?

-Mejor ni lo preguntes, Azucena ─dijo León María mientras continuaba caminando.

-Por supuesto León María, no lo haré ─masculló Azucena mientras trataba de alcanzar a León María en su marcha.


Continuaron el camino al pueblo a través del cementerio, como ya era costumbre de ellos: en silencio, sin molestar a los muertos.


Mientras el indiferente León María caminaba morosamente con las manos en los bolsillos de su abrigo y su cabeza agachada, como clavada en ese viejo camino pedregoso, la inquieta Azucena buscaba desesperadamente mirarlo a los ojos mientras intentaba controlar su cuerpo en tan atolondrado caminar.


-Y dime, León, ¿quién fue el muerto de hoy?  ─interrumpió Azucena.

-Agapito, el relojero.

-¡Oh!, ya veo. Con razón todo el pueblo se aglutinó en su tienda esta tarde. Hubo mucha conmoción.

-Sí, sí, siempre la hay, Azucena. Todos los días y para todas las gentes... como si de verdad la muerte de alguien a quien no conocen los afectara de semejante manera...

-Pero Agapito era muy apreciado por todos, León, incluso una vez reparó tu reloj de bolsillo.

-Claro, lo recuerdo. Pero también es igual a como ayer decían que José el verdulero era querido por todo el pueblo, o el día anterior que decían que la vieja Amparito, la escultora, era importante para todos en el pueblo... el cariño acá solo se ve cuando se está muerto, Azucena. Y además...

- ¡León, mira, mira, ahí está, ahí está! ─interrumpió intempestivamente Azucena.

- ¿Qué cosa? ¿Por qué gritas?

- ¡León, es nuestra tumba! Mírala. Perdida, sola, la única en el Pasaje de los Pasos Perdidos. Mira qué tan magnífica es, cómo se eleva sublime al cielo estrellado. Cómo nos llama y nos espera. León, es la más bella de todas, ¿no lo crees?

-decía Azucena mientras corría hacia la tumba.

-Azucena, es solo un hoyo en la tierra.

-Exacto León, ¿qué más necesitamos? Además, esta es perfecta porque es la nuestra...

-Claro, como digas Azucena, como digas... ─finalizó León María.


Después de que León María y Azucena abandonaron el cementerio, entraron al pueblo. Caminaron, de nuevo en silencio, a través de la plaza hacia la casa de León María, bajo la opaca luz que desprendían las farolas y las miradas expectantes de tantos que en la densa y fría noche de Ocelos salían a dar un paseo, volvían a sus casas o recién empezaban sus labores.


Al llegar al pórtico de la casa de León María, este buscaba la llave para abrir la puerta, mientras Azucena esperaba impaciente detrás de él. La noche entera se resumía en ese acto. Cuando la cerradura se abrió, Azucena se acercó a León María antes de que este entrara a su morada y le dijo: León María, ¿cómo se encuentra usted en esta plácida noche de martes 9 de abril?


-Azucena, usted es un completo incordio, ¿sabía?... pero, estoy bien, ¿y usted? ─contestó resignado León María.

-Ahora sí que estoy bien, gracias. Buenas noches León María y dulces sueños ─respondió alborozada Azucena mientras se iba lentamente de la casa.

-Si es que logro soñar algo... buenas noches, Azucena. - dijo León María mientras entraba a su casa.

-Tan solo intenta León María, tan solo intenta...


Esa noche la madre de León María, doña Josefina, tejía en la sala. Apenas si se dirigieron palabra alguna. Como de costumbre, no había cena preparada, así que él no cenó. Tan solo subió a su habitación, guardó sus ropas en el armario y se vistió de pijama.


A través de su ventana él podía escudriñar todo el cielo nocturno antes de dormirse, en busca de algo que ni él mismo sabía qué era. Se quitó los lentes y los colocó en el suelo. Giró su almohada hacia el lado más frío, bajó su cabeza, se inclinó a la derecha y, en siete minutos, León María ya estaba atrapado en las garras de Morfeo.


Al otro lado de Ocelos, Azucena llegaba a su pórtico. Su madre, doña Clotilde, la recibió entre besos y caricias. Cenaron juntas. Al finalizar la cena, ambas se dieron las buenas noches y se fueron a dormir. Azucena guardó sus ropas en el armario y se vistió de pijama.


Por su ventana no podía ver la vastedad del cielo nocturno, pero sí podía imaginar a León María escudriñándolo entero con sutil apego y vana reverencia; así como un regio capitán examina las turbulentas aguas del océano al que acto seguido ha de conducir a sus marineros.


Azucena suspiró. Giró su almohada hacia el lado más frío, bajó su cabeza, se inclinó a la izquierda y en siete minutos ya estaba atrapada en las garras de Morfeo; intentando por todos sus medios alcanzar a León María en el reino de los sueños.


Esa noche Azucena soñó.


Pero, así como la noche se funde lentamente en un perenne silencio, así se funden también, día tras día, los deseos y sueños de Azucena, así como se funde de nuevo, en su mudez, su amor por León María.

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