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Litoral pacífico

Actualizado: 7 may 2019

Por: Juan Felipe Valencia Osorio

juan.valencia50@udea.edu.co


Extensa y fecunda es la contemplación de fenómenos de carácter sobrenatural

en latitudes sur del continente americano; durante décadas e incluso siglos se

conservan inmarcesibles las historias colmadas de misticismo y enigma, aquellas

que habrían de arrebatar la calma en noches sobrecogedoras. Cabe la eterna duda:

¿Será aquello posible? Tal temor reptante e ininteligible ha empujado al borde

del abismo más horrendo hasta al más escéptico. Más, hay un terror verdadero, y

vaya que es tangible; aquel que camina entre nosotros y posee un rostro que,

lejos de ser espectral, se asemeja a aquello que vemos cada mañana al ir al baño

y vernos al espejo.


Litoral pacífico, tierras dotadas de inconmensurable riqueza natural y una

pluviosidad inigualable. Un crepúsculo magnífico envolvía la bóveda celeste

vuelta azabache, una tormenta arreciaba con la furia de dioses antiguos; azotaba

las hojas de palma a gota gorda y en armonía discordante, relámpagos arañaban el

cielo, postigo al fragoroso trueno que haría vibrar las fangosas tierras de la

vereda, inestable derrotero que recorría un mototaxi en aquella estrepitosa

noche plutónica.


Un joven oriundo de Quibdó maniobraba con dificultad el automotor, ver el

camino era una labor titánica, una espesa niebla daba matices grisáceos a la

ennegrecida noche envuelta en una tenebrosidad palpable. No tenía certeza de

cuánto tiempo llevaba conduciendo, engarrotaba sus dedos en el manillar que

venía mellando la callosidad de sus manos, se aferraba a sus deseos de regresar

al pueblo cuanto antes. Llovió más fuerte.


En ocasiones perdía el equilibrio, una rama, una roca o incluso un reptil

deslizándose a mitad del camino solía ser la causa de la inestabilidad, ya había

tropezado y caído en el fango en noches anteriores. Fue prudente en su

conducción, el clima era adverso y no podía permitirse un error de esa

naturaleza, no cuando tenía ese terrible presentimiento de ser perseguido por

algo más allá del entendimiento.


Semanas atrás, encontraron un hombre despedazado en el camino, su cabeza

se halló a varios metros del cuerpo, o más bien, de la masa de carne que

inicialmente habría de ser un torso humano; sería natural suponer que fue la

guerrilla, más había una profunda crueldad que se escapaba a todo amaño de

humanidad en los certeros tajos que dieran muerte al infortunado individuo.


Tragó saliva, empuñó con mayor vehemencia el manillar cuando se vio

inmerso en la niebla, de tal espesor como la profunda selva que le rodeaba. Un

relámpago derramó su incandescencia en el camino, permitiéndole frenar en seco

antes de atropellar a los dos hombres que se encontraban frente a él. Tenía los

nervios destrozados.

Respiró con dificultad, exhaló como si su alma fuera a salir de su cuerpo.

Tras tortuosos segundos de sobrecogedora duda, descubrió que se trataba de dos

campesinos en avanzado estado de embriaguez, que al igual que él, emprendían con

dificultad el camino al pueblo. No importando las circunstancias que llevaron a

ambos hombres a un paraje tan inhóspito, permitió que abordaran el automotor.

Eran clientes después de todo, y se cernía en él un profundo anhelo de compañía

por más pueril que fuere.

Ambos chocoanos tenían aspecto de campesinos, estaban empapados y se movían

con torpeza, apenas y cruzaron palabras con el joven, sólo deseaban llegar al

pueblo más cercano para pasar la noche y de paso la borrachera. Empero a su

corta indicación, conversaban ávidamente entre sí. Halló paz de algún modo, más

ahora, resultaba incluso más complicado que antes maniobrar adecuadamente la

moto por causa del peso en la cabina trasera. La tormenta estaba alcanzando su

punto más álgido.


Las cosas comenzaron a agitarse progresivamente, las gotas que chocaban con

el vehículo daban la impresión de que el vidrio podría romperse en cualquier

momento, la tierra temblaba como un frágil eje de cristal por causa de los

ensordecedores truenos en tenor, de los constantes relámpagos. Los campesinos

estaban empezando a discutir acaloradamente. Tuvo que hacer un esfuerzo

sobrehumano para no ceder ante un implacable ataque de ansiedad, como si

recordar las imágenes del cuerpo destrozado no fuese suficiente, pues fue él

quién lo descubrió.

Cerró los ojos con fuerza, escapando de aquel desgraciado mundo que le

martirizaba. Fue un milagro que no cayera durante los instantes que conducía

ciegamente, pues también descendieron los últimos haces de luz a la tierra, por

ende, los más estridentes. Escuchó un golpe seco a toda velocidad crepitando

contra la madera de un árbol. Abrió los ojos. Lo vio todo claramente. La lluvia

cesaba, la niebla se disipaba, la noche todo acallaba y había un silencio

sepulcral en los asientos traseros. Agradeció a Dios.


Su cuello dejó escapar un crujido mientras giraba lentamente su cabeza

hacia atrás para ver qué suerte corrían sus pasajeros. Uno dormía plácidamente,

su cuerpo se distendía en el sillín de cuerina en medio de una relajación

absoluta. El otro era una tremenda fuente que desprendía chorros de sangre

contra el techo. Le había cortado la cabeza de un machetazo. Notó el filo, no

sólo en su espalda, sino también en la sonrisa colmada de perversidad en aquel

rostro humano que se despertaba.

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