Breve ensayo a partir de L'Enfant sauvage y la educación de Victor de Aveyron por Jean Itard
I
Nunca he logrado ser cinéfilo. Hago lo que puedo. En cuanto a la adicción a este tipo de sustancias espirituosas, siempre me han atrapado más la música y la literatura —en especial la poesía— que el arte de capturar el tiempo en una celulosa (o en un formato digital, en su defecto). Estas también se pueden disfrutar más en compañía que en soledad, pero la cuestión con el cine es que soy incapaz de consumirlo aislado. Tengo que experimentarlo con alguien o, está bien, solo, pero bajo la promesa de una pronta conversación. Supongo que, como con el licor, aún no traspaso esa línea que separa a un bebedor social de un alcohólico encumbrado. Ya habrá tiempo de refinar los vicios.
Pero entre estas sustancias, y dado que él puede ser un cóctel de todas las otras, hay que reconocer que la capacidad del cine para grabar en la memoria una imagen o una idea... es única. La música y la literatura cambian la cotidianidad, la enriquecen, la transforman al mezclarla con los mundos que contienen; el cine nos enajena, nos arrastra a un viaje. Nos transporta a mundos completos con todos nuestros sentidos, nos impone sus reglas y fácilmente nos obsesiona con lo que vimos, con lo que sentimos. Nos deja la imaginación trastornada. Contrario a lo que a veces se argumenta contra el cine por su velocidad y dominancia sensitiva, tales cualidades no implican que no se preste para la reflexión. Más bien, es por esta capacidad de enajenar la vida común, emocional y sentimentalmente, y de obsesionar el pensamiento, que me cuido de su asiduo consumo solitario. En las siguientes líneas quiero exorcizar de mí un pensamiento de este tipo, una idea que me implantó hace meses Truffaut mediante un choque emocional.
La cosa fue así. Una tarde bogotana, fría y gris como el prejuicio lo exige, terminé metido en el cineclub Bartleby de los estudiantes de literatura de la Universidad Nacional, viendo El pequeño salvaje (1969) de Truffaut. Una película más —junto a la impresionante La terra trema (1948) de Visconti— en medio de un ciclo que trataba de ofrecer material para pensar los problemas de la sociedad desde su drama humano. Esto, digo yo, a propósito de los paros y protestas que han ocurrido recientemente en el país.
La película está muy bien. Le da vida a los dos reportes que el facultativo Jean Itard dejó de la historia de este pequeño salvaje en 1801 y 1806[i]. Es apasionante ver la historia del pequeño salvaje Víctor de Aveyron y del profesor Itard (protagonizado por Truffaut mismo), quien se enfrasca en demostrar que el muchacho puede ser educado a pesar de haber sido valorado por el reconocido doctor Philippe Pinel —padre de los sanatorios y del moral treatment para las enfermedades mentales, una opción a los choques eléctricos, entre otras técnicas— como un completo imbécil: un joven al nivel del más burdo animal, incapaz de desarrollar el habla, de entender y hacerse entender, de dejar de mover la cabeza de un lado al otro y, en resumen, de participar de la sociedad civilizada humana. Itard le lleva la contraria a su maestro y pide la tutela del niño, la cual le es concedida por el gobierno francés posrevolucionario.
El filme avanza a través de una serie de escenas (en su gran mayoría correspondientes al reporte de 1801) donde Itard intenta, fundamentalmente, que Víctor adquiera el lenguaje mediante el refinamiento de sus sentidos y la ampliación de sus deseos, así como, consecuentemente, de su necesidad de comunicarse como medio para satisfacerlos. Únicamente a través de la adquisición del lenguaje, Víctor podría entrar en la sociedad de sus semejantes, luego de haber sido abandonado en el bosque y haber sobrevivido solo durante varios años. Víctor logra importantes avances, demuestra su inteligencia y capacidad de aprendizaje, pero nunca logra desarrollar plenamente el lenguaje hablado. Estudios actuales sugieren que el muchacho era autista, noción inexistente en la época. Sin embargo, en medio de su educación relacionada con la interpretación de signos que corresponden a las cosas y satisfacen sus necesidades mediante la comunicación, logra algo más importante que motiva estas líneas.
La cinta tiene su clímax unos 20 minutos antes del final. Itard está satisfecho con los resultados de su educación, con que Víctor haya logrado comportarse en sociedad, sentarse a la mesa, pedir su comida y controlar su carácter, entre otras cosas. Sin embargo, aparece en él una duda propia de todo educador. Se pregunta si el comportamiento de Víctor es simplemente imitación y adaptación intrascendente —al fin y al cabo era recompensado conductivamente cuando hacía lo que se le pedía—, o si realmente ha comprendido e interiorizado los valores y nociones éticas que él le ha querido inculcar con respecto al comportamiento humano en sociedad. ¿La educación ha sido exitosa en tanto ha llegado al alma?, ¿o es una mera repetición pragmática propia del animal que se adapta a un medio para sobrevivir?
Itard quiere educar a un humano completo, desarrollado plenamente a nivel moral, espiritual. Un ser libre de estar reducido solamente, como Víctor lo estaba antes, a la mera subsistencia física del salvaje[ii], sujeto al círculo absurdo de la existencia natural: nacer, crecer, reproducirse y morir. ¿Víctor ha desarrollado el “sentimiento de la justicia” en su corazón? Aunque ya ha sido domesticado y se doblega cuando es castigado por un mal comportamiento, con lo cual muestra el reconocimiento de una autoridad, ¿sería capaz de rebelarse ante algo injusto? Para Itard, un ser humano civilizado con sentimientos en su corazón y sensibilidad en el alma es aquel capaz de rebelarse al sufrir o presenciar una injusticia. Si Víctor no pasaba esta prueba, Itard habría fracasado completamente.
Sobra decir que lo hace. Y aquí está la magia del cine, de Truffaut. Saber si la escena era una genialidad del director o era propia del caso, me desveló muchos meses; encontrarla en el segundo reporte, descrita de una manera igualmente conmovedora por Itard, me permitió entender el significado de lo que he llamado un choque emocional como efecto del cine que lleva a la reflexión: una imagen o sensación que lo reordena todo por dentro y le permite a uno intuir cosas que antes le estaban vedadas. La emoción es el conocimiento más difícil de transmitir.
Sí, Truffaut toma fielmente la escena de Itard, incluyendo la exactitud de que Victor le muerda el brazo al profesor cuando trata de castigarlo injustamente encerrándolo en una habitación oscura. Pero fue la escena de Truffaut la que me llevó irremediablemente al llanto —algo, creo, un tanto más difícil en la literatura; y más en el reporte de un terapeuta que busca convencer de su objetividad a la comunidad científica de la época— y a la comprensión emocional de lo que significaba esa situación; el abrazo fraterno de Itard y su mirada llena de culpa por haber afrentado injustamente al muchacho. ¿Estuvo bien ser cruel e injusto para probar a Víctor? Fue el choque causado por la película lo que me hizo pensar en la relación entre la educación en el lenguaje y el desarrollo de un sentimiento de justicia que lleve a los seres humanos a rebelarse contra lo injusto.

II
Sus ojos incapaces de fijarse, inexpresivos,
errando vagamente de un objeto
a otro, sin jamás detenerse en nada
Itard (1801).
Esto de hablar de una noción de justicia íntima que se deriva de cierta educación puede sonar amenazante en nuestros días. Se sabe que las oposiciones civilización/barbarie y salvaje/civilizado son fácilmente manipulables y fueron fundamentales para la colonización europea y el establecimiento de un mercado internacional capitalista jerarquizado, con la industria en el norte y la explotación de materias primas y mano de obra en el sur subdesarrollado, salvaje. En el trabajo de Michel Newton (1996, ver nota ii) se ve cómo los niños salvajes sirvieron para representar tanto la noción de un hombre incompleto como la de un ser inferior, poco civilizado, a semejanza de los pueblos y países fuera de Europa. Situación que, dentro de esta lógica, le daría el derecho a los civilizados a enseñar su luz a los demás pueblos. Las colonizaciones africana y americana sellaron definitivamente la verdad de que nada ilumina como el fuego y la sangre. Otro estadio tuvo esto, se sabe, en la Segunda Guerra Mundial. Entre otras cosas, es por estos detalles que no está muy de moda rescatar los valores de la educación ilustrada y suena sospechosa la idea de un sentimiento universal y abstracto de lo justo: vivimos en tiempos de la relatividad cultural y, por tanto, de la relativización de los valores. Se entiende.
Sin embargo, lo que no pude dejar de preguntarme al terminar de ver la película fue: ¿cómo es posible que un niño salvaje sepa rebelarse ante lo injusto y nosotros no? Al principio ese nosotros, apuntó, claro, a los colombianos. A nosotros que hemos fracasado en las revoluciones más básicas y vivimos haciéndonos de la vista gorda frente un país deshumanizado. Pero luego comprendí que ese plural podía ser más amplio, pues finalmente vivimos la globalización y el mundo conectado, aunque es innegable que el país tiene enormes agravantes. A pesar de esto, lo cierto es que la mayoría de los ciudadanos actuales del mundo compartimos vivencias y situaciones, compartimos una cultura regida por la prelación de la economía neoliberal sobre la sociedad, operando con la oposición propuesta por Karl Polanyi en La gran transformación; y por tanto, dentro de esa sociedad regida por dinámicas similares globalizadas, tenemos valores similares que pretenden ser valores democráticos y humanistas… en el papel. Discursivamente, se supone que hay un compromiso internacional con los mismos valores liberales que dejó la Revolución Francesa y su Declaración de los Derechos Humanos.
Si esto es así, no debería ser tan difícil sostener cierta universalidad de lo justo que nos permita pensar en el desarrollo de un instinto de resistencia ante lo contrario. Se nos educa en los valores humanistas modernos y esa educación nos inculca necesariamente la capacidad de reconocer lo injusto. Lo hacemos al ver las noticias en los periódicos, en la televisión o en alguna red social. Sí, mientras hacemos scroll para ver todas las novedades —¿no nos describe Itard en las líneas de arriba?— y vemos un crimen ambiental por aquí, una masacre por allí, un desfalco billonario al estado protagonizado por algún político o banquero, un casual exterminio mediante el hambre y el desplazamiento a algún pueblo indígena o el asesinato sistemático y progresivo de toda una clase social. Sabemos reconocer lo injusto, pero algo nos falta. Algo que sí tenía el muchacho salvaje. Algo falta o algo sobra y nos cubre el juicio, permitiéndonos ver cómo todo parece ir mal sin que pretendamos hacer nada al respecto. Ya ni el morbo, ni lo más cruel, nos mueve. Vivimos algún tipo de borrachera.
Hay una clara noción, reconocida nacional e internacionalmente, de qué es propio de un ciudadano civilizado moderno. Así pues, si existe ese consenso, ¿a qué se debe nuestro evidente salvajismo, nuestro espíritu degenerado o a medio desarrollar que no reacciona? De seguro hay muchas razones. Nuestra cruenta historia y el hecho de vivir en constante zozobra —con un estado francamente pervertido y sus terribles sustitutos en el control de ciudades y regiones— seguro hacen parte de ellas, pero creo que vale la pena profundizar en una que guarda relación con todas las anteriores: nuestra relación con el lenguaje y con la verdad.
III
Zeus, apiadado de los hombres (a los que Prometeo ya había obsequiado el fuego, base del progreso técnico, pero aún carentes de capacidad política), envió al dios Hermes para que les repartiera a todos los fundamentos básicos de la moralidad: aidós (pudor, respeto, sentido moral) y díke (sentido de la justicia). Y Zeus le encargó muy claramente que a todos los humanos les dotara de tales sentimientos. «A todos, dijo Zeus, y que todos participen. Pues no existirían las ciudades si tan solo unos pocos de ellos lo tuvieran, como sucede con los saberes técnicos. Es más, dales de mi parte una ley: que a quien no sea capaz de participar de la moralidad y de la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad» (García Gual cita a Platón: Protágoras 322 d)[iii].
¿Qué sucede en el aprendizaje del lenguaje y de las costumbres sociales que le permita a Itard exigirle al joven Víctor que haya aprendido la justicia? El estudio del lenguaje se ha desconectado de la ética y este tipo de cuestiones, enfocándose en su funcionamiento estructural, en su naturaleza cognitiva, en su uso para la producción de mercancías o en su concepción como dato, unidad básica de una era informática. No obstante, hay algo básico, existencial, que ha ocurrido siempre y nos define como humanos; se trata de nuestra relación con la verdad, de nuestra obsesión con lo verdadero. Cuestión que está en la base de nuestro instinto más básico de conocimiento.
Esa primera obsesión con la verdad, previa a la experiencia religiosa —o quizás simultánea—, es la del niño por aprender qué palabra corresponde a qué cosa. La obsesión por nombrar el mundo, por hacerse con un adentro a partir de tanto afuera. La verdad remite a ese instinto de querer tender un puente entre las palabras y las cosas. Entre la comunicación y su referencia a algo real que corresponde. De algún modo, a medida que nos hacemos con más palabras, con más signos, aumentamos nuestra capacidad de reconocer la verdad, aumentamos la verdad que está en nosotros y nuestra capacidad de operar con ella. Es evidente, luego, el lazo que siempre hay entre el lenguaje, la verdad y la educación en una cultura que nombra y crea el mundo, mediatizando los valores de esa verdad.
Pero hablo de la verdad como algo humano, como algo que habita en el lenguaje y en los lazos sociales, no se trata de verdades reveladas y divinas dictadas por los dioses, aunque la verdad humana pueda someterse a estas. Un valor humano y social, no un dogma específico. La relación establecida tradicionalmente entre nosotros y el mundo. Esta verdad refiere a la coherencia y al correcto encadenamiento entre una serie de ideas fundamentales cuya verdad se asume evidente por creencia, tradición, experiencia mundana o prueba científica. Las palabras de alguien, sus razonamientos, sus actos, deben corresponderse con esas nociones básicas compartidas para considerarse verdaderas, correctas. Es esta verdad básica, entonces, también un comportamiento en el que nos formamos. La noción más básica de justicia social es esta: que las palabras de alguien correspondan a esos postulados básicos compartidos que deberían alojarse en la intimidad, en el corazón. La injusticia fundamental, dejando de lado el redundante adjetivo “social”, es desviar o tergiversar: mentir. Pues esto significa una ruptura en la relación básica que una sociedad humana establece entre el mundo y los actos, sean estos palabras o cualquier otra cosa. Luego de todo el esfuerzo realizado por Víctor para aprender a responder adecuadamente a una instrucción de Itard, no es justo que sea castigado por hacer lo que ha aprendido como correcto.
Entonces, ¿por qué perdemos la capacidad de rebelarnos ante una clara desviación de la verdad?, ¿ante una tergiversación del ideal de mundo que nos han puesto en la intimidad desde que somos niños? Hay un momento en nuestra educación en que se tuerce el camino. Se trata del momento en que se nos prepara para actuar no correctamente, sino adecuadamente, beneficiosamente. Para sobrevivir a la hostilidad de las circunstancias y sacar ventaja como se pueda, en un claro abdicar de esos otros principios humanos relacionados con lo justo.
Llega el momento en que se le enseña al niño a “ser vivo” y a no “ser bobo”. Al niño se le enseña que debe decir la verdad, que debe actuar de manera correcta y se le reprende por mentir; pero a la vez se le enseña que debe ceñirse a las reglas en todo entorno, por supervivencia, y que debe obedecer aun cuando no entienda la verdad detrás de las leyes sociales que se le imponen. Se le premia si obedece y se combina el obedecer con el ser correcto, con el apegarse a la verdad. Esta confusión, que ya advertía Roussaeu en su Emilio al señalar la contradicción entre educar un ciudadano y educar un ser humano en bienestar consigo, quizás es lo que trae luego la perniciosa incapacidad de rebelarse ante lo falso, ante lo tergiversado, ante lo amañado. Aparece en nosotros la pregunta: ¿vale la pena?, ¿conviene? Y, de ahí, ese apego al conservadurismo de cualquier costumbre mientras costumbre sea —el morboso gusto por el orden, tan distinto a la verdad, que suele favorecer el ascenso de los autoritarismos que garanticen a toda costa el convivir— como la costumbre a la desigualdad más profunda y grosera, por dar un ejemplo. Se hace inevitable pensar que quienes regulan la educación y las costumbres deben sacar ventaja de fomentar esta contradicción, este miedo que confunde e incapacita para luchar por la verdad. Para algunos esta comunión cobarde con la injusticia es un deleite y una necesidad. Es inconveniente la inteligencia.
Así pues, en ese momento se da una especie de atrofiamiento de lo que debería ser un transcurso normal en el desarrollo mental y espiritual, en la búsqueda del conocimiento, la libertad y el bienestar para conseguirlo; así como de la consecuente necesidad lógica de transformar todo aquello de la sociedad que no sirva a estos propósitos como intereses comunes. Itard concluyó en su reporte de 1801 que “la superioridad moral que se ha considerado como natural al hombre, no es otra cosa que el resultado de la educación”; y esta educación surte ese efecto en la medida en que “existe [tanto para el salvaje como para el hombre más civilizado] una proporción uniforme entre sus ideas y sus deseos” principio que para Itard es fundamental al hablar del desarrollo de la mente humana. Ahora bien, el punto clave ante esta proporcionalidad entre los deseos y las ideas es la diversidad para desarrollar la capacidad de apreciación frente a diversos aspectos de la realidad. Y esta depende de la pasión y el aprendizaje de distintos lenguajes como ventanas al mundo. Es difícil hallar tal educación en los sistemas académicos contemporáneos. Una educación de la sensibilidad que abra al individuo —y luego a la comunidad— a una relación sensible con la vida y con los otros, tal vez tenga su fuente en las finas ficciones del arte.
Si es cierto que la verdad es algo que se ejercita, algo que se va ganando en la medida en que se trafica con mundos cada vez más amplios y diversos, que se aprenden y aprehenden, a lo mejor es verdad que la programática ignorancia del pueblo colombiano —¿de cuántos más?—, la privatización de la educación, la precarización de las condiciones laborales de los científicos, los maestros y todos aquellos que se dedican a cultivar las artes y el conocimiento es la causa de esta abulia, de este estado de salvajismo en que nos encontramos. Parece una mentira, pero todos los caminos siguen llevando a la fatal obstaculización del cultivo del espíritu y el pensamiento, ¡de lo humano!, por parte de las clases que sacan réditos económicos del poder político y así desangran el país, el planeta, en todos los sentidos de la palabra. Desde aquel fin de la historia noventero ante la empírica y aplastante verdad del lucro, los ideales de patrias humanas le han dado paso a las grandes fincas productivas, y la fábrica y la oficina han colonizado todo espacio íntimo.
Véase, para volver al papel que en esto juega el lenguaje, la tergiversación que se hace de los nombres de las leyes que afectan al público. La farsa que día a día protagonizan los medios de comunicación, televisados, radiales, impresos, digitales… sufrimos gobiernos que no tienen el más mínimo respeto por la verdad. Y la “justicia” no puede hacer nada al respecto. Pero se me ocurre, para terminar con una corazonada que apunta a actores menos señalados usualmente, que este tráfico irresponsable con el lenguaje, esta pérdida de respeto por lo que él significa para la existencia humana, no lo cometen solo los políticos electorales y los periodistas vendidos al Gobierno. También lo cometen aquellos que enseñan sin incitar la pasión, los articulistas que ponen el conocimiento en cajas.
Se precisa educación en la sensibilidad a la lógica que exige la verdad, en restaurar el vínculo entre las palabras y las cosas y hacer lo que haya que hacer al respecto. Está en la naturaleza del lenguaje, en lo que somos, en nuestra innata búsqueda del conocimiento y lo verdadero, el rebelarnos contra aquello que se sedimenta y se nos opone. Visto así, la rebelión está en la base misma de nuestra relación con la verdad y con el lenguaje. Necesitamos tener parresia, decir siempre la verdad aunque sea incómoda, aunque se ponga en peligro la vida, como señala Foucault. O vivir a la enemiga, para recuperar la expresión con que Fernando González definió su brega en un país donde la verdad siempre está bajo amenaza de muerte.
IV
En la historia, “las revoluciones” vienen y van, levantan y derriban mancomunidades e imperios. Estas “revoluciones” tienen algo de la esencia de las cosas en naturaleza. Son fuerzas como tempestades o tormentas en el mar (Newton, M. 1996).
Al final, el problema es que la verdad es, también, una costumbre. Nos acostumbramos a reconocer lo verdadero y a actuar, o no.
La educación que intentó Itard pasa por el dominio de las pasiones, por el dominio de sí, pero no por la sofocación del instinto. Es precisa la ira, es necesario saber juzgar oportuna la rabia y desencadenarla cuando se sufre o se presencia una injusticia, un juicio incoherente o falso con respecto a lo que se entiende como verdadero. No estamos acostumbrados a enfocar la ira hacia estas cuestiones, y, cuando lo hacemos, el impulso se apaga pronto. Pero en escala humana no puede tratarse únicamente de la ira repentina.
El animal defiende su vida a toda costa, la conservación de este instinto, de esta ira, puede verse en la rebelión. Ya aquí como algo mediado, precisamente, por un sentimiento de lo justo, de lo verdadero, de lo correcto, de lo necesario. Itard logra doblegar el instinto de defensa violenta del pequeño salvaje, pero se preocupa de que Victor sepa rebelarse. No se trata de que los instintos y las emociones desaparezcan bajo el peso de la razón, sino de una mutua evolución. La verdadera educación no es otra cosa que la sofisticación, no la negación, de los instintos. El animal se defiende y ataca ante una provocación física. El humano se rebela ante lo injusto pero esta rebelión debería tener tantas caras y tipos como los tiene la injusticia y la inequidad que nos ha tocado presenciar. La rebelión es el lugar para la inteligencia y la, no para el dogma.
No pareciera que la rebelión fuera un deber ciudadano, pero desde la perspectiva de la lógica democrática (esa quimera, decía Rousseau, que nunca ha existido y nunca existirá pero que parece ser lo mejor que tenemos por ahora como horizonte) creo que lo es. Debe ser parte de la educación ciudadana la conciencia sobre el deber de revolucionar la sociedad, de sacudirla de sus errores, de traerla de vuelta —de cierto modo— a su condición de origen, a su naturaleza humana de potencialidad y perfeccionamiento. La sociedad es algo en movimiento, la humanidad crece, se desarrolla; su composición cambia, la tecnología la convulsiona y transforma su noción de existencia. Si la composición humana y relacional de la sociedad es dinámica, también lo deben ser sus instituciones. Pero las instituciones están hechas para garantizar el orden, para disciplinar, para garantizar la estabilidad y la seguridad que la vida civilizada añora. Es entonces cuando se precisa la rebelión, cuando es necesario recuperar los instintos básicos de la ira potenciados por la capacidad de juzgar lo justo y lo injusto, así como por la creatividad para mejorar, derrumbar o establecer instituciones.
Algo tenemos que hacer para sacudirnos, pues pareciera que nada realmente nos espanta, que nada parece grave. Hemos caído en el sopor del pesimismo y la derrota, abdicamos del compromiso con la vida, con el mundo, la historia y su verdad. Solo sufrimos aisladamente de angustia y ansiedad por lo que viene. El profesor Itard quiere confinarnos en un lugar oscuro y nos maltrata, nosotros le agradecemos con una sonrisa.
Coda: Un día de furia (1993), Joel Shumacher. Un hombre que se queja porque le han mentido toda la vida. El policía que quiere atraparlo le dice, “sí, todos lo sabemos, todos sabemos que es un engaño”. Dada la normalidad del mundo que rige la narración, suena inspirador lo que dice el loco, pero no deja de parecer un loco. Todo era una farsa y él apenas se ha enterado. Está acorralado, se hace matar a tiros.
Febrero de 2020
_________________________________ Notas
[i] Los fragmentos que aquí traduzco son del francés, a partir de la obra Itard, J. (2003) Mémoire et Rapport sur Victor de l’Aveyron, que recoge los reportes de 1801 y 1806 y se encuentra disponible en el siguiente repositorio de la Université du Québec è Chicoutimi : http://classiques.uqac.ca/; o de la versión inglesa, con una revisión del texto francés, disponible en imagen digital del facsimilar con el nombre An historical account of the discovery and education of a savage man: or, the first developments, physical and moral, of the young savage caught in the woods near Aveyron in the year 1798 (1802), en https://archive.org/. Esta versión inglesa solo presenta el primer reporte.
[ii] Esto corresponde, claro, a los valores ilustrados y románticos que dejó en el aire la Revolución Francesa. Para los años de la historia de Víctor, Napoleón ya ha derrocado al Directorio y ha finalizado la Revolución. Es claro que Itard es amigo de los ideales que llevaron a esta convulsión. Las ideas de Locke, Condillac, Rousseau y Pinel sobre el hombre, la civilización, el contrato social, el progreso social y la historia, entre otras, son evidentes en los trabajos de Itard. Al respecto de esto y del papel de los niños salvajes —reales, soñados y mitificados— en el desarrollo de la filosofía, la psiquiatría, la psicología, la antropología y la medicina en la modernidad hasta inicios del siglo XX, es invaluabe la tesis doctoral de Newton, M. (1996). The Child of Nature. The Feral Child and the State of Nature. University College: London.
[iii] García, C. y Laercio, D. (1987). La secta de los perros. Madrid: Alianza Editorial.
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