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Homenaje a Jairo Alarcón

Actualizado: 27 feb 2019


Por: Astrid Arrubla

astrid.arrubla@udea.edu.co


Tres transformaciones os contaré de la mente: cómo la mente se vuelve en camello, y en león el camello, y en niño finalmente el león.

Friedrich Wilhelm Nietzsche


Querido y siempre recordado Maestro Jairo Alarcón: Conocerle a usted fue como extender mi niñez, cosa nada fácil en aquel monasterio de adultos en donde todo, o casi todo, tenía que ser impostado para poder obtener un lugar. A su lado muchas veces me reí, a carcajadas y a hurtadillas, de esos “grandes genios” del lugar, con la excusa cómplice del tinto en Hello Kitty. Usted me enseñó grandes cosas, cosas inmensamente significativas para la vida, como que no necesitaría unas gafas de filósofa a la moda para pensar, o fingir la voz para sonar como erudita y ganar adeptos, que mi cuerpo no tenía que ser necesariamente rígido para demostrar un saber y que aquel lugar no era una pasarela de sabios celestiales, sino que allí simplemente habitaban seres terrenales con un saber específico. De manera transparente y honesta, con su actitud me enseñó, además, que el hecho de no mirar a nadie, menos aún a sus subalternos de conocimiento, no lo hacía a uno más grande, sino más pequeño. Tal vez más reconocido, pero menos querido. Su sencillez, Maestro, siempre me hizo muy feliz: fuimos cómplices en una relación que permitía hablar de cualquier cosa sin temor a provocar el escándalo. Recuerdo, por ejemplo, cuánto divertimento le produjo mi ocurrencia de que, al igual que Sócrates, también yo era aún muy joven para comprender el poema de Parménides, argumento que escribí para cancelar el curso del maestro Alberto Restrepo ─ese gran Otro amado─. La cancelación nunca se produjo ya que usted se dedicó a explicarme y a leer conmigo. Con usted celebré el final de mi adolescencia enfrentándome a ese poema. También con usted aprendí que la caverna de Platón por dentro y por fuera eran pasos ineludibles en la vida, y que la sustancia en Spinoza no es otra cosa que la realidad que cada uno crea de sí mismo, lo que nos hace también Dioses. Usted fue mi Oasis en aquel desierto habitado por tantos “superhombres”.  Justo al momento de recibir mi grado como filósofa, logré comprender con la existencia de su ser que las tres transformaciones nietzscheanas podrían llegar a convertirse en una realidad. Su alma de niño desempeñó un papel trascendental en aquella comprensión, ya lo intuía yo cuando con su increíble sensibilidad usted nos abrazaba como solo un padre amoroso y comprensivo lo puede hacer. Esos abrazos... Los mismos que impulsaron en mí la valoración de la virtud de la sencillez humana y de la calidez que un maestro necesita para sostener un diálogo genuino con sus estudiantes. “Tan sencillo como hablar de virginidad” en plena contemporaneidad. Usted fue ese areté prometido en el recorrido de mi pregrado. Una vida en paideia que solo inspiraba philo-sophia. De su afectuosa mano y sin diagnóstico previo, solo por su amor al conocimiento y a su afán por resolver los enigmas de sus estudiantes de manera ética, conocí y me enamoré de ese prodigioso descubrimiento Freudiano, lo que este encarnaba para el deseo y la sexualidad humana por medio del lenguaje. Gracias a usted encaminé mi vuelo hacia otros rumbos menos difusos y escabrosos, más prácticos para el discernimiento y el apoyo humano, para procurarle al estudiante un lugar más propicio de reflexión sobre sí mismo.Hoy, con su muerte, también me está enseñando, Maestro amado. Mejor ser tildado de loco, que de racional. De igual manera, todos perecemos. Al final, la huella del León en el Alma.

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