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El visitante

Por: Andrés Dickinson

andres.cardona4@udea.edu.co


Abotargado por el calor matinal, al salir del trabajo me dirigí al parque más cercano con miras a leer a Greene y su Americano impasible. Fui solo y cierta quietud me cobijaba el ánimo, sin embargo, estaba regocijado por la mañana a pesar del sol. Un mutismo se cernía sobre la gente acompañada por sus perros, el mismo mutismo que bebí de negra copa y que me hizo tambalear el tiempo. Un tiempo lento… ¡como para construir auroras cálcicas y nutrir la mente de agasajos proveniente del Océano!

Me encontraba sentado en una banca de aquel parque mirando a oriente como un ebrio mira al mar, y de repente, quién sabe salido de dónde, un insecto empezó a vivir en mi antebrazo. Sus finas patas eran hilos humedecidos en el frío que me lamían la piel, sensación de cosquilleo que avisaba de otra vida.

Lo vi, jamás había visto algo semejante. Se me antojó, al contar las patas, que era una araña, pero casi al mismo tiempo vi que podría ser una cría de grillo. La cabeza era diminuta, con ojos como dos puntos que brillaban y que decían: “aquí hay un alma”. El cuerpo parecía una barcaza hecha de vidrio y debajo de una capa verdosa, traslucían las entrañas. En total eran ocho patas, ocho patas que lamían con gratitud mi carne, ocho patas que caminaron con una docilidad cercana al sueño de los dioses.

Le permití a mi alma acompañar a esta otra alma –que no sabía si era araña o era grillo– por el camino de la piel, el cual, igualmente impedía a ella la salida. Recorrí palmo a palmo, con los ojos, la forma de este ser cuyo cuerpo era anodino. Los pelos de mi brazo eran raíces que hacían tropezar al caminante, quien continuaba dando tumbos, alborozado de esa nada que lo guiaba.

¿A dónde iba?, no lo sabía. Yo era su puente: en dos ocasiones le ofrecí mi dedo como ofrecían los titanes las montañas en la guerra. Entonces, reposaba su frágil cuerpo, se dejaba mecer por mis movimientos y lo sentí vivo. Me abstraje en el sentimiento y noté que el animal me miraba. Había levantado levemente su cuerpo y el diminuto alfiler de su cabeza dirigía sus dos puntos a mi cara, queriendo dar significado al ser. Me veía. ¿Estaría soñando? Tenía un gesto que decía: “Estoy vivo y siento que también lo estás. Gracias por no aplastarme”. Y no cesaba de mirarme, mejor dicho, de percibirme. Me atreví a moverlo, a despertarlo, si es que esa era su forma de dormir: con los ojos abiertos como los santos.

Al tocarlo volvió a ser él; continuó su camino. A mí, el tiempo me apremiaba. Había un cielo que vivía, moría y miraba a las montañas, así como a los hombres y a todos los seres que amortajaba con su sueño. De un momento a otro la cría de grillo desapareció en el vértigo del día, que soplaba y soplaba partículas que herían lentamente, aportando al deceso que finaliza en la negrura.

El mundo devoró mi ser. ¡Mi amigo, el grillo de vida fragmentada y destinada a vagar a merced del viento, desapareció de la nada! La mañana había avanzado, bastante. Era casi medio día. Este viaje no lo quisiera comparar con el que uno hace por el bosque. No. Y pese a todo es inevitable sentir vacío en el costado. Un alma había naufragado hasta quedar dormida en la memoria de mi piel.

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