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El envés de las palabras. Trilogía 1, texto 1

Actualizado: 26 feb 2019


Por: Pedro Agudelo Rendón

pagudel3@gmail.com


En el ditirambo dionisíaco el hombre es estimulado hasta la intensificación máxima de todas sus capacidades simbólicas; algo jamás sentido aspira a exteriorizarse, la aniquilación del velo de Maya, la unidad como genio de la especie, más aún, de la naturaleza. Ahora la esencia de la naturaleza debe expresarse simbólicamente; es necesario un nuevo mundo de símbolos, por lo pronto el simbolismo corporal entero, no solo el simbolismo de la boca, del rostro, de la palabra, sino del gesto pleno del baile, que mueve rítmicamente todos los miembros.
F. NIETZSCHE

La forma en que las palabras descubren el mundo no dista mucho de la manera en que, por ejemplo, un signo constituye un modo de operación sobre el mundo de las cosas en su dimensión cualitativa y produce en la mente una idea o un concepto; y por eso no es fortuito que tanto para el filólogo (no nos referimos a todos los filólogos, por supuesto) como para el filósofo (y esto no compromete a todos los filósofos) el signo constituya la piedra angular de las reflexiones sobre la realidad y los conceptos. El material con el que trabaja un filólogo, lo sabemos, es la palabra o el texto, y la historia y la cultura que ese texto implica. Para llevar a cabo esta tarea, el filólogo recurre a herramientas propias de la lingüística y la literatura, lo que no quiere decir que lingüística y literatura sean lo mismo que filología, o que la amalgama lingüístico-literaria defina el saber del filólogo. Y esto es así porque la filología, en su amplia historia, se cruza con distintas disciplinas, como las ya referidas, y otras como la antropología, la historia cultural, la historia del arte, la estética, la poética, la gramática, la hermenéutica y la filosofía, entre otras.

   Lo anterior dibuja esta tesis: la filología es filosofía. Si la filología (Φιλολογία) es, desde su etimología, ‘amor a las palabras’, y la filosofía (φιλοσοφία) ‘amor a la sabiduría’, entonces existe una relación tal que ambos campos disciplinares se tocan, se rozan y se gozan en su habituar el conocimiento. Hay una tal relación porque el logos es palabra y es conocimiento[1], porque a través de la palabra no solo se comprende lo que se dice y el discurrir de eso que se dice, sino que además se aprehende y comprehende el mundo que el filósofo capta en su acercamiento con extrañeza a las cosas. La hay, porque el mundo se descubre a través de las palabras[2], y no basta con la lectura de textos, con desentrañar en ellos los significados que arman la red textual, el tejido de símbolos, los significados de las palabras. Es necesario asumir que la palabra es pensamiento, que los filósofos han construido con ellas los conceptos, que han acotado el lenguaje cotidiano para definir el significado de la realidad. La palabra no es algo abstracto –per se–, es abstracción de ‘algo’ que es un existente. La obligación del filólogo es establecer la relación entre la palabra y la realidad, y esta relación no se da fuera de la historia ni de la sociedad ni del pensamiento. La filología es filosofía no porque el filólogo sea filósofo, sino porque se encuentra con él en el estudio de los signos, en la reflexión de la palabra, los textos y el lenguaje, y los signos, la palabra, los textos y el lenguaje se inscriben en un tiempo histórico, a su vez que suscriben una historia del pensamiento ensamblado en la cultura y los imaginarios que esta última configura.

   Esta tesis significa, además, que se está ante el oficio de quien trabaja con la palabra (que no es meterse en la abstracción pura), para visualizar su dimensión estética, epistemológica, conceptual y su lugar en un contexto social y cultural definido. El oficio de quien ama la palabra, como el de aquel que ama la sabiduría, se resiste a la compartimentación del saber. Ambos campos disciplinares están entre-fronteras, rondan el lugar incómodo de “saber mucho” y “nada” al mismo tiempo; pero la fortuna de razonar con lógica y argumentación. El encuentro es la comprensión, que se da cuando hay flujo de conciencia, cuando el filólogo se enfrenta al texto para establecer un diálogo con lo que este apenas insinúa (su ser cultural, la historia de las mentalidades que encierra), o cuando el filósofo pone límite al mundo que pretende comprender a través de las habilidades de pensamiento filosófico[3] y del diálogo con la teoría (el mundo que se abre en la obscuridad del lenguaje cotidiano). Esto no significa que en el acto intelectual de uno u otro la razón se tropiece con la subjetividad y la deseche, sino que lo subjetivo tiene un lugar inscrito también en la razón del logos (la argumentación encarnada en la palabra), y que no es un mero capricho como asumen muchos[4].

   Que la filología estudie los textos no significa que el texto sea exclusivo de su campo objetual, pues los filósofos también estudian los textos y no solo las ideas y los conceptos; y los textos también son estudiados por los teóricos de la literatura, sin que ello implique que para ser crítico literario se deba ser, necesariamente, filólogo. Es, más bien, que el texto se inscriba desde el punto de vista epistemológico (en sus dimensiones cognitiva y conceptual) en eso que la historia ha dado por llamar filología, lo que hace que la visión del filólogo sobre el texto sea filológica. Es decir, que el texto sea concebido no solo como una cosa discursiva, sino que, además, está definido por su dimensión ontológica, la que a su vez le otorga una carga de significación física y cultural. Porque bien puede un filósofo tomar un texto que sea también objeto de estudio del filólogo y derive de él una reflexión filosófica, y eso no hace que lo filosófico sea filológico.

   Ahora bien, la filología es filosofía, porque el filólogo está convocado a descubrir las ideas, los imaginarios, los conceptos, las concepciones culturales… inherentes a los textos. No se trata del mero deleite por la palabra (lingüística o literaria), o del amor idílico por aquello que se presupone en las palabras; sino, más bien, del contemplar los conceptos y sus implicaciones en el oficio admirativo por aquello que se lee. Seguir la huella y el rastro, como el investigador, discurrir sobre lo que dicen los textos, como el filósofo, y poner en relación con la cultura y la historia, como el artista o el esteta.

Por eso el filólogo no puede quedarse callado, ni sucumbir silente en el mar de las letras. Y no puede aislarse del mundo como un anacoreta, o internarse en una abadía a leer como un monje medievalista. Existe el mundo, más allá de los textos y más allá de las palabras, como dice el filósofo, y entonces estudiar tiene que convertirse en una manera de descubrir ese mundo encerrado, a veces, en las palabras; ese mundo que apenas si se descubre en las letras que lo nombran.                   Quien ama la palabra debe amar también la sabiduría, y quien le profesa amor al conocimiento debe también amar el lenguaje. El filólogo tiene el deber de descubrir los símbolos que teje la cultura en su vaivén histórico, nombrar eso que apenas es pensamiento, internarse en el oleoso bosque de los signos, dibujar el camino para descubrir el envés de las palabras.


[1] “Mythos, logos, epos son la palabra”, dice Heidegger (2005): el mythos que inscribe una verdad del relato que a su suscribe una realidad; el logos, que es la palabra en cuanto signa la reflexión y mediación razonada; y el epos, que es la poesía inicial, como la de Homero.

[2] Afirma Villoro (2000, p. 22): “La filosofía ha consistido siempre en un examen de los conceptos a partir de sus múltiples usos en el lenguaje cotidiano. Desde Sócrates hasta Wittgenstein el material de la reflexión filosófica, donde puede iniciar su búsqueda incesante de claridad y distinción, es el riquísimo mundo del pensamiento humano y ordinario, tal como se expresa en el lenguaje común”, lo que pone de relieve el mismo interés de ambos campos disciplinares.

[3] Véase al respecto el texto de Romero (2006).

[4] Lo que resulta paradójico, por supuesto, es que quienes defienden la subjetividad a ultranza no reconocen que, al hacerlo, sus ‘argumentos’ se vuelven más dogmáticos; mientras que al racionalizar objetivamente un asunto, este se torna menos objetivista: “mientras más activo se considera el intelecto, más se aleja uno del objetivismo” (Beuchot, 1995, p. 18)

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