Por: Erika Molina Gallego
¡Bum!, la explosión se escuchó mucho más cerca, la casa entera tembló. El techo crujía, y de las paredes se desprendían trozos de cal. Roberto sacó a los niños de la cocina.
—Métanse debajo de la cama, yo voy a correr la mesa contra la puerta.
Los tres niños obedecieron llorando. Su madre tiró una sábana en el piso, acomodó a dos de ellos encima y bajó el tendido. Le temblaban las manos. Felipe, su hijo más pequeño, pudo sentir el temblor cuando lo agarró por la cintura y lo metió en el fondo del pequeño armario, contra la pared.
—¿Qué vamos a hacer, Roberto? Se van a meter de todas maneras, vámonos.
—Ya no tenemos tiempo, escóndase usted también. Que me encuentren a mí solo.
—Quédese ahí, Felipe, no haga ruido y no salga hasta que yo venga por usted.
Su madre le dio un beso y cerró la puerta.
Las ráfagas de fusil se hacían más cercanas, y el miedo era un parásito que se aferraba con fuerza en sus corazones.
De pronto todo estuvo en silencio. Los dos niños mayores sollozaban bajo la cama pegados a su madre, que pensaba en el error de haber dejado solo a su pequeño.
Felipe contaba de uno a diez escondido en el armario: «Uno, dos, tres…».
Roberto tiritaba detrás de la cortina del baño.
«Cuatro, cinco, seis…».
—Roberto Salgado, abra la puerta, sabemos que está ahí —gritó uno de los hombres con voz firme.
Nadie respondió.
«Siete, ocho, nueve, diez».
Felipe contaba de uno a diez en el armario y volvía a empezar, tenía solo cinco años y no había empezado la escuela, pero su madre le enseñaba a contar piedritas en el patio. Él las apilaba mientras ella tendía la ropa en el alambre.
No hubo más llamados. La chapa de la puerta y la mesa se hicieron pedazos de un solo tiro. Roberto supo que estaban perdidos; su mujer quiso gritar, pero calló; los niños se estremecieron… Felipe siguió contando.
«Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez», y volvía a empezar.
La puerta entera quedó hecha trizas. Eran cinco hombres uniformados y armados con fusiles. Roberto intentó defenderse, pero lo sacaron del baño a patadas y lo arrodillaron en el patio, en las piedritas de Felipe.
«Uno, dos...».
—Busquen a los otros, esto es una fiesta y tiene que estar toda la familia.
No tardaron mucho en encontrarlos. Los niños pataleaban gritando mientras su madre rogaba que los dejaran ir, pero implorar no servía de nada frente a esas bestias. Los arrojaron a los tres junto a Roberto que ya sangraba por la boca y la nariz.
—Y bien, Bético —dijo uno entre risas—, ¿pensó nuestra oferta o prefiere seguir en contra de nosotros, eh?
Le asestó un golpe en la cabeza.
—Lárguense de aquí —contestó él—. Yo no me he metido con nadie.
Los cinco hombres rieron. Uno de ellos pasaba su mano por el rostro de la mujer…
«Tres, cuatro…».
—Muy bien, le dimos la oportunidad, pero si lo prefiere así…
Dos de los hombres tomaron la mujer y la entraron a la casa. Roberto intentó ir tras ella, pero lo detuvo otro golpe en la cabeza. Los niños gemían.
«Cinco, seis…».
Felipe seguía contando ajeno a lo que sucedía, entretanto su madre fue violada brutalmente en su propia cama.
—¡Dejen ir a los niños! —pidió Roberto con desesperación.
Estaba tirado en el suelo, destrozado.
—Como ordene mi camarada —respondió el hombre en tono burlón.
Sin piedad disparó al mayor en la cabeza. Su hermano ya no pudo gritar.
Los otros dos salieron al patio con la mujer ultrajada y la tiraron junto a su hijo muerto. Ella se agachó sobre él deshecha en llanto y tomó en sus brazos al otro que estaba paralizado de terror.
«Siete, ocho…».
—Ay, Roberto, Roberto, míreme cuando le hablo —Le levantó la cara desfigurada por los golpes—. Todavía puede tomar el camino fácil, podemos terminar ya si quiere.
—Malditos —murmuró la mujer—.
Y recibió un puño en la cara que la tiró al suelo. Su boca se llenó de tierra.
—Vamos a darle una oportunidad al niño, para que no digan que no fuimos buenos con ustedes —remarcó cada letra—: Contaré hasta diez mientras sale de aquí. Si al terminar ha desaparecido, no lo seguiremos. Nos divertiremos lo suficiente con ustedes dos.
El niño lloraba desesperadamente abrazado a su madre. Ella le tomó el rostro entre sus manos y lo miró a los ojos.
—Tiene que hacerlo, hijo, usted puede.
El niño imploraba con la mirada, pero asintió.
—Vaya a la casa de su tía. Cuando se vayan lo buscaremos allá.
Le dio un beso en la frente sabiendo que mentía.
El hombre empezó a contar: «Uno, dos…». El niño corrió hacia la puerta y, cuando casi desaparecía, una bala impactó en su pulmón. Se desplomó enseguida.
La mujer ahogó un grito, quiso ir hacia él pero la devolvió otro golpe en la cara.
Los hombres reían de una manera repugnante.
«Nueve, diez».
Felipe terminó su cuenta y volvió a empezar. No escuchaba nada desde allí. Tenía hambre y quería salir, pero recordaba las palabras de su madre: «No salga hasta que yo venga por usted». Era un niño bueno.
«Uno, dos», volvió a contar.
La pesadilla duró una hora más. Los hombres violaron de nuevo a su madre uno por uno en frente de su marido, mientras los otros le rompían a él los huesos lentamente.
«Tres, cuatro…».
Cuando se cansaron Roberto estaba casi inconsciente. Dejaron a su mujer tirada en el piso, medio desnuda y le propinaron dos tiros en el pecho. Ella ni los sintió.
«Cinco, seis…».
A Roberto no lo mataron, al menos no de un balazo: lo dejaron tirado en medio de los cuerpos de su familia, y se fueron llevándose todo lo que encontraron a su paso.
«Siete, ocho…».
Nunca se detuvieron en el armario, y Felipe permaneció ahí todo el tiempo. Su padre murió a la madrugada, fue una muerte lenta y dolorosa.
«Nueve, diez».
A Felipe lo encontraron dos días después cuando fue descubierta la masacre. Tiene cuarenta y cinco años y todavía sigue contando hasta diez.
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