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Educación y palabra: una perspectiva del lenguaje para detonar en el otro


Por: Daniel Taborda

-¿Qué te indigna?

-Que las palabras del otro, sobre todo si ese otro es maestro,

no muevan nada en el espíritu de nadie.


   Quiero empezar con la premisa anterior porque va a ser el centro de mi reflexión: las palabras detonan cosas en el otro. ¿Qué quiere decir esto? Pues que el otro puede ser afectado de distintas maneras dependiendo de mis palabras. Hay que hacer la salvedad de que no me refiero a palabras del tipo: te insulto y me enfurezco, o me halagas y me sonrojo, o cuando se da una orden y hay resistencia para cumplirla, etc. No, no me refiero a eso. Las cosas a las que me refiero son de índole existencial, que hacen cambiar una forma de pensar, quitar un prejuicio, hacer frente a los sinsentidos de la vida, tratar de comprender más que de entender, etc. En fin, palabras que hacen que el otro no sea el mismo completamente, en contra postura de palabras que no causan ni motivan movimiento alguno en el espíritu del otro. Son palabras y son nada.


    Pero bueno ¿quiere decir esto que hay que trabajar en las palabras? Sí, hay que entender que no todas las palabras dicen algo, y por supuesto, que si las palabras pueden emancipar también pueden tiranizar. Voy a poner tres ejemplos concretos para darme a entender mejor. Tuve hace tiempo, un compartir de saberes llamado formación y constitución de subjetividades. Allí, la maestría del profesor no consistía tanto en darse a entender de una manera diáfana, aunque lo hacía, sino que su talento radicaba en la resonancia que su discurso provocaba. Lo que más recuerdo, es a la vez el efecto que generó en mí, fue cuando hablaba de un pedagogo alemán llamado Wolfgang Klafki. Lo que dijo el profesor versaba más o menos así:


    Para Klafki una clase se divide en tres momentos: un momento elemental, un momento ejemplar y un momento fundamental. Lo elemental es lo más básico que hay que tener en cuenta para empezar a discutir acerca de cualquier cosa, es decir, de lo que no se puede prescindir. Lo ejemplar es como el maestro convierte el saber experto en saber enseñable. Y lo fundamental, lo más importante, es lo que genera eco. Lo que suena y resuena en el otro. Es decir, lo que provocó un cambio sustancial de perspectiva, lo que hizo que nuevas preguntas surgieran de donde se supone todo estaba claro. Lo fundamental es todo aquello que incide directamente en las creencias, afianzándolas o mejor aún, haciéndolas tambalear, por eso también es violento. Lo fundamental debe su violencia a que puede crear tensiones o cavilaciones profundas en el lugar que aparentemente todo está bien, llegar a ser uno mismo en el otro. De ese modo, cuando hablo de que las palabras movilizan algo en el espíritu del otro, quiero decir que son palabras fundamentales.


    El segundo ejemplo, es el peligro inherente al uso de las palabras, que estas se vuelvan formas instaladas de creencias. Un caso, “en la vida hay que buscar cómo ser feliz” o “la vida es para ser feliz” o “el propósito de todo esto es poder ser feliz alguna vez”, y sus otros parafraseos tan reproducidos en los medios de comunicación. Frases que me incomodan ya que son lugares comunes o frases hechas que se aparecen como verdades evidentes y por eso se naturalizan, o sea, hacen parte del vivir sin ningún sometimiento a juicio. Se instalan en el pensamiento y jamás se piensa en otra posibilidad, “en la vida hay que ser feliz y ya”.


    Estos lugares comunes no invitan a emanciparse, invitan a casarse con una idea falsa y encasillarse en un formato previo: el formato felicidad íntimamente ligado con los valores de hiperconsumo e hiperutilidad. Puesto que, pensando cómo se entiende o más bien cómo se vive la felicidad hoy es difícil no concluir que es feliz el que consume lo que hay que consumir, como si ciertos objetos fueran contenedores de la promesa de la felicidad.


    Y el tercer ejemplo que está relacionado con el segundo. Qué tal si la frase se modifica: “la vida es una búsqueda de algo que aún no sabemos” o, “la vida no es para, no tiene una finalidad”. “Es un jardín de senderos que se bifurcan”, y uno puede encarar un acontecimiento como la vida de la manera que quiera, no hay caminos normales ni anormales, hay caminos.” Creo firmemente en que en la vida no hay nada normal. Si tengo en cuenta a Foucault, si algo es normal es porque viene de una norma, y si viene de una norma es porque alguien la puso ahí. En ese sentido, una promesa como la felicidad se enmarca dentro de unas dinámicas que están estandarizadas. Volviendo al ejemplo, palabras así movilizan el espíritu del otro hacia alguna parte, ¿por qué? porque se sale del formato previo, porque no coacciona la voluntad del otro.


    Hay además, otro asunto referente a las palabras que puede suscitar atención. Algo a lo que George Orwell nombra como enemigo del lenguaje escrito y comunicativo:

El gran enemigo del lenguaje claro es la falta de sinceridad. Cuando hay una brecha entre los objetivos reales y los declarados, se emplean casi instintivamente palabras largas y modismos desgastados, como un pulpo que expulsa tinta para ocultarse (1946).


   Me refiero por supuesto a la frialdad e impersonalidad propias del lenguaje escrito académico. ¿Quiero decir entonces, que la escritura académica representa una brecha o un obstáculo para la comunicación? La respuesta obviamente dependería de la postura frente a la academia que cada uno asuma dependiendo de su interés con la academia. En este caso, desde una perspectiva docente, la respuesta es sí.


    El lenguaje impersonal y académico supone no solo una frialdad y monotonía en las palabras, como un recetario mecánico para escribir, sino, que también supone una distancia casi abismal con el mensaje que el texto académico guarda y los lectores a quienes quieren que llegue ese mensaje. Me explico mejor, ¿Quién no ha tenido alguna vez un profesor de talla investigador, reconocido internacionalmente, pero que en el aula, cero docente? Por ejemplo, llega este profesor a la clase con un monte de hojas y empieza el camino a morir: el profesor se sienta y empieza a leer su documento, fruto de sus falocéntricos esfuerzos, con un tono monocorde hasta que uno a uno los estudiantes empiezan a caer dormidos.


    Es en ese sentido, que muchas de las enseñanzas de estos profesores se asimilan o se memorizan por los estudiantes en función del examen. El problema de este asunto lo describe muy bien Estanislao Zuleta cuando escribe que: “[…] lo peor que le puede pasar a uno en el mundo, ser estudiante y leer para presentar un examen y como no lo incorpora a su ser, lo olvida” (1982). Es decir, cuando la enseñanza se basa en contenidos y que estos contenidos sean vaciados en el examen para luego ser olvidados ¿cómo hacer pues para que el saber no se vuelva instrumental, para que el estudiante lo vuelva parte de su ser y no olvide? Lamentablemente, si esta pregunta fuese fácil de responder el problema pedagógico de la educación estaría resuelto hace años. Pero la educación se trata de lidiar con el accidente, y los accidentes no se preveen.


    Volviendo al tema de la escritura, es necesario pensar el ejercicio de escribir en función de una perspectiva pedagógica, no burocrática. El burócrata de la academia escribe para instalarse en la parte más cómoda del dispositivo, en la que hay mejor sueldo y menos esfuerzo. Por eso su escritura es gélida, no escribe para nadie, o más bien, para otros burócratas. Desde la perspectiva pedagógica, el profesor tiene algo de divulgador, su escritura es diáfana, clara y sincera. Da la sensación de que una persona lo redactó para que yo lo leyera; tiene el potencial de hacer que el ser del otro se mueva, que explore partes de la subjetividad nunca exploradas antes. Pero para eso es necesario, por un lado, el deseo de que el estudiante se venza a sí mismo todo el tiempo, y por otro, que el maestro quiera ser superado por el alumno, apertura del conocimiento. Explicaré esto brevemente, si el maestro no quiere o no pretende ser superado por su alumno, ese profesor está en el lugar incorrecto.


    Ya para finalizar, he dado tres ejemplos y una perspectiva con respecto a la redacción “académica” que creo, contienen con más claridad la idea de las palabras como momentos fundamentales y ejercicios de escritura para el otro. La propuesta es entonces, a repensar en las palabras. Que sean palabras que no impongan sino que guíen, que no coaccionen sino que ayuden a la libertad, que no aburran sino que generen resonancia, que inviten a repensar la subjetividad de cada uno y ver qué tanto han influido las palabras de otros y de qué forma. También, así como hay palabras que dicen cosas, también hay palabras que no dicen nada, están vacías. Son dichas de manera apresurada o sin interés, de ahí que se olviden con facilidad dejando un sentimiento de desapego. Distinto de las que sí dicen, y aunque puedan decir “verdades hechas”, también pueden emancipar. Por eso hay que pensarlas y repensarlas cada vez con más criticidad.


Referencias


Foucault, M. (1996). El orden del discurso. Las Ediciones de la Piqueta. Disponible en: http://www.ram-wan.net/restrepo/hermeneuticas/10.el-orden-del-discurso.pdf

Orwell, G. (1946). La política y el lenguaje inglés. Disponible en: http://bioinfo.uib.es/~joemiro/teach/material/escritura/Polyidres.pdf

Zuleta, E. (1982). Sobre la lectura. Disponible en: https://www.mineducacion.gov.co/cvn/1665/articles-99018_archivo_pdf.pdf

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