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Lectura: "Federico García Lorca: Cinco Dramas de mujeres en los pueblos de España" de Mario Yepes


Conferencia dictada por Mario Yepes Londoño en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, como parte de la serie Literatura del siglo XX, 1982. Publicada originalmente en la serie MEMORIAS del ICFES, No. 18, del mismo año.


Una experiencia de montaje.


Hace tres meses terminé, en la Escuela de Teatro de la Universidad de Antioquia, un montaje de “La Casa de Bernarda Alba”, de Federico García Lorca. Ese trabajo fue para mí una experiencia inolvidable. Creo que también lo fue para los actores.


Escoger la obra que se va a montar es uno de los momentos más difíciles para director y actores: son tantas las condiciones que han de tenerse en cuenta –y más si se trata del trabajo en una Escuela de Teatro-, que a veces uno llega a la situación de impotencia; no se halla qué montar. Y entre esas condiciones hay una que quizá sea la más difícil de cumplir: encontrar la obra que apasione –así como suena- al menos a la mayoría del elenco.


En el caso que comento, ya habíamos leído cerca de 10 obras de todas las épocas y procedencias, todas piezas excelentes, todas con argumentos que cumplían esa otra difícil condición: que fueran vigentes para nosotros hoy, en este país. Aún así, ninguna llegó a ser la obra que sacudiera al grupo.


Esto que estoy contando es apenas natural, especialmente en la manera como trabajamos aquí: tratamos de que, en todas las etapas del proceso de puesta en escena, se propicien la discusión y el máximo consenso que sea posible en el colectivo. Y es natural, decía, que en medio de la desigualdad de un grupo, sean rechazadas en un momento determinado, obras consagradas por la tradición y por la crítica, piezas probadas en otras partes como indiscutiblemente adecuadas para producir la más alta comunicación entre público y actores. Esas obras pueden ser rechazadas por el grupo de actores-estudiantes por razones muy disímiles, entre las cuales no es la menos frecuente el estado de desarrollo y de formación de los actores, amén de otras tales como la escasa producción teatral en nuestro medio, que no permite alcanzar muchas referencias acerca de ese complejo proceso que va del texto a la puesta en escena terminada.


Una de esas razones, en muchos casos, puede sinterizase en el título de un poema de Brecht: “Malos tiempos para la poesía”. Esto fue lo que más me sorprendió cuando presenté a la consideración del grupo el texto de “Bernarda Alba”. Una experiencia de diez años de trabajo teatral en la Universidad, durante el período de mayor agitación que haya vivido la Universidad pública en Colombia, me habían hecho escéptico a la posibilidad de abordar textos –o de crear espectáculos- cuya estructura no fuera la ya rutinaria que todos conocemos del panfleto, que llegó a ser sinónimo de teatro universitario latinoamericano, o cuyo lenguaje y argumento no fueran, para público y actores, los de la coyuntura mirada de manera banderiza. No digo que este fuera exactamente el caso del grupo con el que trabajaba entonces en la Escuela; ya habíamos enfrentado juntos la experiencia de montar “La Panadería”, de Brecht, y de asimilar y proyectar la dura poesía de ese y de otros textos del autor alemán con aceptable recepción del público. Pero, ¿qué pasaría con un lenguaje como el de García Lorca, aquí y ahora? Y ¿qué con los asuntos de sus obras teatrales? ¿Sería capaz el público, sobre todo el público universitario, tan deformado por la miope inmediatez de lo que ha consumido en tantos años de extremismo torpe y provinciano, sería capaz de captar, por ejemplo, que el conflicto Bernarda-Hijas puede ser una imagen de represión más tenaz y rotunda quizá que la ya asimilada, y por lo tanto inocua, del conflicto Teniente del F2-estudiante del Liceo?


La inmediata respuesta emocionada de los actores al texto de “Bernarda Alba” fue, pues, algo para mí sorprendente y emocionante. Era ni más ni menos que volver a encontrar la comunicación de mucho de lo que es nuestra cultura profunda, por medio de la poesía. Un grupo joven de estudiantes, asediado por las urgencias del momento insoportable que vivimos, vibraba conmigo frente a un texto cuasi-póstumo de un poeta que murió hace 47 años, al que algunos solo conocían de oídas y al que otros apenas identificaban por un vago recuerdo del Romance Sonámbulo (“Verde que te quiero verde. / verde viento. / verdes ramas./ El barco sobre la mar / y el caballo en la montaña. / …”) o por La Casada Infiel; y algunos hasta sabían que algo había tenido que ver con la muerte del poeta el “Romance de la Guardia Civil Española[1]”. Pero pocos conocían al García Lorca de “Poeta en Nueva York” y, aún menos, sus textos dramáticos.


Pero lo más diciente no fue aquella primera impresión. Cualquiera que haya pasado por el trabajo de poner en escena una pieza, y, más aún, cualquiera que lo haya hecho en las difíciles condiciones que son el signo de nuestro quehacer teatral, empezando por la lentitud de nuestros montajes de término impredecible, sabe muy bien que aún la más alta poesía se desgasta en la rutina de los ensayos, en el molino de las improvisaciones y en la noria de aprender letra o de “tragar letra”, como decimos. Llegan momentos en que textos que fueron placenteros en las primeras lecturas, al cabo de los meses, cuando aún la obra no ha tomado cuerpo, ni alma, se vuelven tediosos y pan comido. No digo que mucho de esto no ocurriera en nuestro montaje, pero lo más sorprendente siempre fue que muy pronto se reencontraban la fuerza y el aliento de ese lenguaje oscuro y dolorido de los personajes de Bernarda Alba. Sobretodo en algunos pasajes límite, en algunos momentos cruciales del drama, nosotros mismos nos sorprendíamos de la incapacidad de tomar distancia, de la inutilidad de precavernos de la conmoción, y volvíamos a estremecernos con momentos como el discurso final de Bernarda o como los que marcan la libertad que da la soledad de la demencia de la abuela.


Esto que suena –y que es- tan escasamente objetivo, tan alejado en apariencia de lo que supuestamente ha de ser la actitud del “actor de la era científica”, fue, me atrevo a decirlo, la garantía de la culminación de nuestro trabajo. Esto podría plantear el falso problema, como ha sido entendido entre nosotros, de que la poesía, el lenguaje poético, alejan de la significación política que el texto teatral debe proponer sin esguinces. Viene muy al caso de Lorca: cuando se ha querido ocultar su claro compromiso político (que para él fue siempre un compromiso desde la autonomía de su quehacer artístico); cuando se ha intentado, vanamente, interpretar de manera torcida las causas de su asesinato, se ha pretendido mostrar a un Lorca “poeta puro” (¿?), divorciado de los tiempos tormentosos de la España y del mundo en que vivió. Nada más falso y, por otra parte, no se es objetivo en poesía ni en política.


Nos metimos, pues, a fondo en el análisis del texto de “Bernarda Alba”. No pretendo narrar aquí en detalle las lecturas y los incidentes de ese proceso largo y lleno de sorpresas. Señalar, sí, los hallazgos más importantes.


Uno que fue fundamental para encontrar la propuesta de disposición espacial de la puesta en escena, fue la estructura profunda del texto verbal. A primera vista, el drama está construído linealmente en la estructura de tres actos, constituído cada uno de ellos por definidas escenas, que desarrollan los tormentosos pero asordinados acontecimientos que se van sucediendo en aquel infierno de monotonía, con un orden y una consecuencia implacables, obvios si se quiere, hasta el acelerado final que desencadena todas las fuerzas, las resistencias y las pasiones acumuladas, apiladas podría decir, para producir el clímax de tragedia. Hay una tal aparente facilidad y llaneza en la secuencia del discurso, que engaña: por ejemplo, no hay complejidad aparente en el discurrir temporal: superficialmente hay un orden riguroso del acontecer cronológico. Pero tal obviedad no podría crear el clima dramático que consigue Lorca en esta pieza. Para que esto suceda, para que la historia que allí se narra no sea, como parece, una simple sucesión de incidentes en un presente que se estira, García Lorca establece dos discursos, cada uno con su propia autonomía temporal, un contrapunto de dos tiempos narrativos, cada uno con su propio ‘tempo’, dinámico precisamente por la solidaridad íntima que el uno debe al otro.


El primero, el más inmediato, es el que va contando los incidentes del drama, los acontecimientos monótonos de la vida de la casa; muerto el marido de Bernarda, ésta y sus hijas regresan del funeral; Bernarda toma disposiciones para garantizar el orden: las hijas trabajarán sin descanso en la confección del ajuar de novia de la mayor (esta será la acción principal del segundo acto), y luto riguroso que ha de durar ocho años (“en ocho años no ha de entrar en esta casa el viento de la calle”); las particiones de la herencia; la compra de encajes a un raro visitante, invisible para el espectador; las escapadas de la abuela loca; la visita de la vecina Prudencia; la comida. Alrededor de estas acciones, de manera casi totalmente disociada, se presenta un diálogo rutinario y doméstico. Esto es lo lineal, lo que da cuenta del pesado transcurso del presente.


Insertos entre estos acontecimientos, García Lorca pone ciertos diálogos que son los que dan cuenta de los conflictos múltiples del drama: el otro tiempo del que hablo, no lineal, y que va dando saltuariamente la clave del pasado de los personajes. Fuimos identificando uno tras otro y convencionalmente les dimos el nombre de “conversaciones”. Una de esas “conversaciones” podía iniciarse en el primer acto, interrumpirse abruptamente por cualquiera de los incidentes del otro “tiempo” y reiniciarse, como solucionando la continuidad, en el acto segundo y concluír en el tercer acto. Podía concluír en diálogo, en apariencia, pero el verdadero final de todos ellos es el desenlace trágico: la muerte de Adela y el sumirse todas aquellas mujeres en un luto interminable.


El mejor ejemplo de todas estas “conversaciones” es un largo diálogo entre Bernarda y La Poncia, su criada de muchos años y confidente a la fuerza, su mejor amiga y su enemiga, atadas ambas por un vínculo de soledades, de recuerdos y de complicidades. El ama y la criada, las dos clases sociales enfrentadas en un odio conviviente, conversan agitadamente, se buscan para increparse sus conductas, para acusarse. El diálogo podría ser entresacado del contexto, unir el que aparece en el primer acto con el del segundo y pegarlo al del tercero y tendríamos el discurso completo del conflicto entre Bernarda y La Poncia, y una clave fundamental de la tragedia.


Como esa, pudimos identificar otras “conversaciones”: Adela-Poncia; Bernarda-Angustias; Bernarda-Hijas; Amelia-Martirio; y una bien importante, con ser tan breve: la “conversación” entre La Poncia y la otra criada, ésta sin nombre, que las muestra como testigos impotentes de la tragedia que se va desatando ante sus ojos y de cuyos progresos van dando cuenta.


Tomamos todas estas “conversaciones” y establecimos una convención espacial para cada una de ellas en el escenario, de manera que al recurrir siempre las dialogantes al mismo lugar se identificara la continuidad o, mejor dicho, la reaparición de cada conflicto.


Así ensayamos la obra. Algún período de improvisaciones para encontrar el clima, el ambiente, el carácter, lo que muchos llaman la atmósfera de la pieza; se trataba de representar, pero mucho más que eso, de hacer sentir el encierro, el miedo, el odio, la represión ejercida por Bernarda y garantizada por la mutua vigilancia entre las hijas. Al ‘tempo’, el tono, el tiempo de esos discursos que, por obra del lenguaje del poeta, son las delirantes confidencias y las revelaciones de las hijas. Cumplidas estas improvisaciones, casi todas analógicas, nos dispusimos a montar aquellas “conversaciones”, de acuerdo con el reparto que ya se había establecido. Esto ya quedó en manos de los actores.


Pero, simultáneamente al período de análisis de la pieza misma, el grupo se empeñó en el estudio del lenguaje y de la temática de García Lorca: su poesía, sus textos teatrales, principalmente los de sus grandes tragedias, las que con “Bernarda Alba” constituyen lo más sustancial de su obra dramática: “Mariana Pineda”, “Bodas de Sangre”, “Yerma” y el poema granadino: “Doña Rosita la Soltera”.

Lo que sigue son algunas conclusiones elementales de mis propias lecturas de esas obras, en una visión de conjunto y con el desorden característico de quien les habla.


Cinco dramas de mujeres solas


“Mariana Pineda” fue escrita en 1925, “Bodas de Sangre” en 1932, “Doña Rosita” y “Yerma” en 1935, y “La Casa de Bernarda Alba” en 1936, sin que el poeta alcanzara a verla representada, ya que apenas alcanzó a hacer una lectura, él mismo, ante unos amigos, en Madrid, muy pocos días antes del alzamiento franquista de julio del 36 que, como se sabe, le sorprendió en Granada, donde fue detenido y llevado a la muerte el 19 de agosto de ese mismo año.


Así pues, en sólo once años escasos, los últimos de su vida, compone las obras de su máximo testamento dramatúrgico: Esos once años fueron también los de su mayor reconocimiento como poeta y como dramaturgo, en España, en Latinoamérica y en Estados Unidos. Durante el mismo período lee en público y ve la edición de algunos de sus libros de versos más importantes; se relaciona o afirma su amistad con Neruda, Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, Dalí, Buñuel, Alberti, Ortega y Gasset, Valle Inclán, Manuel de Falla, Pedrell, Adolfo Salazar, Victorio Macho, Margarita Xirgu y decenas de otros intelectuales que influyeron su obra y a quienes él influyó por la vía del trabajo en común que realizaban en muy variados campos o por afinidad política republicana.


En ese período viaja a Argentina, Uruguay, Brasil y Cuba. Estudia en Columbia University y reside en el Nueva York de la gran depresión (escribe “Poeta en Nueva York”). Se compromete con la causa de la República y con quienes, desde España, veían con profunda inquietud el avance del fascismo en Italia y del nazismo en Alemania. Firma manifiestos en defensa de Etiopía invadida por Mussolini, y en homenaje a la Unión Soviética. Sin militar en partido político alguno, es, a todas luces, un hombre de izquierda.


La obra dramática de García Lorca en este período –que podríamos llamar el más cosmopolita de su corta vida- es, sin embargo, quizá la más profundamente española de su producción. Sin aludir directamente a ninguno de los acontecimientos políticos contemporáneos, sin relación en su temática con las preocupaciones más aparentes de ese alto mundo intelectual que le rodeaba, sin la preocupación de la “vanguardia” surrealista de entonces, estas cinco obras de teatro representan su más cabal interpretación de la España real, la que iba a reventar en la Guerra Civil.


Estas cinco piezas podrían ser cobijadas por el subtítulo que Lorca puso a “La Casa de Bernarda Alba”: Drama de mujeres en los pueblos de España. Porque, sí, son todos dramas de provincia, de aldea y son todos dramas de mujeres. ¿Por qué digo, entonces, que estas obras son una cabal interpretación de la España real?


Esto puede entenderse por la oposición que establecen esos textos con el discurso que hacía flamear la derecha, la que iba a alzarse el 18 de julio contra la República.


Caída la dictadura de Primo de Rivera, con el reestablecimiento de la República, la derecha ve con alarma “el avance del comunismo” como decía; la rapidez de las reformas, la extensión de la instrucción pública, la laicización de las instituciones, el creciente poder de los sindicatos, las medidas agrarias del gobierno republicano, con ser éstas aún muy tímidas. A la “implantación de ideas foráneas ateas”, oponía el ideal de “la España Eterna” que predicaba el fundador de la Falange, la nostalgia de España Imperial, Católica, la que, de reestablecerse, ya no volvería a permitir revueltas campesinas ni motines de mineros asturianos, ni huelgas obreras.


A esa “España Eterna”, opone García Lorca la España que él conocía bien: una nación que conservaba una estructura feudal de tenencia de la tierra. Al respecto, podemos recordar lo que dice en sus memorias Luis Buñuel, amigo cercano de Lorca, refiriéndose a Calanda, el pueblo donde nació: “Se puede decir que en el pueblo en que yo nací (…) la Edad Media se prolongó hasta la Primera Guerra Mundial. Era una sociedad aislada e inmóvil, en la que las diferencias de clases estaban bien marcadas. El respeto y la subordinación del pueblo trabajador a los grandes señores, a los terratenientes, profundamente arraigados en las antiguas costumbres, parecían inmutables. La vida se desarrollaba horizontal y monótona, definitivamente ordenada y dirigida por las campanas de la Iglesia del Pilar.”. Y más adelante, refiriéndose a su propia familia, dice Buñuel: “Nosotros éramos, seguramente, los últimos representantes de un muy antiguo orden de cosas. Escasos intercambios comerciales. Obediencia a los ciclos. Inmovilidad del pensamiento. La fabricación de aceite constituía la única industria del país. De fuera nos llegaban los tejidos, los objetos de metal, los medicamentos; mejor dicho, los productos básicos de que se servía el boticario para despachar las recetas del médico.


El artesanado local cubría las necesidades más inmediatas: un herrador, un hojalatero, cacharreros, un talabartero, albañiles, un panadero, un tejedor.

La economía agrícola seguía siendo de tipo semi-feudal. El propietario confiaba las tierras a un aparcero, y éste le cedía la mitad de la cosecha[2]”.


El poco confiable Buñuel, si uno se atuviera sólo a los conceptos sobre sus contemporáneos, que tres párrafos más adelante expresa su nostalgia por la desaparición de aquella Edad Media de su infancia, pinta aquí, en todo caso, cualquiera de los pueblos de los dramas de Lorca.


Que éste conocía bien, repito, no sólo porque él mismo era de un origen similar al de Buñuel, sino por una circunstancia en que le puso, precisamente, el Teatro:


Ya desde 1924, desde su amistad con Manuel de Falla, había iniciado una de sus más caras aficiones, para la cual escribiría no pocos textos y música: el teatro de guiñol, los títeres de cachiporra, con los que se iba por los pueblos a dar funciones. Pero, de manera especial, sería su experiencia con el teatro universitario la que le propiciaría el contacto extenso con la realidad de la provincia española. Por iniciativa del ministro republicano de Instrucción Pública, Fernando de los Ríos (y que fue una de las razones para la violenta campaña que le lanzó en contra la derecha), García Lorca, en unión de otros escritores, como Casona en uno de sus escasos méritos, fundó el grupo “La Barraca”. El propósito era llevar las obras de los clásicos españoles a los pueblos más apartados de la península. A la larga, se cumplió otro: recoger antiguas y vivas formas de teatro campesino y aldeano de tradición oral, como los que recogió Casona en esa pequeña maravilla que es “Retablo Jovial”.


A esto se agregaba la pasión de García Lorca por las formas y géneros de la poesía popular tradicional, que signan de la manera más característica sus poemas y que invaden la trama textual de sus dramas y comedias: el Romancero, en primer lugar; las nanas, los villancicos, las coplas, las leyendas, que repetía de memoria, que vaciaba textualmente, que elaboraba y repetía una y otra vez con variaciones.


Lo que se encuentra Lorca en la provincia es lo que podríamos llamar, con los versos de Antonio Machado, “una España que muere, y otra España que bosteza”. De los cinco dramas mencionados, sólo uno no es de asunto contemporáneo: “Mariana Pineda”, relativo a las revueltas liberales de 1850, en Granada. Pero hay muchos elementos en común, como veremos, y no hay duda de que la muerte y el bostezo de aquella España habían empezado desde antes de 1850.


Esa muerte de los pueblos es la que va ocurriendo por la despoblación, especialmente por la despoblación masculina. Si tratáramos de dar explicaciones objetivas, podríamos recurrir a señalar aquellas que a Lorca no le preocupan de manera explícita en sus textos: objetivamente, aquellos pueblos y campos de España habían sido abandonados por sus hombres, debido a múltiples causas: la industrialización, la emigración (particularmente hacia América), el servicio militar en las guerras coloniales de Filipinas, de Cuba y de África, el desempleo en el campo.


Sobre esto, el campesino rico que es el padre de la novia, en “Bodas de Sangre”, dice:“Yo quiero que tengan muchos (hijos). Esta tierra necesita brazos que no sean pagados. Hay que sostener una batalla con las malas hierbas, con los cardos, con los pedruscos que salen no se sabe de dónde. Y estos brazos tienen que ser de los dueños, que castiguen y que dominen, que hagan brotar las simientes. Se necesitan muchos hijos”.


“¡Y alguna hija! Replica la madre del novio: ¡Los varones son del viento! Tienen por fuerza que manejar armas. Las niñas no salen jamás a la calle.”


En todo caso son dramas de pueblos, de casas, de “mujeres sin hombre”, porque estos se han ido, porque murieron en reyertas de venganzas ancestrales, porque son viejos ó inútiles, porque son demasiado jóvenes o porque son impotentes o estériles. Y los pocos que podrían cumplir algún papel, son inalcanzables por la distancia social o por el viejo imperativo de la guarda de la honra de la mujer casada o porque los propios hombres están ya comprometidos o tienen miedo de consecuencias o pánico de aquel matriarcado resultante (“aquí los hombres huyen de las mujeres” dice la abuela loca en “Bernarda Alba”).


Y son pueblos en los que vivir es un duro ejercicio. A una de sus hijas que le increpa la amargura del trato a los vecinos, le contesta Bernarda: “Es así como se tiene que hablar en este maldito pueblo sin río, pueblo de pozos, en donde siempre se bebe el agua con el miedo de que esté envenenada”.


En estos pueblos de pastores, de recolectores de trigo, de uva y de aceituna, regidos por campesinos ricos o por nobles distantes que viven en las ciudades, las mujeres envejecen, yermas, esperando al hombre. Y esto es dicho siempre con pasión. Pero en el fondo saben que el hombre deseado no vendrá, por cobardía o por imperativos sociales. Y si llegara, el precio que se paga es el desarraigo del lugar, la pérdida de la honra, casi siempre la pérdida de la vida: Adela, Yerma, Mariana.


La propia mujer, encadenada por la ideología, se cierra las puertas. Por más que desee y necesite al hombre, ella misma se lo niega; la madre del novio, en “Bodas de Sangre”, viuda a los tres años de su matrimonio, dice a su hijo: “Yo no miré a nadie. Miré a tu padre, y cuando lo mataron, miré a la pared de enfrente. Una mujer con un hombre y ya está.” Y en el mismo drama, la suegra dice a la mujer de Leonardo, después de que éste se ha matado a cuchillo con el rival:


“Tú, a tu casa.

Valiente y sola en tu casa.

A envejecer y a llorar.

Pero la puerta cerrada.

Nunca (lo verás). Ni muerto ni vivo.

Clavaremos las ventanas.

Y vengan lluvias y noches

sobre las hierbas amargas.


Mujer: ¿Qué habrá pasado?


Suegra: No importa.

Échate un velo en la cara.

Tus hijos son hijos tuyos

nada más. Sobre la cama

pon una cruz de ceniza

donde estuvo su almohada”.


Parlamentos que recuerdan los de Bernarda a sus hijas después del funeral del marido: “Haremos cuenta de que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en casa de mis padres y en casa de mi abuelo. Mientras, podéis empezar a bordar el ajuar” (se refiere al ajuar de Angustias, la única de las cinco hijas, ya de 39 años, que espera casarse gracias a la herencia). Y continúa Bernarda: “En el arca tengo veinte piezas de hilo con el que podréis cortar sábanas y embozos. Magdalena puede bordarlas”. A esto responde Magdalena:


“Lo mismo me da”


Adela: Si no quieres bordarlas irán sin bordados. Así las tuyas lucirán

más.


Magdalena: Ni las mías ni las vuestras. Sé que yo no me voy a casar. Prefiero llevar sacos al molino. Todo, menos estar sentada días y días dentro de esta sala oscura.


Bernarda: Eso tiene ser mujer.


Magdalena: Malditas sean las mujeres.


Bernarda: Aquí se hace lo que yo mando. Ya no puedes ir con el cuento a tu

padre. Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón. Eso tiene la gente que nace con posibles”.


El papel de la mujer es, pues, bien claro: aguardar, esperar, envejecer esperando al hombre, soltera o casada; si se casa, criar a los hijos y no hablar con nadie que no sea mujer para evitar las murmuraciones.


La madre del novio, en “Bodas de Sangre”, dice a la novia de su hijo: (…)

¿Tú sabes lo que es casarse, criatura?


Novia: (Seria): “Lo sé.”


Madre: Un hombre, unos hijos y una pared de dos varas de ancho para

todo lo demás.


Y dice el novio: ¿Es que hace falta otra cosa?


S i la mujer es tan afortunada que llegue a casarse, su felicidad estará asegurada si no mira más que a su marido y a la pared de enfrente, y si, además, no habla. El que habla es el hombre. Ella debe reprimir todo sentimiento, toda emoción:


Angustias dice a su madre, Bernarda Alba, que le ha preguntado por su relación con el novio, Pepe el Romano: Yo lo encuentro distraído. Me habla siempre como pensando en otra cosa. Si le pregunto qué le pasa, me contesta: los hombres tenemos nuestras preocupaciones.


A esto Bernarda replica: No le debes preguntar. Y cuando te cases, menos. Habla si él habla y míralo cuanto te mire. Así no tendrás disgustos.


Angustias: Yo creo, madre, que él me oculta muchas cosas.


Bernarda: No procures descubrirlas, no le preguntes, y, sobretodo, que no te vea llorar jamás.


Angustias: Debía estar contenta y no lo estoy.


Bernarda: Eso es lo mismo.


Por su parte, otra madre, la de Bodas de Sangre, aconseja al hijo que se va a casar:


Con tu mujer procura estar cariñoso, y si la notas infatuada o arisca, hazle una caricia que le produzca un poco de daño, un abrazo fuerte, un mordisco y luego un beso suave. Que ella no pueda disgustarse, pero que sienta que tú eres el macho, el amo, el que mandas. Así aprendí de tu padre. Y como no lo tienes, tengo que ser yo la que te enseñe estas fortalezas.


Curiosa paradoja: Las mujeres no deben hablar. Pero son las que hablan en los dramas de García Lorca: ya está dicho, son dramas de mujeres solas. Los hombres hablan muy escasamente en “Bodas de Sangre”, en “Yerma”; ellos hablan en el campo o en lugares vedados para la mujer (las tabernas). A la mujer le hablan para seducirla, para ponerla en su sitio o para callarla. El caso más rotundo es “Bernarda Alba”, donde ni siquiera aparece visiblemente un solo hombre. Pepe el Romano, el novio de Angustias, está presente en toda la obra en la obsesión de las hijas encerradas, pero nunca lo vemos en escena.


En “Mariana Pineda”, romance de la heroína liberal de 1850, los hombres tienen la presencia suficiente para crear la expectativa del valor y el heroísmo, pero sólo para que luego sea más rotunda su cobardía, su deserción de la causa revolucionaria, la frustración amorosa y política de Mariana. Hay en este drama un personaje, Pedrosa, arquetipo de la villanía, a la manera del Romancero, que representa al rijoso representante del poder monárquico que busca la seducción de Mariana por el chantaje de la condena a muerte si ella no delata a los conjurados de Granada. Es casi obvia la evocación, no sólo en la fábula sino en la concepción escénica, del conflicto Tosca-Scarpia, en el drama de Sardou, con música de Puccini.


En “Doña Rosita la Soltera” hay un hombre, el Tío, presente en casi todo el discurrir de la pieza. Pero este Tío es, virtualmente, otra mujer. La obra se llama “Doña Rosita la Soltera ó El Lenguaje de las Flores”, y no cabe duda de que el Tío está presente en la obra para justificar el subtítulo.


Estas mujeres enclaustradas, sometidas a la férula del marido, de la madre, de la suegra, en los dramas de García Lorca, desarrollan hacia el hombre sentimientos ambivalentes: se le desea y se le teme, se le ama y se le odia: el hombre es el que ha establecido ese mundo y esas normas y él es la fuente principal de las tragedias que, una vez desatadas, las mujeres han de irse a rumiar en el encierro de sus casas.


Los hombres jóvenes son, con raras excepciones, burdos, vulgares, violentos. Hombres educados por mujeres viudas o abandonadas, arrastran al matrimonio, para enfrentarse con la rebeldía que, pese a todo, es el signo de los más caracterizados personajes de mujeres jóvenes en García Lorca, todas las taras de una tal educación.


Porque los hombres llegan a convertirse en tales engendros de muerte, a veces las mujeres piensan que quizás el mundo sería mejor sin ellos. La madre del novio, en “Bodas de Sangre” que teme que su hijo se vea envuelto en la cadena de venganzas con una familia rival que ya dio muerte al padre y al hermano del novio, le dice, aunque desea ferviente la venganza: Si hablo, es porque … ¿Cómo no voy a hablar viéndote salir por esa puerta? Es que no me gusta que lleves navaja. Es que … que no quisiera que salieras al campo. (…) Que me gustaría que fueras una mujer. No te irías al arroyo ahora y bordaríamos, las dos, cenefas y perritos de lana.


Así pues, aún a riesgo de acabar con la especie, a veces estas matriarcas matan a los hombres o estimulan a otros a matarlos, cuando se han interpuesto en sus vidas para romper el equilibrio social, o para seducir a su igual o para violar la ley moral ancestral. En “Bodas de Sangre”, la madre, que ha estado reprimiendo la venganza que quiere ejercer contra Leonardo, cuando sabe que éste se ha fugado con la esposa de su hijo, dice: (…) Dos bandos. Aquí hay ya dos bandos. (…) Mi familia y la tuya. Salid todos de aquí. Limpiarse el polvo de los zapatos. Vamos a ayudar a mi hijo. Porque tiene gente; que son: sus primos del mar y todos los que llegan de tierra adentro. ¡Fuera de aquí! (a buscarlos) por todos los caminos. Ha llegado otra vez la hora de la sangre. Dos bandos (…)


Bernarda Alba yerra el tiro de escopeta contra Pepe el Romano pero le anuncia que algún día caerá. Yerma, incapaz de entregarse al hombre que desea, pero incapaz también de vivir con el marido estéril, lo mata con sus propias manos y, ya delirante, grita que ha matado así a los únicos hijos que hubiera podido tener sin renunciar a la honra.


El lenguaje y la política


Se ha dicho que García Lorca es surrealista. En realidad, hay una buena parte de su obra en verso, que revela una clara influencia del grupo surrealista dominante en París (Breton, Aragón, etc.), sin que Lorca hubiese tenido jamás contacto directo con ese grupo, sino más bien con los españoles que, como Buñuel o Alberti, se iban a París a tomar contacto (o quizás contagio, a juzgar por la manera boquiabierta como lo hicieron) con el grupo surrealista, con el propósito de volver a España, a “epatar” al “provinciano” Madrid. Para estos exilados, algunos de los cuales finalmente se afirmaron en lo español, o más bien los afirmó la Guerra Civil, para ellos, digo, que se veían a sí mismos la vanguardia, García Lorca estaba en la retaguardia y era un demodé. Después revaluarían todo eso, cuando se oyeron los primeros tiros.


Los surrealistas (justo es reconocer el valor de la obra de algunos del grupo fundamental), en realidad estaban más cerca del anarquismo religioso, de secta y de opereta, que de cualquiera de las tendencias que entonces asumían las izquierdas, en un momento en que todo el mundo se abanderizaba para tomar su lugar en la catástrofe.


Pero, a diferencia de todos ellos, García Lorca, viajero por los territorios de su propia lengua (España y América), viaja sin perder su identidad; como Manuel de Falla, su escritura se apoya en el lenguaje popular de la vieja España: romances, nanas, leyendas; en la poesía de los clásicos, la árabe y la de Góngora. Espíritu nacional que nada tiene que ver con el oscuro nacionalismo de la derecha.


Con algunos representantes de la generación del 98, ya declinante, se encuentra en Lorca la afinidad de compartir ideas políticas, de buscar el rigor del saber, la admiración por sus poetas (Machado, en especial) pero sin la formalidad catedrática del grupo.


En cualquier caso, a diferencia de algunos del 98, Lorca cree en España. Vale la pena citar a Manuel Azaña en su opinión sobre los del 98:


(…) Si algo significan en grupo (la obra personal los ha diferenciado, jerarquizándolos como es justo) débese a que intentaron derruír los valores morales predominantes en la vida de España. En el fondo, no demolieron nada, porque dejaron de pensar en más de la mitad de las cosas necesarias. Poetas y escritores, la rareza de su crisis juvenil depende de una coincidencia de fechas: al conflicto de la vocación -que es eterno- se juntaron el desconsuelo, el desengaño ante la derrota; incorporaron momentáneamente a su vida sentimental lo que se ha llamado ‘problema de España’. Desde entonces corre por válida la especie de que el ser español es una excusa de la impotencia. (…) A los principiantes de la generación del 98, el tema de la decadencia nacional les sirvió de cebo para su lirismo y una ligera excursión por las literaturas contiguas a la nuestra probaría tal vez que su caso fue mucho menos “nacional” de lo que ellos pensaron; que navegaban por la corriente de egolatría y antipatriotismo desencadenada en otros climas[3]”.


De todos ellos, de la generación del 27, de la vanguardia surrealista y “revolucionaria” y de la generación catedrática y melancólica, habrían de ser los no encasillados, Lorca y Miguel Hernández, alineados de verdad, las únicas víctimas. Ya Lorca había puesto en boca de un leñador, de los que observan en “Bodas de Sangre” la cacería de la mujer infiel y de su amante:


“Vale más ser muerto desangrado que vivo con la sangre podrida”.


En estas cinco obras que vengo comentando (con el desorden anticipado), se advierte singularmente cómo es en la obra de sus últimos once años cuando Lorca rotundamente afirma su lenguaje y sus fuentes. Sin necesidad de pedir prestados a la vanguardia en boga los giros y los fuegos de artificio, Lorca encuentra en la lengua, y en su imaginación fenomenal, la desmesura y la riqueza de significación que requiere para dar cuenta de estas tragedias. Allí su fuerza.


Pero también su debilidad. Con justicia se ha dicho, desde todos los lados, que en esa misma desmesura y en esa maravillosa fluidez de su escritura y, por otro lado, en la espontánea apropiación del material lírico popular, en bruto, están las claves para comprender el acento melodramático, e, incluso, en raras ocasiones, la escasa elaboración dramatúrgica de algunos pasajes.


Este acento popular, tan rotundo en “Mariana Pineda” y en “Doña Rosita”, es deliberado. Encantado con el género del romance de tradición oral, con el habla de los pueblos, y, por otra parte, enfrentado como estaba García Lorca en esos años, en su polémica política sobre el teatro de acción social, transcribe dichos, giros, versos que le entusiasmaban, confiando en su fuerza, sin preocuparle la aceptación comercial citadina de sus dramas, puesto que, como lo dijera en una de sus conferencias, no había que poner tanto los ojos “en las fauces de la taquilla”. Hay que decir que en esto último se le parecían los surrealistas.


El signo de este tratamiento del lenguaje es, entonces, la identificación con el habla popular, de un hombre que se había asomado a tan variadas y universales fuentes culturales, con una atención y una emoción que sólo podrían ser descritas con palabras que él mismo frecuentaba: “refinadamente”, “exquisitamente”. Cosa que se advierte mucho en “Mariana Pineda” , en acotaciones en las que propone que la heroína hable “popular” o “como soñando” o (…ha de cantar con un admirable y desesperado sentimiento, escuchando los pasos de Pedrosa en la escalera).


Muchos estudios se han hecho, en varios idiomas, sobre el uso insistente que hacía Lorca de ciertas palabras (“verde”, “caballo”, “mar”, “sueño”, “río”, “acequia”, “pez”, “temblor”, “agua”, “cuchillo”, “sauce”) tanto en poemas como en teatro. Hay quienes se han detenido a bucear en sus textos, minuciosamente, el origen tradicional de cada frase, de cada expresión.


Aquí me interesa señalar, solamente presentando algunos ejemplos, aquello que dije al comienzo de esta charla: la intensidad poética del discurso de sus personajes teatrales, es decir, esa condición apasionada de los seres que propone para la escena, el lenguaje exaltado y meridional, la desmesura.


La palabra, el parlamento, la acotación, tienen en sus dramas y comedias la fuerza mayor. Una sociedad “que se muere y que bosteza”, habla como si en ello le fuera la vida, aún en las circunstancias más elementales. No le basta a Lorca con la simple enunciación de los sucesos, de las decoraciones: siempre recurre a proponer imágenes, metáforas, alusiones, que el actor, si es inteligente, no puede ver sólo como “textos de poeta” sino como claras propuestas de intención y de elocución y que el escenógrafo tendría que notar antes de dar un trazo del diseño.


El escenógrafo tendría que traducir acotaciones como esta: uno de esos grandes relojes dorados, donde sueña toda la poesía exquisita de la hora y del siglo (“Mariana”). Y un director, fijarse en: “un gran silencio umbroso se extiende por la escena, o acaban de entrar las doscientas mujeres. (“Bernarda”). Una escena que debe sugerir como una antigua litografía. Y otra, de los conspiradores en “Mariana”: Unos se sientan y otros quedan de pie, componiendo una bella estampa.


Y en los parlamentos:


Borda y borda lentamente.

Yo lo he visto por el ojo de la llave.

Parecía el hilo rojo entre los dedos,

una herida de cuchillo sobre el aire.


(Sobre Mariana que borda, clandestina, la bandera liberal).


Una hermana de Fernando, el muchacho de 18 años que está enamorado de Mariana Pineda (de 37), dice que aquel:


(…) Dijo que en tus ojos

había un constante desfile de pájaros.

Un temblor divino como de agua clara,

Sorprendida siempre bajo el arrayán,

O temblor de luna sobre una pecera

Donde un pez de plata finge rojo sueño.


Sobre la represión en España en 1850, dice Mariana:


Ahora los ríos sobre España

en vez de ser ríos son

largas cadenas de agua.


Mariana, metida a fondo en la conspiración, a punto de abandonar a sus hijos, dice a la criada:


¡Abre, Clavela! Soy una mujer que va atada a la cola de un caballo!


Como hablando a sus compatriotas del presente, Lorca pone en boca de Pedro de Sotomayor, el amante de Mariana, antes de su defección, este discurso que está en la tradición del teatro romántico de impulso libertario, pero, con todo, el tipo de respuesta (que decíamos antes), a aquel discurso retardatario de la derecha:


No es hora de pensar en quimeras, que es hora

de abrir el pecho a bellas realidades cercanas

de una España cubierta de espigas y rebaños,

donde la gente coma su pan con alegría,

en medio de estas anchas eternidades nuestras

y esta aguda pasión de horizonte y silencio.

España entierra y pisa su corazón antiguo,

su herido corazón de Península andante,

y hay que salvarla pronto con manos y con dientes.


“La Casa de Bernarda Alba”, su último drama, es al mismo tiempo su texto dramatúrgico más severo. Aquí la prosa domina (sólo están en verso la canción de los segadores y los soliloquios de la abuela loca); una prosa que es poesía exaltada en los momentos de ira, curiosa asociación, y llana expresión en los diálogos rutinarios y domésticos.


Cito al azar:


Bernarda, cuando ve que la disciplina se le va de las manos:


Yo veía la tormenta venir pero no creía que estallara tan pronto. ¡Ay, qué pedrisco de odio habéis echado sobre mi corazón! Pero todavía no soy anciana y tengo cinco cadenas para vosotras y esta casa levantada por mi padre para que ni las hierbas se enteren de mi desolación. ¡Fuera de aquí!


En otro aparte, en la “conversación” de La Poncia y Adela, cuando la primera hace notorio a la segunda -que es la hija menor de Bernarda-, que ha descubierto sus amores con Pepe el Romano, prometido de la hermana mayor, y le insiste que debe alejarse de él, Adela le contesta:


Es inútil tu consejo. Ya es tarde. No por encima de ti, que eres una criada, por encima de mi madre saltaría para apagarme este fuego que tengo levantado por piernas y boca. ¿Qué puedes decir de mí? ¿Qué me encierro en mi cuarto y no abro la puerta? ¿Qué no duermo? ¡Soy más lista que tú! Mira a ver si puedes agarrar la liebre con tus manos.


La Poncia: No me desafíes, Adela, no me desafíes. Porque yo puedo dar

voces, encender luces y hacer que toquen las campanas.


Adela: Trae cuatro mil bengalas amarillas y ponlas en las bardas del

corral. Nadie podrá evitar que suceda lo que tiene que suceder.


La Poncia: ¡Tanto te gusta ese hombre!


Adela: ¡Tanto! Mirando sus ojos me parece que bebo su sangre lentamente!


Una última nota sobre la creencia religiosa, tan contradictoria en la vida y en la obra de Lorca, que escribe la “Oda al Santísimo Sacramento del Altar”, pero hace decir (y hacer) las más blasfemas y amorales cosas a personajes de sus obras. Ya es un tópico decir que en España se trata a Dios con harta familiaridad y que es una nación profundamente católica. Creo más bien que España es la nación más atea del planeta, quizás porque allí es donde más les consta que Dios está en todas partes.


La fe es, en los personajes de Lorca, cosa de la costumbre verbal más que creencia verdadera, sobre todo en las mujeres:


“Mariana: ¡Dios nos ayude a todos!


Pedro: ¡Ayudará!


Mariana: ¡Debiera, si mirase a este mundo!

O bien:


“Yerma: Entonces, que Dios me ampare.


Vieja 1°: Dios, no. A mí no me ha gustado nunca Dios. ¿Cuándo os vais a

dar cuenta de que no existe? Son los hombres los que tienen que amparar.


Yerma: Pero ¿por qué me dices eso, por qué?


Vieja 1°: (Yéndose): Aunque debía haber Dios, aunque fuera pequeñito,

para que mandara rayos contra los hombres de simiente podrida que encharcan la alegría de los campos.


En “Bernarda Alba”, las prácticas religiosas son mera práctica de ritos sociales. Pero no hay coherencia con creencias morales. Como en “Yerma”, como en “Bodas de Sangre”, cuando llega la hora de la sangre, se olvida todo mandamiento.


Hay un episodio al final del segundo acto de “Bernarda Alba” que es revelador:


Se oye un tumulto que viene de la calle. La Poncia narra: una muchacha soltera tuvo un hijo no se sabe con quién y, para ocultar su vergüenza, lo mató y lo metió debajo de unas piedras, pero unos perros con más corazón que muchas criaturas, lo sacaron y como llevados por la mano de Dios lo han puesto en el tranco de su puerta. Ahora (los vecinos) la quieren matar. La traen arrastrando calle abajo, y por las trochas y los terrenos del olivar vienen los hombres corriendo dando unas voces que estremecen los campos.


Bernarda: Sí, que vengan todos con varas de olivo y mangos de azadones, que vengan todos para matarla. (…) y que pague la que pisotea la decencia. (…) ¡Acabar con ella antes que lleguen los guardias! ¡Carbón ardiendo en el sitio de su pecado! (…) ¡Matadla! ¡Matadla!


En fin, apenas hemos tocado el tema, tan sólo reducidos a la referencia somera de cinco de las obras de García Lorca. Y apenas lo entrevemos.


[1] Sobre las circunstancias de la muerte del poeta, así como sobre el tema de su posición política, ver el texto de Ian Gibson: “El Asesinato de Federico García Lorca”. Edit. Bruguera, Barcelona, 1981

[2] Buñuel, Luis. “Mi Último Suspiro” (Memorias), con la colaboración de Jean Claude Carriere. Editorial Plaza y Janés, Barcelona 1982

[3] Azaña, Manuel: “Plumas y Palabras”, Edit. Crítica (Grijalbo), Barcelona, 1976 (2° edición).

[4] Todos los textos de García Lorca han sido tomados de la edición de sus Obras Completas, Aguilar, Madrid.


Nota del autor:

Hoy, 36 años después de escrito este artículo, comprender la historia y la obra de García Lorca requiere consultar la notable bibliografía y otras referencias de Ian Gibson, el sorprendente irlandés constituído en el gran experto del asunto: en sus libros Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca; Poeta en Granada; El hombre que delató a García Lorca; y Lorca y Dalí, el amor que no pudo ser. Además, el guión que escribió para la reconocida serie de Televisión Española: Muerte de un poeta. Como si fuera poco, un complemento importante para la historia del período son otras dos obras de Gibson: las biografías de Antonio Machado (Ligero de equipaje…) y de Luis Buñuel.

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