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Dios lo quiere

Por: Juan Felipe Valencia Osorio

juan.valencia50@udea.edu.co


—La comisaría elevó todos sus esfuerzos para esclarecer los motivos que llevaron al presbítero Alexander a cometer tal atroz crimen sin mostrar cargos de conciencia o ápice de culpabilidad alguna. He visto mucha escoria a lo largo de mi carrera detectivesca. Mi desencanto por el mundo deviene de inconmensurables actos de crueldad y perfidia ajena que han interceptado transversalmente mi labor investigativa, mas nunca imaginé que sería el expediente de alguien que dio su vida al sacerdocio lo que me empujaría al punto más álgido de mi deber.


»Nacido en el seno de una familia religiosa y trabajadora Alexander se formó en un colegio del Opus Dei, a escasos meses de egresar entró a un seminario jesuita, fue ordenado y posteriormente recordado por su entrega, devoción e infinita compasión por quienes denotaba cariñosamente como “ovejas descarriadas”. Ejerció el sacerdocio en pequeñas iglesias de localidades marginales con altos índices de criminalidad. Tras más de veinte años trabajando para la comunidad, dedicó su vida al trabajo en las cárceles, específicamente, con los condenados a muerte. Su procedencia, bondadosa a toda luz, solo me llevó a cavilar con mayor desazón en su caso.


»Era uno de esos días difíciles donde debía dar la última confesión a un sindicado, un ominoso asesino ampliamente reconocido por su brutalidad y fanatismo religioso. Tras salir del centro penitenciario, una vez presenciada la ejecución, tomó su automóvil y emprendió rumbo a los suburbios. Arribó al filo de la media noche y, en el sitio de mayor índice de indigencia, salió del automotor con biblia en mano.


»—Siempre fue una persona muy amable, tenía aires de santo y su tranquilidad era algo que nos daba esperanza a todos —masculló un testigo entre temblores —pero esa noche todo fue distinto. Sus ojos estaban desorbitados, las arrugas de gentileza en su sonrisa se tornaron enfermizas, la fogata comunal dio matices pavorosos a su figura incorporándose en la espesura de la noche al lado de ese coche, e-ese maldito coche.


»Era más que un testigo, era el último de ellos. Cuenta que Alexander apoyó con ímpetu uno de sus pies en el capó del auto y con imponente voz señorial habló de continuar con la purga divina. Golpeaba las sagradas escrituras con violencia mientras peroraba sumido en el paroxismo lo conveniente que era su encarnación. Antes de asumir el sitio del piloto, lanzó un grito extasiado, más bien un estruendo, a la multitud hierática que comenzaba a acercarse a él:


¡DEUS VULT!


»Arremetió contra la gente, si no aceleraba con más violencia era para poner en marcha la reversa, arrollaba nuevamente a quienes ya había arrollado. No pasaba el vehículo más de cuatro veces para atropellar nuevas presas en su brutal cruzada. La orquesta metálica del motor escupiendo su vómito oscuro se vio salpicada por la sangre derramada en el asfalto, aglutinándose generosamente en las rejillas de la alcantarilla, entre coágulos, órganos y huesos rotos que se exponían en los occisos de quienes no fueron más afortunados en vida. Mientras aquellos que no se arrastraban con la espina destrozada aún intentaban correr en vano, el presbítero hacía gala de una pericia al volante nunca antes imaginada en un fiel siervo de Dios. Continuó con su vil matanza dejando un saldo que ascendió a los quince muertos y cuatro heridos, de los cuales solo uno viviría para contar lo ocurrido.

»Era enfermizo escuchar el único testimonio, contaba cómo veía a sus compañeros crujir bajo las llantas y cómo una anciana atorada en el bumper era arrastrada varios metros.


»Fue aprehendido en una construcción cercana al lugar de los hechos, los agentes no tuvieron mayor inconveniente en capturarlo. Salvo un momento en el cual lanzó dos bloques de concreto, que produjeron un estallido cárnico al impactar con el suelo, bastó seguir el protocolo de captura más convencional. Declaran que no presentó resistencia, parecía conocer bien el procedimiento, incluso se evidenciaba su deseo de ser capturado. No pronunció palabra alguna, sólo exponía la misma sonrisa colmada de mordaz perfidia.

»No hubo manera de que diera declaración alguna ni de que aportara a las investigaciones mediante el interrogatorio, ningún método fue útil. No hubo un boom mediático, eso no favorece a la iglesia y no amerita manchar la imagen de la santa sede con sangre de “ciudadanos de tercera”. Mi único consuelo frente a tal injusticia fue la condena a muerte y la prontitud de su ejecución.


»Me encuentro tras un grueso vidrio traslúcido y estoy a punto de presenciar la ejecución de quien ha atormentado mi existencia desde que decidí investigar este caso. Resulta irónico que en la ejecución de un sacerdote que acompañó a tantas personas en el pasillo de la muerte se de la ausencia de uno de sus semejantes, aunque si no se diera sería un anacronismo. Está muy tranquilo. Lo observo fijamente a los ojos, él se percata de esto y me devuelve la mirada en gesto pendenciero. Sonríe y comienza a parpadear lentamente. Antes de que cubran su rostro, estoy atado de pies a cabeza a una silla. Me veo a mí mismo a través de un grueso vidrio traslúcido. Antes de que todo se oscurezca logro descifrar lo que dicen sus labios a través de la nefasta sonrisa:


Deus Vult.

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