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Ciencia y política, I

Actualizado: 2 mar 2019

Por: Luis Fernando Quiroz

quiroztorm@gmail.com


Pero a un hombre que intenta acomodar la ciencia

a un punto de vista que no provenga de ella misma

(por errada que pueda estar), sino de fuera,

a un punto de vista ajeno a ella,

tomado de intereses ajenos a ella,

a ése le llamo canalla.

K. Marx


No hay respuestas equivocadas del oráculo: hay solo preguntas erróneas

sobre la base de actitudes equivocadas. R. Bazlen


Hay quienes sentencian que la ciencia es ajena a la política. La separación confiere a sus cultores la autoridad de la objetividad: actividad más allá del bien y del mal, de la ideología y de la fatalidad cultural, sentada a la diestra de la Idea. A su siniestra, los más enconados detractores esgrimen que la fatalidad de la cultura o del sesgo ideológico, o sea la condición inevitable e irreducible de vivir en sociedad, de suscribir y rechazar ideas y valores que nos precedieron, impide cualquier forma de objetividad. Todo es ideología. Frente a la díada de teoría y crítica, el primer grupo desecha la crítica, conduce al absoluto del científico puro, de sabor positivista, incompatible con cualquier expresión política; el segundo desecha la teoría o, a mejor decir, conduce a la identificación absoluta, de sabor panfletario, entre teoría y crítica, entre científico y político. Es deber de científicos puros ceñirse estrictamente a sus investigaciones sobre problemas objetivamente dados cuyo peso desmitifica el método de supuestos críticos radicales; es deber de críticos radicales afirmarse estrictamente en contra de misteriosos mecanismos sociales cuyo cuestionamiento devela el sesgo ideológico de supuestos científicos puros. Ambos grupos, merced a una curiosa inversión política, reclaman para sí la elevada dignidad de ser los prometeicos tutores de la sociedad, siempre tan trivial y desorientada. Por lo mismo, sin confrontación lógica de argumentos que responda con claridad cuáles son sus fundamentos, ambos se abrazan para sentarse, impasibles, en los pantanos del Dogma.

    La ciencia no es ajena a la política, pero tampoco se subsume a ella. Su imbricación tiene su parte más evidente en el hecho de que la vocación científica, como consagración a la búsqueda de la verdad más que a la defensa de alguna Verdad inmaculada, no se ejerce en un más allá supramundano, sino en un más acá intramundano, en la vorágine de la cotidianidad. No en vano, bajo el Antiguo Régimen, muchos de los grandes filósofos que tortuosamente superaron el perpetuo onanismo de la escolástica fueron aristócratas o recibieron ─y padecieron─ el mecenazgo de monarcas. No en vano se dice, en estos días de Nuevo Régimen, que no solo de créditos vivimos los estudiantes, como no solo de pan la humanidad ─bien lo sabemos los de universidades estatales y nuestros catedráticos, bien lo olvidan algunos de nuestros titulares y el grueso de los políticos latinoamericanos─. La cuestión de ciencia y política puede así plantearse con la pregunta por la relación entre Universidad y sociedad, más específicamente por las condiciones materiales, prácticas y burocráticas, bajo las cuales intentamos hacer de la Universidad un espacio para la vocación científica, no el lugar de una jerarquía eclesiástica más.

    El encargo social que posibilita en nuestras universidades el desempeño del ejercicio científico, más que un elogioso reconocimiento, es un encargo de inmensurable peso. Él entraña un permanente desafío ético cuya desatención lo convierte en un vacuo privilegio, en ocasiones de por vida. El desafío, suerte de escepticismo lúdico como el que presenta Rodrigo Zuleta en los “Contextos borgianos para El Quijote” (Filología, No. 4), exige romper con todo dogma. Se debe hallar así un fundamento epistemológico y lógico adecuado para el ejercicio científico, pero admitiendo siempre la duda y la discusión para no convertirlo en nuevo sustituto de religión. Si se comprueba la absoluta fatalidad ideológica o esterilidad del ejercicio científico, de manera necesaria por medio de algún procedimiento igualmente fundado ─acaso confusa contradicción en los términos, artificio que se sabotea a sí mismo─, al igual que si se rechaza el encargo o se abdica de mantenerlo, se ha de dar un paso al costado, por lo menos, antes de verse viciado de osteoporosis estamentaria. Tal es un atributo del que uno mismo es responsable, sea por pretender absolutizar la objetividad o la relatividad científicas, e impele a perpetuarse como tutor. Su único medio: reconocer la relatividad de la inteligencia, negarse al diálogo y forzar a los demás a permanecer en una rampante ignorancia ─usualmente en la propia─ para nivelarse así como la inteligencia social, como el Oráculo del cual esperar siempre respuestas autorizadas, incontestables y programáticas.

Uno de los vicios más recurrentes en la vida universitaria de hoy en día se relaciona con la publicación científica. Al respecto, el 4 de octubre del año pasado fue publicado en El Espectador un refrescante análisis crítico titulado “No hay científicos prolíferos, hay mala conducta científica”. Uno de los puntos de su autor, Daniel Manrique Castaño, es que la “cultura científica basada en publicaciones” no garantiza la calidad y escrupulosidad de un trabajo ─grado de participación de sus supuestos autores, rigurosidad en el método, integridad de los datos, reporte completo de resultados, positivos y negativos─, así que fundar su rigurosidad ─su cientificidad, digamos─, no en el propio punto de vista científico, sino en la legitimación de una revista indexada, supone en la práctica un mayor obstáculo para la ciencia. A la larga, la busca incesante de la verdad habría sido reemplazada por los mismos científicos e instituciones que reglamentan y legislan el quehacer científico ─como entre nosotros, en máximo rango, Colciencias y el nuevo Ministerio de Ciencia─ por la busca de estímulos económicos por publicación. Bajo las actuales condiciones burocráticas, esta nueva busca, la de estímulos económicos, ilustra que científicos puros y críticos radicales más se acercan y se transfiguran en un nuevo tipo: los académicos parasitarios; “en otras palabras, los científicos no están haciendo ciencia”, concluye Manrique.

   Aunque el autor es un doctorando en neurología en la Universidad Hospital de Essen, Alemania, razón por la que se centra en el caso de las ciencias naturales, no resulta difícil sacar el mismo balance para todo el espectro de las ciencias sociales. En nuestra Facultad, por ejemplo, el 26 de noviembre pasado se informó, por el correo del Boletín de noticias, sobre la publicación de un trabajo de grado de un egresado por la Editorial Académica Española. Sin embargo, esta editorial es considerada por el Comité de Asuntos Docentes de la Universidad como una “editorial depredadora”, es decir, un tipo de editorial que busca publicar por publicar o, más precisamente, publicar por simple renta económica, a desmedro de la rigurosidad científica, tipo de medio que es homólogo de las “revistas depredadoras” sobre las cuales hubo un evento el 13 de abril del año pasado, organizado por la Escuela Interamericana de Bibliotecología y Vicerrectoría de Investigación. Ambos medios depredadores son así la necesaria contracara de la búsqueda del estímulo económico.

    Un ejemplo más cercano sea quizás el de forzar el principio que supone autotélico el conocimiento para presentar como investigación científica cualquier interpretación hermenéutica tomada de entre la marejada infinita de ellas, en virtud de una mutabilidad de los signos, del llamado carácter abierto de la obra. De ahí se presupone que toda interpretación es en igual medida potencialmente válida, o sea que ninguna cuenta con el estatuto de Verdad absoluta, y que la producción interpretativa es potencialmente infinita. El abuso hermenéutico empieza en el momento en que al nuevo esfuerzo interpretativo no se llegue, explícitamente, por el discernimiento de un problema de investigación. Se interpreta y se publica porque sí, porque se puede: tal es la consigna. El abuso fue facilitado por el abandono de la filología moderna y de su método histórico y comparativo, propuesto por los hermanos Friedrich y August Schlegel, abandono que condujo en el siglo XX a los incipientes estudios literarios y lingüísticos a los formalismos y estructuralismos que suponen las obras literarias y las lenguas producidas en abstracto, sin asidero sociohistórico alguno que restrinja las ocurrentes fugas hermenéuticas. Para sintetizar la cuestión, sirvámonos de las palabras de Rafael Gutiérrez Girardot, quien advirtió el vicio de ese nuevo horizonte disciplinar hiperespecializado: “la elaboración abstracta de una teoría cuyo objeto, la literatura, se convierte en medio de demostración”, o sea el regreso al perpetuo onanismo escolástico.

    No se trata de censurar ni aún de devaluar el esfuerzo interpretativo estrictamente hermenéutico, ni siquiera aquel esfuerzo que se ciñe a-temporalmente a la obra ─sea literaria o de otra índole─ por sí misma; en cambio, creo que debemos convenir en que ese esfuerzo no se adecúa satisfactoriamente a los presupuestos de investigación académica formal: las más de las veces, intentarlo le conferirá cierta sistematicidad explícita en la revisión del material estético, pero a costa de una artificialidad que anula la potencia creativa a la producción crítica. El resultado puede considerarse como un producto muerto que no interesa para los ejercicios académicos de objetividad científica, de neutralidad valorativa, ni para aquellos escenarios en los que se pensaba presentar la apuesta de juicios de valor: así nos lo puso de manifiesto Juan Diego Buitrago con el caso del “Teatro para filólogos” (Filología, No. 6). Muchas de las actuales revistas indexadas de estudios literarios pueden considerarse como los exclusivos catálogos de tales productos muertos: en sus páginas abundan las firmas de críticos radicales y académicos parasitarios, no así rastros de lectores. La circunstancia, con todo, sirve para pensar en el fundamento científico de ciertos estudios y en su impacto social, en la capacidad de satisfacer la exigencia ética implícita en toda sincera vocación científica.

   Manrique se muestra escéptico sobre el problema de la publicación viciosa. Advierte que probablemente no cambie el escenario ni en un mediano plazo y lamenta que “las nuevas generaciones de científicos se estén formando con esas ideas”. En tal dirección, la obsesión de la publicación por la publicación tiene un ejemplo más en nuestra Facultad: el mismo 26 de noviembre salió a luz el primer número de Panglós, revista estudiantil de filología. Ante las imposiciones burocráticas de Publindex y Colciencias ─aceptadas en mayor o menor medida por profesores y universidades─, “[nace] con el fin de permitir a los estudiantes del nivel pregradual de la educación colombiana participar de las dinámicas investigativas que las políticas académicas actuales difícilmente les permiten”. Pero la investigación no consiste en la participación en dinámicas editoriales y del formato de artículo indexado. Las excede. Dicha revista pretende, puesto en perspectiva, satisfacer la demanda de un medio académico formal específico de ese nivel educativo, o sea tornar más funcionales las políticas de Publindex y Colciencias. Para tal fin encuentra un gran impedimento, empero: por su naturaleza no puede ser indexada y, por consiguiente, los estudiantes que publiquen en ella aspirando a acreditar una trayectoria investigativa para sus postulaciones a posgrado y a becas ─a despecho de la calidad de una contribución como la traducción “«Del Cuaderno P». Roberto Bazlen” del filólogo Juan Felipe Varela (Panglós, No. 1)─, no podrán sino acreditar una publicación tipificada como “divulgación” o “apropiación social del conocimiento”. Es la misma tipificación a la que se ve sometida esta gacetilla, o Experimenta. Revista de divulgación científica de la Universidad de Antioquia, o cualquier otro medio periódico con ISSN. Aun así, no es la primera revista estudiantil fundada con ese propósito en la Universidad de Antioquia. Bajo un absurdo burocrático ─análogo a la falta de experiencia laboral para empezar a trabajar─, también nosotros aprendemos los vicios de la cultura basada en publicaciones: el pregradista, futuro académico parasitario, no debe formarse, debe publicar. Es clara la paradoja: la única garantía actual para la profesionalización del científico contraviene la vocación científica.


Corolario: recientemente se decidió exigir el cumplimiento estricto del Reglamento de trabajos de grado de Letras y de Filología Hispánica, en particular lo relativo a su extensión: incluidos bibliografía, anexos, dedicatoria y demás pertrechos, “no puede ser menor a 30 páginas ni superar las 50 (fuente Times New Roman 12, interlineado doble, ver normas APA). El Reglamento de trabajos de grado, en su numeral 5, así lo dispone. Tal norma no es caprichosa: debido a los tiempos de escritura y posterior evaluación, es difícil llevar a término el proceso cuando el texto supera tal extensión. Los trabajos que superen las páginas indicadas serán devueltos para su debida edición”. La extensión reglamentada apunta irremediablemente a la brevedad del artículo científico. Sin embargo, la tipificación tiene una excepción: ediciones críticas, única modalidad, además, que permite el trabajo en parejas. De hecho, esta ruta de trabajo de grado ha sido puesta como culminación de la formación básica del nuevo pénsum, en su quinto semestre, siendo antes exclusiva de la línea de profundización literaria al término del pregrado. Más valioso que preguntarse por el funcionamiento de pregrados como ciencias políticas, sociología o historia, en los que la extensión usual de trabajos de grado supera las cien páginas contando siempre con dos evaluadores, cabría preguntarse entonces si una investigación pregradual de 50 páginas obtendría el Premio a la Investigación Estudiantil de la Universidad de Antioquia o, inclusive, el Premio Nacional Otto de Greiff. El admirable trabajo de Cristina Gil, recientemente galardonado con ambos premios, excede con creces las cincuenta páginas, al igual que todos los de edición crítica. ¿Qué consecuencias podemos sacar de esas discrepancias entre las modalidades de trabajo de grado tipificadas ya, las limitaciones y excepciones que fungen como cierto reconocimiento a priori, los estímulos y reconocimientos a posteriori y el problema de la publicación viciosa? ¿Es este el “estado de incertidumbre” investigativa del que nos habló Mahecha Restrepo (Filología, No. 2)? ¿Se fomenta así un nuevo tipo de filólogo, uno sin amor a la palabra, sin eros por el conocimiento, sin afecto lógico ni “alquimia del deseo” (Carlos Rivas, Filología, No. 2)?, ¿una filología, en suma, que no es ni filosofía, ni semiótica (Pedro Agudelo, Filología, Nos. 1 y 8), ni sociológica, ni histórica, sino tan solo la inveterada técnica de la ecdótica? ¿Qué ruleta rusa ha determinado, año tras año, el sin sentido de todo nuestro sistema universitario?


Luis Fernando Quiroz Jiménez

Niquía, 24II2019


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