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Basil, domador de tormentas

Por: Spadáfora


El tiempo no daba tregua, el inclemente frío y las torrenciales lluvias hacían de esta ciudad un completo desastre. Las angulosas calles convertían los caminos en pequeños, pero turbulentos ríos. De los cuales bajaban con gran furor las piedras, arena, pedazos completos de una desmembrada palma, que no tuvo la fortuna de sobrevivir a las violentas arremetidas de la impetuosa lluvia. Que llevaba más de tres horas asediando la metrópolis del Aburrá, sin conseguir rendir la aún. Sin embargo, no amainaba y mucho menos daba señales de rendirse. Quizá, hasta volver a inundar la autopista norte o derribar centenarios árboles que cuentan fragmentos de la historia, de la muy temida estirpe que deja tronantes hachas a sus descendientes.

Mientras la ciudad era azotada por una réplica a menor escala del diluvio, yo observo desde la ventana de mi casa, un tercer piso. La bruma, los truenos, los chispeantes rayos y la sinfonía en allegro assai, que crea la emocionada lluvia al besar con vehemencia las tejas de Eternit y la canaleta de aluminio. En otros tiempos estaría ocupado en la penosa tarea de mantener la casa a flote. Debido a unos horribles desperfectos en el tejado, que convertían la cubierta de la sala y la cocina en una entrada para las aguas que importunaban con su visita. Tiempo atrás, me vi obligado a transformarme en uno de esos osados y orgullosos marineros de apartamentos; fue hace ya muchas lunas en una tormenta cuatro veces más implacable que la ya referida. Pues esta no era solo agua y luces, sino que venía junto a un pequeño ciclón, munición de metralla congelada del peor calibre “granizo punto cincuenta”. Aparte, se había alimentado de lluvias anteriores dejándolas encerradas y agazapadas en las nubes cercanas, para garantizar un ataque más letal y dejar gravemente comprometidos a los sobrevivientes de tan colosal sitio.


Yo me encontraba tranquilo en mi cuarto, rindiéndome de la melancólica y amorosa historia de Ligeia escrita por Edgar Allan Poe. Mientras que Bruno, el joven y atigrado gato que mi madre había adoptado, dormía plácido junto a mis piernas. El manto difuso del cielo, el aire frío que bajaba de la montaña y el aroma de la tarde, dejaban claro que se avecinaba un chubasco que me serviría de excusa para preparar un café con leche. Envolverme en mis cobijas, abrazar al gato y dejarme dominar completamente por la pereza. No pensar en nada y quizá dormir hasta que me diera hambre. O hasta que mi cuerpo me avisara, sutilmente que la vejiga era una represa a punto de ceder y debía evitar el desastre, haciendo un drenado controlado de emergencia, pero ¡Qué equivocado estaba!


La tormenta no comenzó con pequeñas goteras y se fue intensificando hasta volverse peligrosa, sino que puso todas las cartas sobre la mesa de un solo golpe, y dejó suelta la primera de sus huestes. Una tempestad descomunal que tomó por sorpresa a cualquier transeúnte ocasional, que había tomado la mala decisión de hacer sus compras justo en ese momento. Como era de esperarse, tal arremetida hizo que comenzara a filtrarse el agua por el techo de la cocina. Detuve mi lectura, después de terminar muy a gusto el ya iniciado párrafo. Fui a ver qué tan grave era la inundación, en menos de diez minutos había logrado encharcar toda la cocina. Se derramaba ávidamente por el pasillo, para conquistar otros territorios de mi domicilio. Con desagrado y un poco de rabia, fui por la trapeadora con el balde y comencé con premura a secar lo más que pudiese. Evitando así, momentáneamente el avance conquistador que amenazaba mis vastos territorios.


Los truenos se hicieron sentir en lo alto de la bóveda celeste, con inusual constancia. Como trompetas de guerra, le hacían señas a los hábiles caballos tracios, indicándoles que su momento de actuar había llegado. Así fue, la lluvia se agravó, los litros de agua que se deslizaban por los muros, las grietas, superaban con creces la pobre habilidad de mi cuerpo con el manejo del trapeador. Avanzando ahora con más determinación por los pasillos, llegando a lugares impensados de mi casa, colonizando para Poseidón algunas posesiones en tierra. Que servirán para dar alarde de su gran poder y furia, (¿Qué más terrorífico y poderoso, conquistar una casa enclavada en las montañas de una ciudad, la cual está a novecientos kilómetros del mar?).


Mi angustia se hizo más evidente, cuando el agua de la planta baja ocupaba quince centímetros de altura, mantenía la decidida tendencia a seguir subiendo. Aún después de haber abierto la puerta, y sacar inútilmente, a baldados lo que pudiera, siguió subiendo hasta llegar a los veinte centímetros de altura. En ese momento lo vi, me di cuenta que lo había olvidado por completo, Bruno. El habilidoso pirata salteador de jardines, navegaba plácidamente metido en el cajón de cosméticos de mamá remando con un cepillo y una paleta para eliminar callos. También, tenía como periscopio los tubitos rosados para rizar el cabello, y como brújula un viejo reloj de pulso sin vidrio, cuyas manecillas giraban sin control. Alentado por mi contramaestre, busqué un cajón para armar mi propia nave y no terminar ahogado cuando el agua doblara mi altura.


El ataque estaba lejos de terminar, la terrible furia de Eolo se había apenas desatado. Soplando brutalmente sobre la cubierta, arremetía una y otra y otra vez. Como un viejo ariete, guiado por enardecidos invasores que saborean la sangre justo antes de que la puerta caiga, y los relucientes botines de carne y oro queden al descubierto. Decidí arriesgarme, navegar con mi contramaestre hasta las escaleras que llevan a la segunda planta, mucho más pequeña que la primera pero bien techada. Con un esfuerzo épico, lograr mi llegada hasta la torre de mi alcázar, la cual tiene una escotilla directa hacia los tejados maltrechos. Las rachas de viento eran siniestras, tanto así, que en ocasiones pensé lograrían derribarme antes de tocar el techo. En caso tal, mi muerte estaría asegurada; pues me esperaba una caída de tres pisos por un angosto patio. Terminaría contra un complejo de juguetes y artículos de limpieza, que la gente del primer piso tiene apilados de manera descuidada. Después de salvar con éxito el primer obstáculo, comencé a poner las tejas en su lugar. Algunas querían ser libres y seguir el aliento de Eolo hasta donde las llevase. Mientras que otras, aterradas, se juntaban como una camada de cachorros para no ser separadas y dejadas a su suerte. Casi había terminado mi labor, los vientos estaban cesando y mi cuerpo se iba relajando. Pero, la brutal tormenta decidió usar su último recurso, el granizo. Caía sin piedad magullando mis brazos, mis piernas, castigando mi espalda e intentando reblandecer mi duro y testarudo cráneo, sin lograrlo. Regresé a toda prisa a las entrañas de mi casa. Bruno seguía manteniéndose a flote, sin perder la compostura de ninguno de los dos botes improvisados. Torné a mi embarcación decidido a ganar la batalla de una vez por todas y expulsar al invasor.


La tormenta cometió la desfachatez de amainar e ir desapareciendo, la cantidad de líquido intruso se redujo a cero. Así que volví a tomar el balde, pero esta vez con mucha más decisión e inicié la tarea de desterrar el agua con la ayuda de mi contramaestre. Quien con mucho cuidado de no caer a la improvisada piscina, fue sacando con su vacío recipiente de alimentos, cada gota que lograba capturar. Después de dos horas de limpieza, logramos restablecer el dominio sobre nuestro territorio. Tomé una ducha de agua tibia no invasora, y caí rendido después de mis heroicos esfuerzos. Pero no sin antes darle comida, esa de sobre, a mi compañero marinero, se lo había ganado. Dos días después, en unas condiciones climáticas más favorables, cambié las tejas por unas nuevas y amarré todo lo que pudiera desatarse de la cubierta. Para finalizar, alargué los tubos de desagüe hasta la calle e impermeabilicé el interior de la cocina. Por eso puedo estar tranquilo en este momento, mirando desde la ventana de mi sala como esta nueva tormenta amenaza infructuosamente mi fortificado hogar. En caso de asediarme de nuevo, tengo listo un cajón más parecido a un barco con velas hechas de sábanas, remos de cucharas de palo y espacio extra para Bruno, el temible salteador de jardines y yo, Basil el domador de tormentas.

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