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Lectura recomendada: "Y le dije" de Efe Gómez

Actualizado: 29 ene 2019

Efe Gómez (1867-1938) también fue testigo y partícipe ─voluntario o no─ del movimiento finisecular que trituró las bases teológicas de la existencia, inclusive la hispana. Observó largamente la crisis del espíritu que tanto temieron los conservadores como Caro, y en el acto de responder literariamente a esta, se emparenta más de lo que se creería con Rubén Darío y su "galicismo mental", aún con sus propios matices. A propósito del octogésimo aniversario de fallecimiento del autor de los geniales cuentos "En las minas", "Un padre de la Patria", "Un crimen" y "Eutanasia", sugerimos la lectura del cuento "Y le dije", con el que años después proseguiría la confesión que inaugura este número.


Pues debes estar muy contento. Tienes veintiséis años, y hace dos que terminaste carrera. Una carrera lucidísima, como pocas.

─Jamás lo creí de ti ─contestóme tristemente─. De gentes como don José, que leen a Flammarión y a Julio Verne y creen cándidamente en las maravillas de la ciencia y de su dominio en el mundo, he temido y hasta he apurado felicitaciones semejantes; pero que tú, que estás en el secreto, salgas con ésas...

Y sellando los labios en el vaso, comenzó a apurarlo, los ojos fijos en la dorada cerveza. Porque estábamos en El Nevado. Al frente una mesita redonda. Afuera se oía el chorrear de un llover nutrido; doblaban las ocho en la catedral y era sábado.

Bebido que hubo, apoyó en la mesa los codos; sobre las palmas las sienes; y echando el busto hacia adelante:

─ ¡Conque terminé mi carrera! Pues, sí. Es decir, heme aquí, inútil para luchar con la vida. Porque lo que entre nosotros llaman una carrera, en vez de ser una labor de adaptación de nuestras facultades al clima social que nos rodea, lo es de dislocación completa de nuestro sér moral e intelectual. Nos dan un impulso vigoroso, no calculado, que nos arroja fuera de las órbitas en que se mueve la mayoría de nuestros conciudadanos, y resultado de todo ello es que cuando salimos del colegio y abandonamos un corto número de condiscípulos que tenían con nosotros cierta comunidad de ideas, nos encontramos solos, completamente solos, en medio de una sociedad que tiene aspiraciones e ideales que no son los nuestros.

Comprendemos entonces que necesitamos adquirir ese mismo modo de vivir y de ver las

cosas, pues que no ha de ser la sociedad en masa la que cambie para adaptarse a nuestro modo de pensar. Comienza entonces una educación inversa a la del colegio, por cálculo emprendida, llena de repugnancias, pues vemos claramente que nuestro modo de pensar está más de acuerdo con una concepción amplia y razonada de la finalidad de la existencia.

Y a mucha ventura si tenemos valor suficiente para emprender ese cambio de frente de nuestro sér. Los sinceros, las almas rectas se sublevan. Devotos fervientes de la idea se niegan a posponerla a aspiraciones nacidas de las circunstancias especiales de momento histórico determinado, y se arrojan a una lucha ciega y temeraria con las fuerzas seculares de la preocupación y la costumbre. Lucha dolorosa, siempre censurada, nunca comprendida.

Cada cual malgasta en ella lo mejor de su existencia. Los temperamentos poéticos, seres extremos, son los más maltratados. Esos, a poco de luchar, toman por la estéril carrera del despecho, se entregan al desorden de las pasiones, y se extinguen, sin dejar tras sí más que tal cual estrofa, tal cual dicho agudo en la memoria de sus compañeros vulgares de prostitución. Que allá van a dar: a codearse con la masa amorfa e impotente de la sociedad.

Los más fuertes no se resignan a dejarse aplastar. Porque recuerda, si no, que casi todas nuestras luchas políticas han tenido por causa la ardorosa labor de jóvenes generaciones que acabando de salir de los claustros, llena la mente de altos ideales de libertad, y viendo en sus vuelos ardorosos tarda y pesada evolución de la sociedad, que como todo organismo se desarrolla armónicamente y lentamente, se han declarado en guerra con todo lo existente, desde la prensa, la tribuna y el campo de batalla. Resultado: que toda esa savia derrochada ha dejado de afluír a las venas de la Patria; la cual en vez de haber crecido como un chico de buena casa, de excelente salud, y buen humor y limpias ropas, semeja uno de esos otros nacidos en el arroyo, precoces, de organismo desmedrado, que ya han probado la prostitución y sus amargos dejos, tienen ideas tristes, y desahogan su lujuria impotente escribiendo letreros obscenos sobre las paredes públicas.

Creemos ser una entidad grande y somos simplemente una bandada de cursis. Las señoritas pobres, educadas en las normales, que dejan ir su mente calentada con las nociones incompletas de la miscelánea que se llama enseñanza oficial, tras sueños tontos de grandezas y lujos, en tanto que sus pies calzan rotos zapatos y sus padres luchan penosamente con la vida, son nuestro símbolo. Nos sucede con la civilización europea exactamente lo que a esas infelices. Ni en literatura, ni en política, ni en ciencias, se ve una sola nota indígena, una sola manifestación que pueda llamarse propia de la raza. Todo es copia de pueblos grandes, en que esas cosas son buenas porque son oportunas, porque han llegado por sus pasos contados en labor secular y armónica, Ayer pensábamos con Víctor Hugo, hoy con Zolá y Tolstoi y Bourget y todos esos espíritus atormentados con las grandes chocheras de civilizaciones ancianas. Y sus psicologías hondas, y sus análisis desengañadas de la vida, son nuestro alimento espiritual. Claro, nos educan como para Europa y nos exigen que vivamos aquí. Nos hacen gastar lo mejor de la vida haciéndonos incapaces de vivir en nuestra patria, y a eso llaman educarnos.

─De suerte ─le dije─ que tú consideras como un mal lo que no hay padre que no crea que es lo mejor que puede dar a su hijo: la educación, la instrucción, una carrera.

─¡Pues no lo he de considerar! ¡Oh!, si yo hubiera crecido nutriéndome con las ideas de la generalidad, hoy sería un hombre cabal. ¿Recuerdas a Perucho, aquel condiscípulo nuestro que no hacía más que coleccionar estampillas y cambiar palomos, que no llegó a dar una lección? Recordarás que los profesores decían que jamás llegaría a ser nada; que tuvo que salirse del colegio casi expulsado. Pues bien: hoy me lo encontré en un carro del tranvía. Iba a pasear, de levita abotonada, luciente como un sol, a su lado su esposa, una joven hermosa y simpática, con esa simpatía sincera que comunican las pocas ideas y la mucha salud. ¿No crees tú que si hubiera continuado estudiando, hoy sería un abogado vulgar o un médico de pueblo? Pues en cambio es un comerciante acreditado y feliz, y simplemente porque no se educó, es decir, porque no llenaron su mente de ideales desproporcionados a nuestra barbarie.

─Pues cásate tú ─le dije levantando el vaso─. ¿O me vas a salir ahora con que la instrucción os vuelve impotente? Por tu novia. ¡Salud!

Y lo que fue ese vaso lo vaciamos.

─Pues poco menos que impotente ─me decía, en tanto que se limpiaba la boca y se atusaba el bigote─. Sin broma. Poco menos. ¿O crees tú que yo me casaré tan fácilmente como la generalidad? Dime. Si por la cabeza y por el corazón estamos a la altura y a veces más altos que las clases ricas. Si tenemos todos sus refinamientos sin tener sus riquezas: ¿no estamos, di, en una situación bien difícil? Casarse uno por dinero, dado que encuentre con quién, sería una compensación, todo lo vergonzosa que quieras, pero, en fin, sería una compensación. Porque para el que ha gastado su vida estudiando, es cosa poco menos que imposible hacerse con una fortuna por labor paciente. Comenzando con que no hay qué pensar en economías, y añade a eso que la misma delicadeza nos impide ciertos actos de tacañería sórdida, como ejecutan los que se labran en la sombra una fortuna, vilezas que están seguros han de olvidarse cuando sean unos caballeros muy ricos.

Pues bien. A pesar de que un casamiento así salvaría la vida de esos desfallecimientos cuotidianos que engendra el contacto de la miseria; de esas torturas indecibles de no poder cumplir, como buenos, compromisos contraídos para sostener una posición a que nos creemos con derecho, desfallecimientos que son la ocasión próxima de caídas que engendran otras en series vertiginosas; a pesar de eso, te digo, el mismo refinamiento, la educación misma, nos impiden hacerlo. Nos hemos acostumbrado a una vida interior, en que lo bello hace un papel tan principal; hemos vinculado a la noción de amor tantas delicadezas, tantos edenes, que miramos horrorizados un acto que a sangre fría y visto a través de una naturaleza común, como, por ejemplo, la misma nuestra antes de que se nos inutilizara para la vida con la fementida distinción que comunica la cultura, habría sido simplemente un acto de buen sentido. Un casamiento por amor es el ideal acariciado. Sacar a una niña linda, dulce y buena de la pobreza. Sentarla a nuestro lado, y retemplada el alma por el amor, dominar la fortuna e ilustrar un nombre que legar a los hijos de ese amor. ¡Oh!, eso sí que es planta salvaje de nuestra alma, eso sí que se piensa con amor y se acaricia.

Sólo que es pura retórica. Es como si nos echásemos a cuestas un fardo para subir una pendiente que hasta solos nos fatiga. Y luégo el más allá surge muy triste. Que ese movimiento cerebral no se extingue con nosotros sino que se transmite con la herencia. Y figúrate qué obsesión ésa de unos hijos atormentados con los mismos infiernos que a nosotros nos atormentan. Estar seguros de que esa lucidez intelectual, que tan graciosa hace la niñez, ha de ser en el hombre un tormento, un estorbo para la vida. Concie ese sufrir de un padre que lega a sus hijos una intelectualidad que ha ser su martirio, como lo fue suyo, y no les puede legar riquezas. Figurarse a la sangre de su sangre recorriendo esa pendiente triste a que lleva la miseria: la taberna, las borracheras abyectas, el delito. O pensar que su hija ha de ser risible, cursi, sólo porque es distinguida no teniendo derecho de serlo, es decir, porque no tiene riquezas.

─Es que tú agrandas demasiado las cosas ─contestéle─. ¿Por qué ha de ser cursi una joven por el hecho solo de ser pobre y distinguida?

─Dame que no ─me replicó─ que lleve su pobreza con dignidad serena. Te concedo aún más: que el dominio sobre sí misma, el conocimiento reflexivo de su situación cincelen una de esas criaturas discretas y tranquilas que poseen encantos tan altos. ¿Crees tú que eso es justo? ¿Crees que la floración opulenta de la juventud se hizo para eso? ¡Oh!, figúrate una joven que mira desde lejos, y siente, como cosa vedada para ella, la crepitación fecunda de la vida. Que inclinada sobre su labor oye en la calle inundada de luz las pisadas alegres de las que fueran sus compañeras de colegio que van a divertirse. Que en alta noche, desde su lecho solitario de doncella, oye los ecos de apasionada serenata a otras rejas dada, y que sin embargo sonríe a su padre, acaricia a su madre y llora por dentro. ¡Oh!, para un padre de corazón debe ser preferible a esto el espectáculo del hijo que se encanalla!

Y lo peor ─añadió─ es que este vivir solitario del soltero no tiene maś encantos. Toda esa vida inmensa, que es como la proyección misma del haber vivido: aspiraciones burladas, temerarios anhelos, todo lo que queda en el fondo, toda la amargura que deja el diario afanar de lo presente, todo eso inexpresable, invivible; ese vagor infinito de la vida, ¿a quién se lo contamos? ¿Sobre qué pecho amigo de madre o de esposa dejamos caer nuestras lágrimas y nuestras confidencias? ¡Oh!, en vez de eso buscamos alivio en el seno de la sensualidad que enerva y entristece. Y después se quejan los poetas porque sufren dolores de parto en la producción de sus poemas; porque sus más bellas imágenes son sangre de su corazón; empero, ellos en cambio pueden contar a la humanidad entera sus pesares, y sentir los goces inefables de la paternidad al dar forma exterior a lo que sienten, en tanto que nosotros, los náufragos de la vida, sufrimos tanto como ellos, ¿y qué creamos?

¡Y qué hacer! ─continuó─. Ni siquiera me sublevo; que tengo un convencimiento triste y tranquilo de que todo pasa como debe pasar; de que el egoísmo es la ley del mundo, porque debe ser así; que en esta lucha de selección social el débil está destinado a abonar con sus despojos el humus en donde el fuerte se levanta. Y ya que no he de poder triunfar en la vida, busco siquiera el triste placer de elegir el lodazal en donde deba consumirme.

* * *

Y lo decía de veras. Ya no bebía por placer: bebía por necesidad, vaso sobre vaso, para entumecer su dolor. Porque sufría, sí, se le veía en la presión de los ojos humedecidos que me miraban recelosos, buscando en mí también ese gesto de indiferencia y de burla que creen hallar en todos los rostros los que sienten la convicción dolorosa de su impotencia. Luégo sus ojos se velaron estúpidamente. Forcejeaba, balanceándose, por encender con una cerilla un cigarrillo mal doblado que tenía entre los labios; su lengua patinaba sobre el paladar sin poder asirse para producir un sonido articulado. Después dobló la cabeza y se quedó dormido.

Y fue a dar a la cárcel esa noche.

* * *

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