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Lectura recomendada: "Universidad y sociedad" de Rafael Gutierrez Girardot

Ensayo de Rafael Gutierrez Girardot donde el autor enfoca los problemas de la universidad colombiana y latinoamericana a partir del legado cultura contrareformista, que deriva en la aceptación o rechazo dogmático, acrítico, de cualquier idea "extranjera"; y trata, entre otras cosas, de cómo el desprecio por la universidad en Colombia se emparenta con la criminalidad.

I

La creciente democratización de la sociedad –independientemente del grado y de las causas en los diversos países– ha obligado a revisar la tarea y la función de la universidad y a realizar reformas universitarias que satisfagan esa nueva tarea. Bajo el impulso del movimiento estudiantil del 68, que pretendió acabar con una tradición secular universitaria en Europa, esas reformas impusieron una mayor o menor democratización de la universidad (como en Francia y en la República Federal de Alemania) que en la praxis se convirtió en una burocratización y finalmente en una profunda perturbación de la investigación y la docencia, que no fue compensada por ninguna de las expectativas que despertó la reforma. Antes por el contrario. La burocratización aniquiló los efectos que se buscaba lograr con la democratización, es decir, más transparencia en las decisiones y proyectos de investigación y docencia, y abrió las puertas a la manipulación de esas decisiones y proyectos por grupos que, consecuentemente, velaban por sus intereses, ahondando así las hendijas que se habían labrado en la idea primigenia de la universidad, en la relación entre discentes y docentes. Los promotores e ideólogos de esas reformas –provenientes casi siempre de los sociólogos de diversa observancia política, pero aunados por la tecnocracia implícita en la sociología moderna [2]– han callado ante los resultados negativos de sus reformas. Pues si en la universidad que ellos reformaron fueron posibles Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, Helmut Schelsky y Jürgen Habermas, Raymond Aron y Henri Lefebvre, en la universidad reformada desapareció la posibilidad de esos contrastes, es decir, de esas personalidades, que fueron sustituidas por grupos de composición variable, necesariamente anónimos y consecuentemente mediocres. Losgrupos no podían sustraerse a la llamada dinámica del grupo, a la formación de una jerarquía inexpresa pero eficaz, que rehuía su responsabilidad y la imputaba al grupo. La democratización de la universidad se convirtió en la manipulación irresponsable de las jerarquías veladas de los grupos que no siempre cooperaban. Los reformadores de la universidad contaban con una sociedad abstracta, con un hombre puro, con grupos formados por versiones modernas de San Francisco de Asís, y destruyeron los controles recíprocos que habían establecido en la universidad anterior un ethos universitario, personal y científico, y la competencia científica fundada en ese ethos [3]. En una universidad en la que las decisiones sobre la investigación y la docencia son anónimas –o aparentemente anónimas– y en la que las opiniones científicas, los puntos de vista, las prioridades, ya no se imponen por su fuerza de convicción sino por medios administrativos –la decisión del grupo–, ya no tiene sentido el ethos personal universitario y científico, pues lo relevante es la decisión del grupo, que es anfibio, esto es, jerárquico y anónimo. Se trasladó el modelo de trabajo científico de las ciencias naturales a todas las ciencias, sin percatarse de que el hecho de que la época presente es la época de esas ciencias, no significa que todo tiene que regirse por ellas. El resultado de estas reformas democratizadoras de la universidad, esto es, el descenso de la calidad y de la productividad científicas y la creación de profesionales robotes, impersonales, apolíticos, plantea un problema central, es decir, obliga a variar la perspectiva desde la cual se ha tratado hasta ahora el tema de la universidad (el de su misión, el de su función, el de su tarea). El problema es anterior al de la libertad de enseñanza, la busca de la verdad, la ciencia, la comunidad de docentes y discentes, etc., etc. (Ortega, Jaspers, Heidegger, entre otros). Es el problema de la forma de relación entre la sociedad y la universidad.

II

En los países europeos con una larga tradición universitaria, a la que estos países deben en parte muy considerable su progreso económico y científico, en los que, pues, la universidad y su cuerpo docente han gozado, por eso, de un estatus social racional y pragmáticamente privilegiado, este problema parte de la pregunta crucial de si la democracia –es parcial– puede y debe extenderse hasta el punto de que ella misma aniquile sus presupuestos, esto es, sus bases materiales que proporciona la universidad: el progreso científico, la reflexión sobre sus medidas legislativas, el esclarecimiento teórico de la condición humana, de la religión, de la libertad, de las formas de gobierno; en una palabra: la crítica permanente de la vida humana. Esta pregunta implica una diferenciación del concepto de democracia, de sus límites y de sus posibilidades reales de aplicación eficiente a una institución como la universidad, cuyos principios esenciales, esto es, la crítica, la libertad de enseñanza y la colaboración entre docentes y discentes son principios sustanciales de toda democracia. La democracia política y social no implica una totalización de sus procedimientos ya que la pretensión misma de totalización anula el presupuesto de toda democracia y desconoce la especificidad de instituciones peculiares como la universidad. La diferenciación del concepto de democracia significa una nueva definición de las relaciones entre la sociedad y una universidad que se acomode a las exigencias de la democratización de la sociedad, sin que por ello descuide o pervierta su tarea y su misión. Pero esta nueva definición solo es posible en sociedades con una larga tradición universitaria y científica, es decir, en sociedades en las que ha existido una auténtica relación con la universidad y en las que la institución universitaria ha tenido un estatus social especial, propio de su tarea, de su función y del papel que juega el saber en dichas sociedades.

Tal no es el caso en las sociedades hispánicas. En ellas no hay que definir de nuevo, ni siquiera definir por primera vez esa relación. En ellas hay que crearla, es decir, poner de presente la significación vital de las universidades para la vida política y social, para el progreso, la paz y la democracia eficaz y no solamente nominal. Con otras palabras: para establecer una relación entre universidad ysociedad en los países hispánicos, es necesario demostrar a esas sociedades que el saber científico no es comparable con un dogma, que es esencialmente anti-dogmático, que el provecho inmediato del saber científico no es reglamentable ni determinable por ningún grupo de la sociedad, sino que surge de la libertad de la investigación, de la libertad de buscar caminos nuevos, de descubrir nuevos aspectos por vías que a primera vista no prometen resultados traducibles en términos económicos; que, finalmente, el saber científico y la cultura no son ornamentos, sino el instrumento único para clarificar la vida misma del individuo y de la sociedad, para cultivarla y, con ello, pacificar y dominar la violencia implícita en la sociedad moderna burguesa, esto es, en la sociedad en la que todos son medios de todos para sus propios fines, en la sociedad egoísta. Resulta patético decir que un libro es bueno cuando el lector sufre una transformación después de su lectura. Pero el lector de una novela de Galdós como Doña Perfecta (1876) podrá conocer en ella las raíces más inmediatas del fanatismo que domina la vida social hispánica; y el lector de una investigación como la de José Luis Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas (1976), podrá despejar su patriotismo puramente sentimental y obtener una noción de lo que significa la historia y la sociedad a la que él pertenece. Esas clarificaciones no lo enriquecen informativamente, pues este enriquecimiento –si así cabe llamarlo– es resultado marginal de la lectura. Estas clarificaciones tienen una función antropológica, es decir, lo hacen consciente de su condición humana y de su vida social e histórica, lo capacitan, pues, a moverse con lucidez y provecho en su mundo, en el mundo.

Con sorpresa resentida apuntó Ramiro de Maeztu en un artículo de 1913 desde Marburgo que la fe de los protestantes de que “nosotros somos los buenos”, que “con esa fe en su raza y en su cultura” los protestantes “han creado las primeras ciudades de Europa y del mundo, las mejores universidades, la técnica, la máquina, la ciencia, aquello con lo que España fue vencida en Cavite y en Santiago de Cuba” [4]. Maeztu interpretaba de manera abreviada y con intención de disculpa la obra de Max Weber La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905). La tesis de Weber es más compleja y el problema del capitalismo es mucho más plurívoco. Y pudo servir de ambigua disculpa de la decadencia de España no solamente porque en Maeztu reaccionó defensivamente –“los otros siempre tienen la culpa”– sino porque omitió tener en cuenta lo que su compatriota José Ortega y Gasset había comprobado, suscitado por Nietzsche y Max Scheler, en el prólogo a las famosas Meditaciones del Quijote (1914), dedicadas precisamente a Maeztu “con un gesto fraternal”, esto es: “Los españoles ofrecemos a la vida un corazón blindado de rencor, y las cosas rebotando en él, son despedidas cruelmente. Hay en derredor nuestro, desde hace siglos, un incesante y progresivo derrumbamiento de los valores” [5]. No la fe de los “protestantes en su raza y en su cultura”, sino el “corazón blindado de rencor” inaccesible a las cosas, esto es, al mundo, y el consecuente “incesante y progresivo derrumbamiento de los valores”, crearon la posibilidad de que “los otros” vencieran a España. Este “corazón blindado de rencor”, este “incesante y progresivo derrumbamiento de los valores”, que Ortega complementa con su ejemplar descripción de la “envidia hispánica” (“El rencor es una emanación de la conciencia de inferioridad. Es la supresión imaginaria de quien no podemos con nuestras propias fuerzas realmente suprimir. Lleva en nuestra fantasía aquel por quien sentimos rencor, el aspecto lívido de un cadáver; lo hemos matado, aniquilado con la intención. Y luego al hallarlo en la realidad firme y tranquilo, nos parece un muerto indócil” [6]), es inaccesible a toda clarificación, a todo enriquecimiento, al saber y a la cultura. Es un factor de destrucción y violencia: cabe aplicar sin modificaciones las observaciones de Ortega sobre el rencor de los españoles al caso de los hispánicos.

¿Pero cómo demostrar al que quiere ser ciego la importancia de la luz y de la vista? La pregunta se agrava si se tiene en cuenta que este “corazón blindado de rencor” que rechaza las cosas tiene su correlato inevitable en el velo con que se cubre y que hace posible la convivencia, esto es, en esa otra forma de rechazar las cosas que es la frivolidad. Rencor y frivolidad barbarizan, primitivizan la vida social, así lo intuyó Bolívar y así lo formuló Juan gustín García, entre otros, en su libro La ciudad indiana (1900) cuando comprobó que “la ciencia pura y desinteresada, noble y fecunda, el alma mater de los pueblos históricos, no tiene un solo instituto en la ciudad [en la sociedad, R.G.G.], y en su faz profesional se la considera como un lujo que deben pagarse los ricos. Si esto sigue, y parece que seguirá, no sería extraño que alcanzáramos el parecido en las formas, y entonces habríamos caminado un siglo para identificarnos con el viejo régimen” [7]; y, además, rencor y frivolidad hacen inmune la vida social contra todo intento de clarificación, de transparencia social y moral, de respeto al ser humano, de solidaridad social y de pacificación.

El problema de la creación de las condiciones para que haya una relación adecuada entre universidad y sociedad en los países de lengua española no se soluciona institucionalmente. Pues el menosprecio de la ciencia y de la cultura, que es una consecuencia inmediata del rechazo de las cosas y del rencor, solo puede ser superado por una reflexión histórica y sine ira [8] sobre un elemento sustancial de las sociedades hispánicas, esto es, la religión católica en su versión española contrarreformista y como una institución de poder terrenal que en beneficio del dogma ha constituido un factor esencial del estatismo de las sociedades hispánicas. Y aquí cabe preguntar si esta institución se encuentra interiormente dispuesta y en capacidad de aceptar y de contribuir a esa reflexión, de superar el largo letargo intelectual y su evidente esterilidad teológica, que no superan, sino confirman figuras como el confuso Camilo Torres o el pretencioso y cantinflesco teofilósofo Enrique Dussel. La pregunta es legítima porque esta institución ha dominado la vida social y cultural de los pueblos hispánicos durante siglos, es decir, porque el estado actual de esas sociedades así como su historia es resultado, en parte considerable, de ese dominio. La pregunta no tiene intención polémica porque basta comparar la teología católica contemporánea europea con la hispánica para comprobar que esta no tiene una sola figura que se acerque a Yves Congar, a Karl Rahner o a Gaston Fessardy, ni siquiera a los que simpatizan con la llamada “teología de la liberación” latinoamericana como Metzo Rentdorff, con ese peculiar movimiento caritativamente demagógico que critica el eurocentrismo –mal entendido– y la ciencia para justificar y encubrir su carencia de rigor y claridad intelectual. Esta esterilidad pone en tela de juicio la disposición y capacidad de la institución para el diálogo crítico sobre el efecto de su poder y de su comprensión del catolicismo en la historia y en la sociedad de los pueblos hispánicos.

III

Si se tiene en cuenta que durante más de tres siglos –en España, en la América hispánica puede ser uno menos– los niños hispánicos han aprendido a descifrar el mundo con el Catecismo de la doctrina cristiana del Padre Gaspar Astete, que apareció por primera vez en 1599, no es difícil deducir que los niños de los siglos XVIII, XIX y XX han sido acuñados en un momento decisivo de su socialización por una concepción del mundo y de la vida no solamente anacrónica, sino determinada por los problemas de militancia que acosaron al catolicismo español del siglo XVI, por los problemas que le plantearon la Reforma de Lutero y el erasmismo. Tras su forma simple de preguntar y de responder, tras su apariencia racional, se oculta la intolerancia y su forma decisionista de pensamiento (“sí o no como Cristo nos enseña”, que impone naturalmente el sí y crea la noción de “amigo-enemigo”, popularizada luego en la asignatura de “Historia sagrada” con la frase de Cristo: “el que no está conmigo está contra mí”). Para el niño, el mundo histórico se reduce a los partidarios del “sí”, los buenos y católicos, y los del “no”, necesariamente los malos por no católicos. Esta estructura antagonista se profundiza cuando en el curso de los estudios al adolescente se le enseña a odiar literalmente a todas las figuras históricas que dijeron “no” al Padre Astete y a lo que él representaba, a los “otros” que, para agravar la maldad, no eran españoles. El odio trajo como consecuencia la calumnia y la deformación, y al mismo tiempo la hipocresía: se condenaba a Lutero moralmente por haber roto con el mandamiento del celibato, pero se callaban cuidadosamente las intenciones del erasmismo, las disposiciones del famoso Cardenal Cisneros, esto es, hacer que los clérigos obedecieran el mandamiento del celibato. No solamente los informes de católicos inocentes a sus obispos a lo largo de todos los siglos, ni el Lazarillo de Tormes, ni los chistes sobre las amas de casa de los presbíteros, ni los hechos que, en muchos casos, sirvieron de material a las novelas como Aves sin nido (1889) de la peruana Clorinda Matto de Turner, o que en otros alcanzaron gloria como el del abuelo presbítero de César Vallejo, daban testimonio, entre muchos más, que los clérigos católicos eran moralmente peores que Lutero. Los “otros” son los malos. De Voltaire se decía que murió vomitando en la bacinilla mientras decía el famoso écraser l’infâme [9]. Odio y calumnia crearon una “retórica” de la tergiversación, que va desde estos rechazos de Lutero y de Voltaire y de tantos otros, pasa a finales del siglo XIX por la iracunda condenación de Marcelino Menéndez y Pelayo de la filosofía moderna, principalmente alemana, de los “enemigos de nuestra raza”, continúa en las manifestaciones de un jesuita, Aicardo, quien en un sermón pronunciado en Sevilla en 1908 se indigna de que en España se enseña “impunemente la filosofía de Kant, de Krause, de Schopenhauer, el materialismo, el positivismo, el transformismo” y de que “admitimos el liberalismo, la libertad de imprenta y hasta de la carne” [10]; todo esto florece en Colombia, entre otros países más, cuando el Rector Magnífico de la Universidad Pontificia Bolivariana (pobre Bolívar), Monseñor Félix Henao Botero, asegura que la criminalidad se debe al marxismo, y explota por el momento, pero sin romper el continuum de la tergiversación, con la teología de la liberación que solo desplaza los acentos del “sí o no” y fomenta, con una arrogancia realmente episcopal, un fascismo a lo Mussolini, es decir, mediterráneo, para usar un vocablo de esa pésima caricatura de Giovanni Gentile que es el “Prof. Dr. Enrique Dussel”, tan enemigo de lo europeo, del título mismo con que se adorna.

Desde Ignacio de Loyola hasta Enrique Dussel –guardadas las proporciones, naturalmente– los mensajeros de la anunciación del amor cristiano han enseñado odio, violencia, tergiversación, simulación. Odio hacia sí mismo, sadismo, predican los Ejercicios espirituales del insigne jesuita vasco. Ese es el efecto de la militancia. De esta proviene, entre otras cosas más, la violencia, que a su vez condiciona la una y el otro. René Girard asegura que la violencia es propia de todo culto, de “le sacré” [11], tesis que fundamenta con interpretaciones de las tragedias griegas. Nietzsche, en cambio, interpreta al cristianismo como violencia, pese a sus pocos elogios al cristianismo y a los cristianos [12]. No es del caso detallar más estas observaciones, para cuya fundamentación empírica hacen falta trabajos de sociología y psicosociología de la religión en los países de lengua española y trabajos teóricos generales con material de la experiencia hispana[13]. Aunque las deducciones de estas observaciones tienen por eso un carácter necesariamente hipotético, es posible encontrar en otras fuentes los efectos de estas actitudes. Pese a que el catolicismo en la América hispánica ha entrado en un proceso de secularización [14], las profundas y seculares huellas de su dominio constituyen lo que, variando una fórmula de Hegel (“la astucia de la razón” que “hace operar para sí las pasiones”), cabría llamar la “astucia de la teología”. Pues esas huellas son una forma dogmática de pensamiento (“sí o no”) que impide precisamente una recepción provechosa de las corrientes y críticas de los “otros”, llámense modernas por los unos o europeas creadoras de dependencia por los otros. Las fuentes en las que se encuentran estas huellas no son solamente los partidos políticos, sino también la recepción del pensamiento europeo. Lo que se llama moda en esa recepción se debe principalmente a la forma dogmática de pensamiento –generadora y a la vez producto de la frivolidad– que se enfrenta a las diversas corrientes del pensamiento como si ellas no fueran proposiciones teóricamente fundamentadas de la solución de un problema, sino como si fueran otros dogmas nuevos. Llega a ser hasta punible poner en tela de juicio a un autor europeo como Foucault o a un simulador de europeidad como Ortega y Gasset. Sin discusión alguna de las corrientes, se pasa de Lukács al estructuralismo, de este al maoísmo, del neomarxismo a la semiótica, de Heidegger a la filosofía analítica inglesa, o se combina una de estas corrientes con otra completamente contradictoria a aquella. Las nuevas corrientes son como escapularios. Y como no se las conoce adecuadamente, como no se las pone en tela de juicio, puede ocurrir también que se conserven como reliquias sagradas corrientes y teorías que hace tiempo perdieron la validez de lo que proponían. En este curioso mercado de escapularios y reliquias, en esta feria de vanidades, de dogmas, el pensamiento ha sido degradado al ornamento intimidante y a la simulación.

Odio, tergiversación, simulación, dogmatismo, polarización de la vida social y cultural, la violencia de “le sacré” son precisamente el elemento contrario a la libertad del saber, a la búsqueda del conocimiento, al ethos intelectual, a la tolerancia y a la crítica, es decir, a lo que constituye la universidad y en general la educación. Son factores de disolución, no de relación. A la contemplación de esa disolución se refería Ortega cuando en la frase ya citada de las Meditaciones del Quijote apuntaba el secular derrumbamiento de los valores. Proponía, en cambio, amor, en el sentido filosófico de la palabra, es decir, amor al saber y a las cosas. Pero ese postulado del amor –que es un elemento sustancial de la universidad– no bastó para detener el derrumbamiento de los valores. Ortega sucumbió a la “astucia de la teología”: su empresa de una universidad ejemplar por su responsabilidad y su trabajo fue víctima de la violencia que reinaba en la sociedad española; él mismo se sometió a las reglas seculares de la simulación, del pensamiento como ornamento e instrumento de prestigio social, y al cabo enseñó todo lo contrario de lo que predicaba: rigor. Inició, o mejor, prosiguió los esfuerzos de renovación que en el mundo hispánico habían cristalizado no solamente en la obra de los krausistas españoles, sino también de un Sarmiento, de un Hostos, de un José del Perojo, de Rubén Darío, del “indio divino” y “domesticador de palabras” a cuya obra debe el europeo Ortega la amplitud del horizonte y el arte de su prosa. Pero esa continuación de las difíciles auroras solo aumentó la nostalgia de una universidad y de una vida intelectual capaces no solamente de lograr el despliegue humano intelectual de los países de lengua española, sino de detener la violencia y el dogmatismo militantes de dos castas descendientes de la jerarquía feudal de la Edad Media: los “oradores” y los “guerreros”, es decir, los cruzados profesionales de un culto religioso y los clientes de una jerarquía humillante y violenta, de la Institución de “le sacré” y de los beneficiarios de ese culto: dos instituciones que no solamente debilitaron la convivencia en la sociedad civil, sino que se convirtieron en los primeros y más sañudos estamentos contra ella. La vida social como convento, la sociedad civil como cuartel... y la verdad como producto y posesión de estos anacronismos violentos: ¿qué puesto se le concede en esta sociedad a la universidad? Los que dan órdenes y están habituados al sinsentido de la obediencia ciega –al arzobispo o al general– solo pueden considerar que el sapere aude [15] es subversivo. Pero ya se sabe que subversión es para ellos todo lo que no sea dogma y comando.

IV

El establecimiento de una relación entre la sociedad y la universidad supone el respeto de los “oradores” y los “guerreros” por la sociedad civil. Ese respeto se manifiesta en el reconocimiento de que la sociedad civil y el país no son tierra de misiones ni campo de ejercicios y de maniobras bélicos. Mientras estas instituciones y las clases que se benefician del estatus quo no estén dispuestas y en capacidad, de comprobar que el orden que pretenden salvaguardar ha perdido toda validez, no solo porque es anacrónico sino porque engendra violencia; que ese orden ha conducido al derrumbamiento de los valores y ha corrompido a la sociedad hasta los huesos, es ilusorio esperar que la universidad signifique para esa sociedad algo más que una prolongación del bachillerato o, lo que es peor, una oportunidad de enriquecimiento. El sistema educativo colombiano está determinado por la deformación del principio liberal de la iniciativa privada, complementado por una abreviada interpretación de la libertad de enseñanza, que fomenta el egoísmo, profundiza de manera arrogante la división de las clases sociales e inculca en los privilegiados –y consecuentemente, en los no privilegiados– la ambición del enriquecimiento fácil y rápido. ¿Cómo han de sorprender la mafia y los demás fenómenos de delincuencia como el secuestro, etc., es decir, modos de enriquecerse fácil y rápidamente, si el sistema educativo de la libertad de enseñanza y de la iniciativa privada enseña a enriquecerse rápida, fácil y desconsideradamente? Para los no privilegiados, la educación de los hijos es un peso, un sacrificio. ¿Cómo esperar que esa mayoría tenga una imagen cabal de lo que es una universidad, de lo que una universidad puede lograr para la pacificación, la libertad, la justicia social y el mejoramiento y sostenimiento de estos bienes? Para una sociedad cuyo sistema educativo se asemeja cada vez más a los anacrónicos clubs, la universidad solo puede tener una función marginal y parcial: la de corresponder a las necesidades simplemente mercantiles de los ambiciosos de enriquecimiento. Ellos no pueden saber –y posiblemente no quieren saber– que la primera condición para el enriquecimiento de un país es una universidad autónoma, en la que la industria, consciente de su papel en la sociedad moderna, solo tiene una tarea: la de fortalecer esa autonomía y la libertad de enseñanza por medio de donaciones. La autonomía universitaria y la libertad de enseñanza –no la de fundar colegios y universidades– son los presupuestos para que la universidad produzca patentes, inventos y clarificaciones, es decir, para que cumpla con su tarea social. La producción científica tiene leyes propias que no pueden ser sometidas a necesidades mercantiles inmediatas sin que dichas leyes se supriman automáticamente.

El respeto a la autonomía universitaria y a la libertad de enseñanza son las primeras condiciones para esbozar un sistema educativo adecuado a la tarea y función de la universidad en una sociedad democrática, es decir, un sistema educativo que ponga el acento no en el lucro, sino en la preparación eficiente –no en la producción de cartones– de los diversos profesionales que requiere la sociedad. Este sistema educativo no será posible mientras la sociedad y las instituciones que la rigen no abandonen los supuestos dogmáticos de sus concepciones de una vida social y cultural, mientras se conciba a la universidad y a los colegios que preparan al ingreso a ella como clubs o como tierras de misión o como las dos cosas a la vez.

Tan solo entonces cabrá hablar de una relación entre la universidad y la sociedad, y tan solo entonces será oportuno proyectar una universidad eficaz, con ethos universitario, en la que los estudiantes y los profesores colaboren y diriman entre sí las inevitables discordias de toda agrupación social, en que no solamente se produzca efectivamente ciencia, sino se dé ejemplo de paz, solidaridad social y libertad. La universidad no es solamente el reflejo, sino consecuentemente el producto de una sociedad. Una sociedad discorde, un estrato dirigente dogmático y egoísta, miope y vanamente arrogante solo puede admitir universidades y colegios que mantengan y profundicen la situación. Es vano tratar de convencerlo de que “saber es poder”, porque tergiversará una vez más el sentido de principios racionales como el de la libertad de enseñanza, de esos principios que posibilitaron todo lo que ocasionó la obstinada amargura de Maeztu.

La reciente historia de las sociedades hispánicas ha demostrado hasta la saciedad y la destrucción de sí mismas, que la sustancia dogmática que se les ha impuesto, que la astucia de la teología sofocó las fuerzas creadoras y regeneradoras que desencadenó la Independencia, es decir, que impidió que se las asimilara y se las continuara y enriqueciera como se asimila y enriquece una tradición, es decir, que ellas se convirtieran en la nueva y propia tradición. Lo que importó a Marcelino Menéndez y Pelayo –Papa de la crítica latinoamericana en más de medio siglo– y a sus seguidores, como los Amunátegui, al juzgar la obra de Andrés Bello, concretamente su significativa Filosofía del entendimiento (aparecida póstumamente en 1881) fue única y exclusivamente comprobar que Bello no había abjurado de ningún dogma católico. Dogmáticamente, la calificaron de ecléctica. Este juicio, más propio de un confesionario que de una reflexión, y la beatería con que se juzgó, para tranquilidad de los clientes del dogmatismo, la traducción de “La oración por todos” de Hugo por Bello, contribuyeron a minimizar la importancia de Andrés Bello en su cuidadoso intento de modernizar –sin las polémicas con que lo había intentado el prodigioso Sarmiento– a la América hispánica. Esta miopía o dogmatismo –es una tautología– condujo a pasar por alto, durante mucho tiempo, el famoso “Discurso de inauguración de la Universidad de Santiago de Chile”. Con esa clara densidad que ha caracterizado la mejor prosa de lengua española, la de Sarmiento, la de González Prada, la de Henríquez Ureña, la de Alfonso Reyes, la de Mariano Picón Salas, la de Jorge Luis Borges, Bello definió en ese memorable “Discurso” las tareas fundamentales de la universidad en la América hispánica, que se pueden resumir en una: la asimilación crítica del saber europeo, la cual pondrá de presente que hemos merecido y correspondido a la Independencia. En su tiempo, fue una certidumbre, hoy es un desafío múltiple a los descendientes de todos los colores políticos del dogmatismo y de la violencia de “le sacré”, en sus diversas formas.

Si el patriotismo ha de ser más que un folklore sacro y un abuso de los beneficiarios del poder que se identifican con la patria, entonces será preciso esperar que estos demagogos sean empujados por el desarrollo internacional a comprender que el concepto y la realidad de la patria han dejado de ser fascistoides, es decir, nacionalistas y dogmáticos y sacrales, que patria es primariamente paz, libertad, dignidad humana, solidaridad social, y la tradición que las funda e impulsa. Alma mater se llama a la universidad: ella puede ser la madre de la paz, de la democracia, de la justicia. Pero universidad y dogma se excluyen. ¿Qué fuerza llevará a la sociedad colombiana a comprender estos elementos esenciales de la vida social moderna? ¿Quizá la curiosamente llamada universidad pública? (Universidad privada es una contradictio in adjecto). Usque tandem? [16]

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