top of page

Lectura recomendada: "Las grosellas" de Antón Pávlovich Chéjov

Actualizado: 26 feb 2019

(1898)

Desde la mañana temprano todo el cielo se cubrió de nubes de lluvia; el ambiente era suave, tibio y pesado, como en esos días grises y encapotados, cuando sobre los campos se amontonan largo tiempo gruesas nubes que amenazan lluvia, que no acaba de caer. El veterinario Iván Ivánich y el profesor de instituto Burkin estaban fatigados de la marcha y los campos les parecían infinitos. En lontananza apenas se distinguían los molinos de viento de la aldea de Mironósitskoie; a la derecha se extendía una cadena de colinas que se perdía en la lejanía, detrás de la aldea; ambos sabían que era la orilla del río, que allí había praderas, sauces verdes, casas señoriales, y que, si se subía a una de esas colinas, se divisaba otro campo igual de inmenso, postes de telégrafo y un tren que desde lejos parecía una oruga que se arrastrara por la tierra; con tiempo despejado desde allí podía verse hasta la ciudad. Ese día el tiempo era sereno, toda la naturaleza tenía un aspecto delicado y pensativo; Iván Ivánich y Burkin se sentían penetrados de amor por esos campos y ambos ponderaban la grandeza y belleza de esa región.

—La última vez que estuvimos en el granero del starosta Prokofi —dijo Burkin—, se disponía usted a contarme una historia.

—Sí, en aquella ocasión quería hablarle de mi hermano.

Iván Ivánich exhaló un prolongado suspiro y encendió la pipa, con intención de dar comienzo a su relato, pero en ese mismo instante empezó a llover. Cinco minutos después caía una lluvia cerrada y copiosa, cuyo final no resultaba fácil predecir. Iván Ivánich y Burkin se detuvieron, sin saber qué hacer; los perros, ya mojados, estaban inmóviles, con el rabo entre las piernas, y les miraban con ternura.

—Tenemos que refugiarnos en algún sitio —dijo Burkin—. Vamos a casa de Aliojin. Está cerca.

—Vamos.

Torcieron a un lado, atravesaron un campo de rastrojos, tan pronto avanzando en línea recta como girando a la derecha, y acabaron desembocando en un camino. Pronto divisaron unos álamos, un jardín, y algo después los tejados rojos de unos graneros; centelleó el río y ante ellos surgió una vasta extensión de agua con un molino y una blanca caseta de baños. Era Sófino, donde vivía Aliojin.

El molino estaba funcionando y apagaba el rumor de la lluvia; la presa vibraba. Cerca de los carros había unos caballos mojados, con la cabeza gacha, y algunas personas iban y venían, protegiéndose de la lluvia con sacos. El lugar era húmedo e inhóspito y estaba embarrado; el agua tenía un aspecto frío y maligno. Iván Ivánich y Burkin estaban empapados y sucios, sentían malestar en todo el cuerpo y las piernas pesadas por el barro; atravesaron la presa y subieron hasta los graneros de la hacienda; iban en silencio, como si estuvieran enfadados.

En uno de los graneros zumbaba una aventadora; la puerta estaba abierta y por ella se escapaba una nube de polvo. En el umbral estaba el propio Aliojin, hombre de unos cuarenta años, alto, grueso, con cabellos largos, más parecido a un profesor o a un pintor que a un propietario rural. Llevaba una camisa blanca, que hacía tiempo no se lavaba, un cinturón de cuerda y unos calzones en lugar de pantalones; sus botas también estaban manchadas de barro y paja. Tenía la nariz y los ojos negros de polvo. Reconoció a Iván Ivánich y Burkin y pareció alegrarse mucho de verlos.

—Por favor, señores, entren en la casa —dijo, sonriendo—. En seguida estoy con ustedes.

Era un edificio grande, de dos plantas. Aliojin vivía abajo, en dos habitaciones abovedadas y con pequeñas ventanas, antaño ocupadas por los capataces; el mobiliario era sencillo y olía a pan de centeno, vodka barato y arneses. Apenas utilizaba las habitaciones principales del primer piso, sólo cuando había visitas. Iván Ivánich y Burkin fueron recibidos por la doncella, una mujer joven y tan hermosa que ambos se detuvieron a la vez y se miraron.

—No se imaginan ustedes cuánto me alegro de verlos, señores —dijo Aliojin, entrando tras ellos en el recibidor—. ¡La verdad es que no les esperaba! Pelagueia —añadió, dirigiéndose a la doncella—, traiga algo de ropa para que estos señores puedan cambiarse. Y ya de paso también me cambiaré yo. Pero será mejor que me lave primero; creo que no me lavo desde la primavera. Señores, ¿no quieren darse un baño en el río mientras aquí preparan todo lo necesario?

La bella Pelagueia, de aspecto tan delicado y frágil, trajo toallas y jabón, y Aliojin y sus huéspedes se dirigieron a la caseta de baños.

—Sí, hace tiempo que no me baño —dijo, mientras se desvestía—. La caseta la construyó mi padre y, como ven, es buena, pero nunca tengo ocasión de utilizarla.

Se sentó en un peldaño y se enjabonó los largos cabellos y el cuello; a su alrededor, el agua se volvió de color marrón.

—Ya lo veo… —dijo Iván Ivánich sin ambages, mirando la cabeza de su anfitrión.

—Hace tiempo que no me lavo… —repitió Aliojin, turbado, y volvió a enjabonarse; esta vez el agua adquirió un color azul oscuro, como tinta.

Iván Ivánich salió al exterior, se zambulló en el río con estrépito y se puso a nadar bajo la lluvia con grandes brazadas; sus movimientos provocaban olas, sobre las cuales se balanceaban blancos nenúfares; llegó hasta la mitad del cauce, se sumergió y, al cabo de un minuto, apareció en otro lugar y siguió nadando, hundiéndose a cada momento con intención de alcanzar el fondo. «Ah, Dios mío… —repetía con fruición—. Ah, Dios mío…» Fue hasta el molino, intercambió algunas palabras con los campesinos y dio la vuelta; cuando llegó a la mitad del río, se quedó flotando boca arriba, con la cara expuesta a la lluvia. Burkin y Aliojin ya se habían vestido y se disponían a marcharse, pero él seguía nadando y sumergiéndose.

—Ah, Dios mío… —decía—. Ah, Señor, apiádate de nosotros.

—¡Salga de una vez! —le gritó Burkin.

Regresaron a la casa. Sólo entonces en el gran salón de arriba encendieron la lámpara; Burkin e Iván Ivánich, ataviados con batas de seda y gruesas zapatillas, se sentaron en sendos sillones, mientras Aliojin, lavado, peinado y con una chaqueta nueva, iba y venía por la habitación, visiblemente satisfecho de esa nueva sensación de limpieza y calor, de sus ropas secas y su calzado ligero. Sólo cuando la bella Pelagueia, caminando sin ruido por la alfombra y esbozando una delicada sonrisa, trajo en una bandeja té y mermelada, Iván Ivánich dio inicio a su relato, que parecían escuchar no sólo Burkin y Aliojin, sino también las damas viejas y jóvenes y los oficiales que miraban con aire severo y apacible desde sus marcos dorados.

—Éramos dos hermanos —comenzó—, yo, Iván Ivánich, y Nikolái Ivánich, dos años más joven. Yo cursé estudios y me convertí en veterinario, mientras Nikolái empezó a trabajar a los diecinueve años en la delegación de Hacienda. Nuestro padre, apellidado Chimshá-Guimalaiski, era un antiguo cantonista, pero consiguió alcanzar el grado de oficial, dejándonos un título de nobleza hereditario y una pequeña hacienda. Aunque después de su muerte nos arrebataron esa propiedad en un pleito por deudas, no por eso dejamos de pasar la infancia en el campo, al aire libre. Lo mismo que los hijos de los campesinos, pasábamos el día y la noche en la llanura o en el bosque, cuidábamos de los caballos, arrancábamos la corteza de los árboles, pescábamos y nos ocupábamos de otras tareas semejantes… Y, como saben ustedes, aquel que al menos una vez en la vida ha cogido una perca o ha visto volar por encima de la aldea una bandada de tordos, una despejada y fría jornada de otoño, no será nunca un habitante urbano y hasta la muerte se sentirá atraído por la vida rural. Mi hermano languidecía en la delegación de Hacienda. Los años se sucedían y él seguía en el mismo lugar, escribiendo siempre los mismos documentos y pensando en una sola cosa: cómo regresar al campo. Esa nostalgia se fue transformando poco a poco en un deseo preciso, en un sueño: comprarse una pequeña propiedad a la orilla de un río o un lago.

»Era un hombre bueno y amable, y yo le tenía cariño, aunque nunca compartí su deseo de encerrarse toda la vida en una hacienda. Se suele decir que el hombre sólo necesita tres arshines de tierra, pero ése es el espacio apropiado para un cadáver, no para un hombre. También se afirma ahora que es bueno que nuestras clases ilustradas se sientan atraídas por la tierra y aspiren a tener una propiedad. Pero de esas propiedades se puede decir lo mismo que de los tres arshines. ¿Cómo puede llamarse vida a abandonar la ciudad, la lucha y el rumor de la existencia para encerrarse en una propiedad? Eso es egoísmo, pereza, una especie de monacato, pero un monacato sin ningún mérito. Lo que el hombre necesita no son tres arshines de tierra ni una propiedad, sino el globo terrestre, la naturaleza entera, para poder manifestar sin trabas todas las cualidades y peculiaridades de su espíritu libre.

»Mi hermano Nikolái, sentado en su oficina, soñaba con preparar un día su propia sopa de verduras, cuyo apetitoso olor se extendería por todo el patio; con almorzar sobre la hierba, dormir al sol, pasarse horas enteras sentado en un banco junto a la puerta, mirando los campos y el bosque. Los libros de agricultura y todos esos consejos que se dan en los almanaques constituían su alegría, su más preciado alimento espiritual; también le gustaba leer periódicos, pero sólo buscaba los anuncios de venta de tantas desiatinas de tierras de labor y prados, con casa señorial, río, jardín, molino y estanque. Y se representaba las avenidas del jardín, las flores, las frutas, los nidos de estorninos, las carpas de los estanques y otras muchas cosas del mismo jaez. Esos cuadros imaginarios variaban según los anuncios que caían en sus manos, pero, por alguna razón, en todos ellos había siempre grosellas. No podía imaginarse una hacienda o un rincón poético sin grosellas.

»—La vida en el campo tiene sus ventajas —decía a veces—. Puedes tomar el té en el balcón, mientras tus patos nadan por el estanque, el aroma de las flores se difunde por el aire y… las grosellas maduran.

»Trazaba el plan de su hacienda, y siempre lo concebía en los mismos términos: a) la casa de los dueños, b) la de los criados, c) el huerto, d) las grosellas. Vivía con estrecheces: no comía ni bebía lo que le apetecía, se vestía de cualquier manera, como un mendigo, y todo lo ahorraba y lo depositaba en el banco. Se hizo terriblemente avaro. Me daba pena verlo y trataba de ayudarlo, enviándole dinero y regalos los días de fiesta, pero también eso lo reservaba. Cuando a un hombre se le mete una idea en la cabeza, no hay nada que hacer.

»Pasaron los años, lo trasladaron a otro distrito, había cumplido ya los cuarenta y seguía leyendo los anuncios de los periódicos y economizando. Poco después me enteré de que se casaba. Siempre con el mismo objetivo, comprarse una hacienda con grosellas, contrajo matrimonio con una viuda vieja y fea, por la que no sentía el menor cariño, sólo porque tenía bienes. Una vez casado, siguió viviendo con estrecheces, haciendo pasar hambre a su mujer y apropiándose de su dinero, que metió en el banco a su nombre. La mujer había estado casada en primeras nupcias con un funcionario de correos y se había acostumbrado a los pasteles y los licores, pero con su segundo marido ni siquiera podía saciarse de pan negro; con semejante régimen de vida no tardó en languidecer y al cabo de unos tres años entregó su alma a Dios. Ni que decir tiene que mi hermano no pensó ni por un momento que él era el responsable de su muerte. El dinero, como el vodka, hace a los hombres extravagantes. En nuestra ciudad, por ejemplo, murió hace poco un mercader. Antes de morir pidió que le trajeran un plato de miel y se tragó con ella todo el dinero y los billetes para que nadie se aprovechara de ellos. Un día, en la estación, estaba examinando un rebaño, cuando un tratante de caballos cayó bajo una locomotora, que le cortó una pierna. Lo llevamos al hospital; la sangre manaba a chorro, la situación era espantosa; pero el herido solicitaba sin descanso que buscaran su pierna, lleno de preocupación; resultaba que en la bota de la pierna seccionada había diez rublos que podían perderse.

—Ésa es ya otra historia —dijo Burkin.

—Cuando murió su mujer —continuó Iván Ivánich, tras medio minuto de reflexión—, mi hermano empezó a buscar una propiedad. Naturalmente, aunque se pase uno cinco años buscando, al final acaba equivocándose y comprando algo muy distinto de lo que había soñado. Mi hermano Nikolái, a través de un intermediario, compró una propiedad hipotecada de ciento veinte desiatinas, con una casa para los dueños, otra para los criados y un parque, pero sin huerto de frutales, ni grosellas, ni estanques con patos; había un río, pero sus aguas eran de color café, pues a un lado de la propiedad había una fábrica de ladrillos y al otro un quemadero de huesos. Pero nada de eso pareció preocuparle; encargó veinte groselleros, las plantó y empezó su vida de hacendado.

»El año pasado fui a visitarlo. “Vamos a ver qué tal le va”, pensé. En sus cartas mi hermano llamaba a su hacienda “el Baldío de Chumbaroklov” o “Guimalaiskoie”. Llegué a Guimalaiskoie después del mediodía. Hacía calor. Por todas partes había zanjas, vallas, setos, hileras de abetos, de modo que uno no sabía cómo entrar en el patio o dónde dejar el caballo. Cuando me dirigía a la casa, salió a mi encuentro un perro gordo, de pelo rojizo, parecido a un cerdo. Quiso ladrar, pero la pereza se lo impidió. De la cocina surgió una cocinera, gruesa, descalza, también parecida a un cerdo, y dijo que el señor estaba haciendo la siesta. Entré en la habitación de mi hermano y lo vi sentado en la cama, con las rodillas cubiertas por una manta; lo encontré envejecido, obeso, fofo; sus mejillas, su nariz y sus labios tendían hacia delante, como si tuviera intención de gruñirle a la manta.

»Nos abrazamos y vertimos lágrimas de alegría y luego de tristeza, al pensar que antaño éramos jóvenes y ahora ambos peinábamos canas y estábamos a un paso de la muerte. Se vistió y se dispuso a enseñarme la propiedad.

»—Bueno, ¿qué tal te va? —le pregunté.

»—Por ahora, gracias a Dios, las cosas me van bien.

»Ya no era el pobre y humilde funcionario de antes, sino un verdadero hacendado, un propietario rural. Se había aclimatado y habituado al lugar y le había tomado gusto a esa vida; comía mucho, tomaba baños de vapor, había engordado, había entablado ya un proceso con la comunidad y con ambas fábricas y se ofendía muchísimo cuando los campesinos no le llamaban “excelencia”. Se preocupaba seriamente de su alma, como un verdadero señor, y realizaba buenas acciones, pero no de cualquier manera, sino con aire de importancia. ¿En qué consistían esas buenas acciones? Curaba todas las enfermedades de los campesinos con bicarbonato y aceite de ricino y el día de su santo hacía celebrar en medio de la aldea un servicio de acción de gracias y luego distribuía medio cubo de vodka, pensando que era algo necesario. ¡Ah, esos horribles medios cubos de vodka! Hoy un propietario gordo lleva a los campesinos ante el juez de paz acusándolos de meter el ganado en sus tierras y mañana, con ocasión de alguna fiesta, les ofrece medio cubo de vodka; ellos lo beben, gritan “hurra” y, ya borrachos, hacen profundas reverencias. La mejora en las condiciones de vida, la abundancia y la ociosidad desarrollan en el ruso la presunción más desvergonzada. Nikolái Ivánich, que cuando trabajaba en la delegación de Hacienda temía tener opiniones personales, hasta en su fuero interno, ahora sólo enunciaba verdades, con el aire de un ministro: “La instrucción es indispensable, pero para el pueblo aún es prematura”, “los castigos corporales en general son perjudiciales, pero en algunos casos resultan útiles e insustituibles”.

»—Conozco a mis gentes y sé cómo tratarlas —afirmaba—. Me tienen cariño. Basta que mueva un dedo para que hagan cualquier cosa que les pida.

»Y todo eso, fíjense, lo decía con una sonrisa bondadosa y discreta. Repitió unas veinte veces: “Nosotros, los nobles”, “yo, como noble”; sin duda se había olvidado de que nuestro abuelo era campesino y nuestro padre soldado. Hasta nuestro apellido Chimshá-Guimalaiski, verdaderamente absurdo, le parecía ahora sonoro, ilustre y muy agradable.

»Pero no se trataba de él, sino de mí. Quiero contarles el cambio que se operó en esas pocas horas que pasé en su hacienda. Por la tarde, mientras tomábamos el té, la cocinera puso sobre la mesa un plato lleno de grosellas. No eran compradas, sino de sus propios groselleros, las primeras que daban las matas desde que las habían plantado. Nikolái Ivánich se echó a reír y durante un minuto estuvo contemplando las grosellas en silencio, con lágrimas en los ojos —la emoción le impedía hablar—; luego se llevó una a la boca, me miró con el aire triunfante de un niño que por fin ha conseguido su juguete favorito y dijo:

»—¡Qué buena!

»Las comía con avidez, sin dejar de repetir:

»—¡Ah, qué buenas! ¡Pruébalas!

»Eran unas grosellas duras y ácidas, pero, como dice Pushkin, “un engaño que nos exalta tiene más valor para nosotros que mil verdades”. Contemplaba a un hombre que, sin ninguna duda, había visto cumplido su sueño más ansiado, había alcanzado el fin de su vida, había obtenido lo que quería y estaba satisfecho con su destino y consigo mismo. Mis pensamientos sobre la felicidad humana siempre han estado mezclados con elementos de tristeza y ahora, al ver a una persona dichosa, me dominó una sensación penosa, próxima a la desesperación. Especialmente difícil fue la noche. Me prepararon un lecho en la habitación contigua al dormitorio de mi hermano, de tal modo que podía oír cómo éste, desvelado, se levantaba, se acercaba al plato de grosellas y cogía una cada vez. Me imaginaba cuántas personas felices y satisfechas hay en realidad. ¡Qué fuerza tan abrumadora! Fíjense ustedes en esta vida: el descaro y la ociosidad de los fuertes, la ignorancia y la bestialidad de los débiles; y por todas partes una pobreza insoportable, apreturas, degeneración, embriaguez, hipocresía, mentiras… Entretanto en todas las casas y calles reinan el silencio y la calma; de los cincuenta mil habitantes de una ciudad, no hay uno solo que grite, que se indigne en voz alta. Vemos a los que van al mercado, comen de día, duermen de noche, a los que dicen naderías, se casan, envejecen, llevan tranquilamente a sus muertos al cementerio; pero no vemos ni oímos a los que sufren y lo más terrible de la vida sucede entre bastidores. Todo está en calma y en silencio, sólo protesta la muda estadística: tantos locos, tantos cubos de vodka bebidos, tantos niños muertos de hambre… Probablemente ese orden es necesario; probablemente las personas felices se sienten bien sólo porque los desdichados llevan su carga en silencio; sin ese silencio, la felicidad sería imposible. Es una hipnosis colectiva. Detrás de la puerta de toda persona satisfecha y feliz debería haber alguien con un martillo que le recordara en todo momento con sus golpes que hay personas desdichadas, que, por muy feliz que uno sea, la vida le enseñará sus garras más tarde o más temprano, que le sobrevendrá alguna desgracia —enfermedad, pobreza, pérdida— y que nadie lo verá ni lo oirá, de la misma manera que él ahora no ve ni oye a los otros. Pero el hombre del martillo no existe, el individuo feliz vive libre de cuidados, las menudas preocupaciones de la vida le agitan tan poco como el viento los álamos, y todo va a las mil maravillas.

»Esa noche comprendí que también yo era un hombre feliz y satisfecho —continuó Iván Ivánich, levantándose—. También yo, cuando me siento a comer o voy de caza, he sermoneado sobre cómo hay que vivir, creer y guiar al pueblo. Yo también he afirmado que la enseñanza es la luz, que la educación es imprescindible, pero que para las personas sencillas de momento basta con saber leer y escribir. La libertad es un bien, decía, no se puede vivir sin ella, como tampoco sin aire; pero hay que esperar. Sí, así hablaba, pero ahora les pregunto: ¿esperar en nombre de qué? —dijo Iván Ivánich, mirando a Burkin con enfado—. ¿Esperar en nombre de qué, les pregunto? ¿En nombre de qué consideración? Se me dice que no se puede hacer todo de golpe, que en la vida cada idea debe realizarse poco a poco, a su debido tiempo. Pero ¿quién lo dice? ¿Dónde está la prueba de que eso es cierto? Apelan ustedes al orden natural de las cosas, a la ley de los acontecimientos, pero ¿existen un orden y una ley que obliguen a un hombre vivo y pensante como yo a quedarse quieto delante de una zanja, esperando a que se cierre por sí misma o se cubra de cieno, cuando tal vez podría saltar por encima o tender un puente? Y vuelvo a repetir: ¿esperar en nombre de qué? Esperar a no tener fuerzas para vivir, cuando en realidad hay que vivir y quiere uno vivir.

»Me marché de casa de mi hermano por la mañana temprano; desde entonces, me ha resultado insoportable vivir en la ciudad. Su silencio y su tranquilidad me oprimen, me da miedo mirar por la ventana, pues no hay espectáculo que más me deprima que una familia feliz tomando té en torno a una mesa. Ya soy viejo y no valgo para la lucha, ni siquiera soy capaz de odiar. Me limito a sufrir, a irritarme, a lamentar; por la noche me arde la cabeza de tanto pensar y no puedo dormir… ¡Ah, si fuera joven!

Presa de una gran agitación, Iván Ivánich se paseó de un extremo al otro de la habitación y repitió:

—¡Si fuera joven!

De pronto se acercó a Aliojin y le estrechó una mano y luego la otra.

—Pável Konstantínich —exclamó con voz suplicante—, ¡no se abandone usted, no se amodorre! ¡Mientras sea joven, fuerte y animoso, no deje de hacer el bien! La felicidad no existe ni debe existir, pero si la vida tiene un fin y un sentido, éstos no consisten en nuestra dicha, sino en algo más sensato y más grande. ¡Haga usted el bien!

Todas esas palabras las pronunció con una sonrisa lastimosa y suplicante, como si estuviera pidiendo algo para sí mismo.

Luego los tres se quedaron sentados durante un rato, cada uno en un extremo del salón, y guardaron silencio. La narración de Iván Ivánich no había satisfecho a Burkin ni a Aliojin. Escuchar la historia de un pobre funcionario que come grosellas resultaba aburrido cuando varios generales y damas, que parecían vivos en la penumbra, les contemplaban desde sus marcos dorados. En ese ambiente se sentían deseos de contar y escuchar relatos de personas distinguidas y de mujeres. La presencia de los tres hombres en ese salón, donde todo —las lámparas en sus fundas, los sillones, las alfombras bajo los pies— indicaba que antaño por esa misma habitación deambularon, se sentaron y bebieron té aquellos individuos que ahora les miraban desde sus marcos, así como la visión de la bella Pelagueia, que caminaba sin ruido por la pieza: todo eso valía más que cualquier relato.

Aliojin se caía de sueño; se había levantado muy temprano, antes de las tres, para trabajar en la hacienda y ahora los ojos se le cerraban, pero temía que los invitados contaran algo interesante en su ausencia, de modo que no se retiraba. No quiso entrar a valorar si era sensato o justo lo que acababa de decir Iván Ivánich; sus huéspedes no hablaban de la avena, del heno o del alquitrán, sino de algo que no tenía relación directa con su vida; se sentía contento y quería seguir escuchándolos…

—Es hora de irse a dormir —dijo Burkin, levantándose—. Permítanme que les desee buenas noches.

Aliojin se despidió y bajó a su cuarto, mientras los invitados se quedaron arriba. Les habían preparado una gran habitación con dos viejas camas de madera, adornadas con entalladuras; en un rincón había un crucifijo de marfil; los lechos amplios, frescos, preparados por la bella Pelagueia, exhalaban un agradable olor a sábanas limpias.

Iván Ivánich se desvistió en silencio y se acostó.

—¡Señor, perdona nuestros pecados! —dijo, cubriéndose la cabeza con la manta.

Su pipa, depositada sobre la mesa, desprendía un fuerte tufo a tabaco; Burkin, que tardó mucho en dormirse, no podía comprender de dónde procedía ese olor.

La lluvia estuvo tamborileando en las ventanas toda la noche.

626 visualizaciones0 comentarios
bottom of page