top of page

Confesiones de un (profesor) autodidacta

Actualizado: 6 feb 2019

Por: Carlos Rivas Polo

crivaspolo@yahoo.es

Al final ocurre como en la experiencia de la vida: una serie de experiencias, encuentros, lecciones y desengaños desemboca, más que en el mucho saber, en el estar al cabo de la calle y en el aprendizaje de la modestia.   HANS-GEORG GADAMER

Empiezo con mi definición “profesoral” de profesor: “Señor o señora que desde el ámbito de su saber, de sus lecturas e intereses —permanentes o coyunturales— propone, acorde a la materia que le fue asignada y en el formato unificado a este fin, lo que será la hoja de ruta del curso en cuestión”. Algo así como uno de los platos que integrarán el gran menú de nuestra Filología Hispánica.

    Una definición que bien puedo aplicar a mí mismo —el profesor entre paréntesis del título— pero con una salvedad, en oportunas cursivas: “Señor que desde el ámbito de su saber, de sus lecturas e intereses —permanentes o coyunturales—, pero también desde sus diversas ignorancias, propone, acorde a la materia que les fue asignada y en el formato unificado a este fin, lo que será la hoja de ruta del curso en cuestión”. La señalada salvedad quiere asumir la función de un exordium que busca compartir las fértiles y sugestivas posibilidades que ellas —las diversas ignorancias— han proporcionado al profesor que escribe estas líneas.

    Si confesar es comunicar voluntariamente un “secreto”, me gustaría compartir con mis juveniles lectores algunas inquietudes en torno a mi labor docente. ¿No son acaso los estudiantes el fin último de nuestros cotidianos desvelos? No me refiero, por supuesto, al asunto de los “Objetivos”, “Contenido resumido”, “Evaluación”, etcétera, etcétera, de los cursos —asuntos de carpintería docente que figuran en el formato unificado a este fin—, a la fácil retórica de los Programas al uso; me refiero a la posibilidad misma de eso que llaman “enseñar”, al escepticismo que pone en cuestión la existencia misma de dicha posibilidad, horizonte de incertidumbres que sin embargo —¡vaya paradoja!— constituye el mejor acicate para persistir en una “alquimia del deseo” que busca trasmutar el cascote en valioso oro. Estoy hablando de la posibilidad de “seducir” a nuestros estudiantes, en otras palabras, de ofrecer un “saber” del cual el seducido querrá apropiarse por —y para— sí mismo. Estoy hablando de la posibilidad de ver emerger, del filón de esos territorios que vamos señalando, las valiosas pepitas[1].

    Apelo entonces a dos sugestivos conceptos que se han convertido en parte fundamental de mi cartilla de alquimista intuitivo:


1) Autodidactismo

    Comienza el profesor Antoine Compagnon su “Lección inaugural” de ingreso a Cátedra de Literatura Francesa Moderna y Contemporánea del Colegio de Francia (2006), evocando sus años de formación como ingeniero. Estudiaba en una “escuela vecina”, circunstancia que le permitiría —gracias «a la madre de un amigo, que me había aconsejado que visitara el Collège de France»— asistir a los diversos eventos académicos que ofrecía el célebre Colegio. Allí tendría la oportunidad de escuchar a “gigantes” de la talla de Lévi-Strauss, Michel Foucault, Roland Barthes, Roman Jakobson… ejercitándose así, quizá sin saberlo, en el irresponsable pero feliz vagabundeo del autodidacta, que pronto descubrirá el gran esfuerzo que cuesta “recuperar” —será su talón de Aquiles— el irrecuperable tiempo dedicado —durante su juventud, conviene aclarar— a otros menesteres. ¿Tiempo perdido? Por supuesto que no, pero este es otro asunto. ¿De qué otro modo entender las disculpas que Compagnon ofrece a sus oyentes luego de evocar aquellos viejos recuerdos? Son la justificación para un tiempo fugado que alcance a «explicar la inseguridad que siento ante ustedes. No pueden imaginarse cuánto le falta a mi formación humanista, todo lo que no he leído, todo lo que no sé: ya que, en la disciplina para la que me han elegido, soy prácticamente un autodidacta».

    Me gusta esta anécdota. Y me apresuro a aclarar, con relación a mi autodidactismo, que tengo dos lustrosos títulos académicos. No se trata de ellos como tal: hablo del hecho —esto es decisivo— de haberlos obtenido “entradito en años”. Formado inicialmente en el ámbito de la arquitectura —oficio al que sigo vinculado luego de tanto tiempo—, la experiencia narrada por Compagnon me gusta porque me sirve como saludable paradigma que me recuerda mi propio talón de Aquiles. Declarar las diversas y tumultuosas ignorancias que acompañan al profesor autodidacta que escribe estas líneas significa que puedo tomar para mí mismo la aleccionadora confesión del “colega” Compagnon: «He enseñado siempre —como continuaré haciendo aquí— aquello que no sabía, tomando como pretexto los cursos que daba para leer aquello que todavía no había leído, para buscar así aprender, finalmente, aquello que ignoraba». Una sugestiva propuesta de aprendizaje “en común” que se constituye, como escribe Gadamer a propósito de la filosofía hermenéutica, en un “camino de experiencia” consistente en que  no se da un principio superior al de abrirse al diálogo [lo cual] significa siempre el posible derecho a reconocer de antemano la superioridad del interlocutor. ¿Nos parece poco? Yo creo que es el único género de honestidad que cabe exigir a un profesor de filosofía... y que habría que exigirle.

    Y no creo que haya ningún problema en escribir “filología” donde Gadamer escribe “filosofía”. ¿No decía nuestro colega Pedro Agudelo Rendón en el número inaugural de Filología que la “filología es filosofía”?


2) El “juego” como estrategia de seducción

   No menos decisiva ha resultado para mi experiencia vital la lectura de otra lección inaugural. Me refiero a la célebre “Lección inaugural de la Cátedra de Semiología lingüística” (1977), dictada por Roland Barthes 29 años antes en el mismo Colegio. En ella comparaba su labor docente con un niño que juega en torno a su madre, que se aleja y luego retorna hacia ella para entre garle un guijarro, una hebra de lana, dibujando de tal suerte en torno de un centro apacible toda un área de juego, dentro de la cual el guijarro, la lana, importan finalmente menos que el don lleno de celo que ofrenda. 

    Inspirado en esta hermosa metáfora, mis cursos han buscado movilizar los ámbitos de lo fragmentario y la digresión como modalidades operativas en torno a la cual estructurar sus lecturas, hebras y guijarros que el profesor ofrece a sus compañeros de excursión con el ánimo de configurar un “área de juego” donde las lecturas “importan finalmente menos” que la posibilidad misma de propiciar conversaciones en torno a un corpus de textos ajenos a todo discurso consolidado, textos que buscan “sostener un discurso sin imponerlo”.

    Todo lo cual, así lo creo, contiene algunos de los exigentes —y utópicos— postulados pedagógicos que me inspiran y que no son otra cosa que aquella disposición para “abrirse al diálogo” que Gadamer exigía a los mencionados profesores, el secreto anhelo de trasmutar el discurso profesoral en un espacio para edificar un arte de la buena conversación. 

   ¿Una utopía? Por supuesto que sí. Pero pregunto a mis desocupados lectores: ¿y qué otra cosa es esa inefable experiencia que llaman “enseñar”?


[1] Recurro a mi diccionario personal para definir los términos empleados:

-“Alquimia del deseo” (Alquimia, como metáfora del conocimiento pre-científico –léase intuitivo– y deseo, pasión, vocación): eros pedagógico alentado por una voluntariosa intuición.

-“Cascote”: aquello que quisiéramos “enseñar” a nuestros estudiantes, materia que se torna inerte y pesada (en la balanza del contexto educativo, por supuesto) cuando no logra llegar a sus consustanciales destinatarios.

32 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

De cómo un filólogo llega a ser traductor

No se me olvidará la vez en que vi a uno de mis profesores de filología traduciendo un texto de Schlegel sobre Lucinda, una de las grandes novelas románticas. Me preguntó: «¿te suena mejor “beso contr

bottom of page